EL CLUB DE LOS PRIMEROS BASTARDOS: HALLOWEEN (2)

Hola de nuevo. Os dejo la segunda parte de este relato parcialmente autobiográfico aprovechando la festividad de Todos los Santos, en estos días especialmente mágicos de este año tan tétrico.

Espero que los disfrutéis.

Saludos desde la Oscuridad...

Haunted House Thunder & Rain


HALLOWEEN (2)

Bajé la cabeza. Se había formado un enorme charco que se deslizaba sigiloso por entre mis rodillas mientras el cielo relampagueaba y tronaba por encima de mi cabeza, y que me devolvía mi reflejo deformado por las gibosas olas que, como serpientes, se iban enroscando por el sucio riachuelo que desembocaba en los desagües que vomitaban sin cesar aquel agua sucia de polvo y de excrementos de aves hacia las calles no menos pútridas.

Se me nubló la vista. No podía sentir nada ya que la gélida temperatura del agua que repicaba sobre mí me había dejado la piel de la cara completamente insensible, pero supe, en mi silencio interior, que estaba llorando.

El mundo era un lugar oscuro. El mundo era un lugar maligno. El mundo era un enigma maldito dentro de un laberinto sin salida. Y yo era la rata en el centro del dédalo que se agotaba poco a poco en fútiles esfuerzos por escapar de un lugar sin escapatoria. Era evidente que, al igual que en una tela de araña, a mí me habían ido conduciendo muy lentamente hacia donde mis enemigos quisieron, de manera astuta y muy sigilosa, permitiéndose el lujo de perder batallas para aplastarme al final de la guerra. Acababan de obtener una victoria pírrica sin que yo me diera cuenta en ningún momento de que no estaba en posición de ventaja, sino que me encontraba acorralado en El Álamo mientras las tropas mejicanas tomaban el lugar a sangre y fuego.

Había perdido. Estaba acabado, y no me había enterado de ello hasta que no fue demasiado tarde para hacer nada.

Me acerqué al pretil que rodeaba la azotea, un muro bajo de no más de un metro de altura por el que se podían pasar las piernas hasta quedar sentado sobre la tapia con los pies colgando en el vacío. Miré al vacío y, tal y como dice Nietsche, el abismo me devolvió la mirada.


Sin pensar siquiera, puse un pie en la tapia y me alcé sobre ella. Me quedé así, de pie sobre el muro, con la mirada fija en la caída de treinta metros que me aguardaba si me resbalaba. Pero no quería resbalarme.

No, quería tirarme. Quería acabar con todo de una santa vez. Que se fueran a la mierda el Maestro, todos los horrores de la gruta, las pesadillas, y todo lo demás. Era de lo más simple: un pie delante del otro, causando el desequilibrio del cuerpo, y el resto lo harían mis noventa y pico kilos y la gravedad. Según mis cálculos, no serían más de tres segundos de caída antes de estamparme contra el cemento, eso sí, procurando girarme a fin de impactar directamente con la cara en vez de con el resto del cuerpo, reduciendo la posibilidad de supervivencia a cero.

Tres coma seis segundos. Un fuerte estruendo. Una enorme masa sanguinolenta bajo la lluvia. Y, luego, el silencio eterno en la oscuridad más absoluta.

Iba a saltar cuando vi mi reflejo en la sucia cristalera del balcón del edificio de enfrente. Era un nido de cucarachas donde la policía venía con frecuencia para hacerse algún detenido que otro, generalmente relacionados con asuntos de drogas o porque les reclamaba algún juzgado que les ponía en búsqueda. Estaba tan mugriento que el agua se deslizaba serpenteando gris sobre los ladrillos de la fachada, y los cristales en los que me veía reflejado estaban oscurecidos por la falta de limpieza de los inquilinos, no por otro motivo.

Me vi. Bueno, no. Me ha costado muchos años entenderlo. Incluso ahora mismo, mientras escribo estas líneas, tengo que someter ese recuerdo a un acto de reflexión en el que llego a la misma conclusión que las veces anteriores: que, en ese instante en el que estaba decidiendo mi propio destino, en el que deseé con todas mis fuerzas acabar con mi vida de mi propia mano, lo que vi reflejado no fue mi rostro. No, ni siquiera era yo.

Era Eso.

Somos parecidos, pero no somos iguales. Su mirada es salvaje y cargada de un odio que es difícilmente descriptible. Sus rasgos son animales aunque parezca humano. Y es mucho más corpulento que yo. No tengo ese cuello de luchador, ni tengo una masa muscular tan compacta como la suya.

Él es, en lo físico, como a mí me gustaría ser, incluso aún hoy en día, tras tantos años transcurridos desde aquel día.


Me miraba con ira, con la promesa de matarme de la manera más cruel, dolorosa y lenta inimaginable. Casi pareció que iba a saltar desde los cristales, cruzando el vacío que nos separaba en un salto alucinante para abatirse sobre mí con su instinto predador babeando sangre antes de que todo se volviera de un intenso rojo escarlata y se apagaran las luces para siempre.

El precipitarme se me antojó, incluso, más delicioso que ese final que me estaba imaginando mientras la sucia ventana me devolvía el reflejo de Eso.

—A la mierda —maldije, escupiendo el agua que se filtraba por entre mis labios, llenando mi boca de un regusto metalizado.

Y salté.

Me vi suspendido en el vacío durante un instante que se me antojó infinito antes de comenzar mi descenso. Al otro lado del sucio callejón que me aguardaba tras la caída hacia mi final, pude ver a Eso agitarse, intentando detenerme sin conseguirlo.

Pero no caí, obviamente. Si no, no podría narrarles esta historia, ¿correcto?

Algo me detuvo en seco. Me golpeó de lleno en el abdomen y me lanzó con gran fuerza hacia detrás. Aterricé aturdido y sin aliento de espaldas sobre un enorme charco que salpicó la azotea en todas direcciones. Pude ver el oscuro vientre del cielo mientras la lluvia no cesaba de repicar sobre mi rostro.

A duras penas logré doblarme sobre mí mismo, con una mano en el vientre y la visión aún nublada mientras buscaba con una mirada cargada de vértigo lo que me había golpeado. Una masa confusa se alzaba sobre un charco próximo, mirándome con unos llameantes ojillos rojos al otro lado de un rostro que parecía estar derritiéndose un poco más a cada segundo que pasaba, mientras que algo parecido a una boca se agitaba de un lado para otro. De pronto, dibujó algo parecido a una sonrisa en sus extrañas facciones y se lanzó sobre mí emitiendo un extraño glugluteo a modo de risa.

Era el hombre-cosa al que mi padre había tratado de venderle los libros, el que no se amedrentó por tener el cañón de un arma apretándole la garganta, y con el que me acababa de enfrentar hacía no mucho en un sucio callejón que parecía ser la mismísima boca del Infierno.

Rodé sobre sí mismo, esquivándolo por poco. Escuché la pesada masa chocando de manera estruendosa contra algo, no supe qué, pero sí que pude contemplar al abrir los ojos cómo caía al suelo un montón de escombros que levantó una polvareda que se fue disolviendo lentamente bajo la lluvia.

Me pude levantar con mayor rapidez de la que me esperaba. Mi primer impulso fue querer salir corriendo escaleras abajo, en busca de la protección que me ofrecía mi nuevo hogar, junto a mi padre, y que le asustase de nuevo con su arma de mentira. Pero no me dio tiempo. La criatura rodó sobre sí misma en una montaña de alguna sustancia de muy difícil descripción, tanto en su composición como en su forma, aunque se me antojó que era de barro a tenor de la textura cremosa y sucia que mostraba lo que podría considerarse que era su piel. Además, cada gota parecía disolver un poco su superficie, como cuando se empapa el lodo a la hora de moldearlo sobre un torno a la hora de crear una pieza de cerámica. De hecho, el agua del charco formado bajo lo que parecían ser sus pies tenía algo de lodoso, como el lecho de un río. Rodó y rodó sobre las sucias baldosas de la azotea, cortándome el paso en mi alocada huida, impulsada por las alas del miedo y la desesperación.

—¿Adónde te crees que vas, mocoso? —burbujeó con una profunda y rara voz que emergió por su boca.

Me puse en guardia. Recordé las lecciones en un polvoriento sótano que servía de gimnasio a uno de mis vecinos hasta no hacía mucho tiempo, un tipo tan grande como un tabique que trabajaba de entrenador por el día y de portero en locales nocturnos al caer el sol, alguien que me enseñó algunos trucos para salir vivo de un conflicto en la calle, donde no hay segundas oportunidades y donde te la juegas a cara o cruz una sola vez.

Y más te vale que la moneda caiga de tu lado.

La cosa osciló sobre su base, como una ola mugrienta y sucia emergida de vete a saber qué infierno, mientras las protuberancias que podríamos llamar brazos se agitaban con pesadez a ambos lados del cuerpo, con los rojos ojillos fijos en mí, latiendo como si fueran antorchas en la oscuridad.

—Dame lo que El Maestro quiere… y te prometo que el final será rápido —me dijo, a modo de piadosa promesa.

Sentí algo a mis espaldas. Algo que se agitaba y corría hacia mí, salvando de un gran salto el abismo insondable que nos separaba. Pude escuchar cómo aumentaba el rugir que brotaba de su boca a medida que acortaba la distancia entrambos. Mi mente dibujó sus facciones animales y cada línea que trazaban los músculos de su cuerpo, en tanto mi vientre se convertía en una pesada bola de hielo, y mi corazón explotaba como si fuera un volcán en erupción.

Eso venía a mí.

Una vez más. En mi rescate.

Y yo se lo agradecí en silencio, extendiendo los brazos hasta ponerlos en cruz, como si fuera a ser sacrificado, aceptando de manera impasible mi fatal destino,  aún a sabiendas de que aquel iba a ser mi final.

La criatura me miró con sorpresa sin comprender exactamente qué era lo que me estaba sucediendo, hasta que su mirada se distorsionó en un gesto descompuesto, y supo qué era lo que venía a continuación.

Eso impactó en mí. No surgió desde dentro, como era lo habitual, sino que chocó como un meteorito en la tierra. Sentí cada fibra de mi cuerpo vibrar, que una fuerza que no conocía me invadía, y que la ropa me apretaba, como si fuera el doctor Bruce Banner durante una transformación en Hulk.

Luego todo se volvió rojo, y ya sólo quedó eso. Yo desaparecí por completo de aquel plano, quedando relegado al papel de un mero espectador sentado cómodamente en su butaca en el cine. Eso rugió. No es que hablara mucho habitualmente, pero sí que lanzó un rugido que hubiera dado miedo a los mismísimos dioses. Se lanzó a la carrera contra la masa, buscando los ojillos para sacárselos con los dedos. Por su parte, la cosa alzó un tentáculo de gran tamaño terminado en un pesado apéndice redondeado a modo de bola de demolición con el que trató de golpearme.

Esquivé, rodando lateralmente por el suelo, mientras el mazo de sustancia lodosa impactaba sobre el piso de la azotea, haciendo saltar hechas añicos algunas baldosas. Me incorporé de un salto y me arrojé sobre su cabeza. Aún recuerdo la placentera sensación de poder que me recorría cuando notaba toda aquella fuerza haciendo vibrar cada fibra de mi cuerpo.

Aterricé sobre un promontorio que amanecía en su resbaladiza espalda y golpeé con ambos puños la gruesa cabeza. Fragmentos húmedos de la argamasa de la que se encontraba compuesto saltaron en todas direcciones mientras creaba dos túneles sobre la gibosa estructura de su cabeza, horadándola a toda velocidad sin encontrar el cerebro en ningún momento.

Finalmente, uno de mis puños emergió por la parte frontal del rostro. Se rio. No podía verle las facciones, pero algo me dijo que estaban muy deterioradas. Agité de un lado a otro la mano en busca de sus ojos, pero sólo arañé el vacío.

—¿En serio crees que me puedes derrotar así, mocoso? —se mofó, emitiendo de nuevo aquella molesta risa en forma de glugluteo.

Bramando como una bestia, estrellé el puño que aún me quedaba libre, logrando atravesarle la masa cefálica. Sus glugluteos aumentaron aún más hasta convertirse en un histérico y agudo carcajeo. No reparé hasta entonces que sus risas eran debidas a que me tenía atrapado y aún no me había dado cuenta.

—¡Ya te tengo! —gritó la cosa, en tono triunfal, comenzando a enroscarse sobre sí misma.

No tardé en sentir un intenso dolor en los brazos mientras aquello no cesaba de girar sobre sí mismo como una peonza, tratando de arrancármelos de cuajo.

—¡Te destrozaré! —mugió Eso a través de mi boca.

Sentí mi cuerpo tensarse como nunca antes lo había sentido y, tras lo que se me antojó como unos instantes eternos de forcejeo, la masa que me tenía preso, de pronto, estalló. Liberé mis brazos con gran esfuerzo mientras una niebla roja me teñía la vista con un furor homicida.

No sabía cómo lo iba a hacer, pero lo mataría. Fuera como fuese.

Bueno, más bien, Eso le mataría por mí.

La criatura mugió como si la estuvieran abriendo en canal mientras que los dos labios lodosos se agitaban de manera independiente, de manera frenética, manifestando un dolor brutal. Aproveché para alejarme unos pasos, jadeando y con los pulmones en llamas, pero feliz de haberme liberado, con mi mente pensando de manera frenética en un sistema para acabar con la criatura de una vez por todas. Era evidente que aquella forma le confería una gran fuerza física a la vez que un cuerpo que podía resultar muy resistente a los ataques, bien porque resultara casi impenetrable a cualquier impacto en su forma más dura, bien porque reducido a esa forma gibosa de barro blando y viscoso no había manera de hacerle la más mínima mella. Antes de poder acabar con él, estaría agotado y más a su merced que al revés.

Uno de los apéndices que se agitaban donde antes se encontraban atrapadas mis manos se agitó y me golpeó con fuerza en el pecho. Aún puedo sentir el punzante dolor que me traspasó, como una aguja invisible, mientras arrebataba el aire mis pulmones y me hacía cruzar el aire liviano como una pluma, describiendo una elipse bajo la lluvia que terminó con mis huesos en un charco a pocos centímetros del pretil de la azotea. Por muy poco, el monstruo no me había lanzado por encima de la barrera, haciéndome caer por la fachada hasta cumplir mi sueño mortal de hacía unos minutos treinta metros más debajo de dónde nos encontrábamos.


Boqueando, desmadejado, con movimientos torpes por el dolor y la ropa que se me adhería a la piel como una poderosa tela de araña, me levantando con tanta rapidez como fui capaz mientras enfocaba con mirada turbia a la criatura, ahora reconvertida en un montículo lleno de tentáculos del que manaba el maldito glugluteo que se carcajeaba de mí.

Mi primera idea fue la de volver a cargar, al igual que en el poema de la Brigada Ligera de Tennyson, pero me di cuenta a tiempo de que los resultados iban a ser igual de desastrosos que en aquella batalla de la guerra de Crimea. La cosa fue reptando hacia mí, balanceando su pesado cuerpo de un lado a otro, dejando una estela de suciedad en el agua a medida que avanzaba en mi dirección. Me temblaban las piernas, que a duras penas sí podían con mi cuerpo, y mucho menos proporcionarme la posibilidad de dar un sprint salvador en dirección contraria para ganar distancia de mi enemigo y algo de tiempo para poder pensar en una posibilidad para destruirle.

Me castañeteaban los dientes de pura rabia. Recordaba las cavernas, las grutas en la tierra, los horrores que conocí allí, los monstruos a los que me enfrenté, la muerte que acechaba en las sombras, la sirena que llamaba en la noche haciendo desaparecer a cientos en las tinieblas cada vez que sonaba… Había superado horrores sin nombre en no pocas ocasiones, pero ahora no era capaz de detener esto. Y, lo peor de todo, no se me ocurría nada en absoluto para hacerlo.

Los tentáculos se estiraron hacia mí, consumiendo el cuerpo hasta que no quedó más que una suerte de peana no mayor que un taburete. Los apéndices se aguzaron en los extremos hasta formar unas puntas de lanza que logré sortear en el último segundo y a muy duras penas. Repté sobre los brazos, ya que mis piernas habían decidido ponerse en huelga, y volví a dirigirme hacia el otro extremo de la azotea, desde donde casi salté.

—No puedes escapar de mí —rio la cosa, mientras su masa se arrastraba sobre el suelo empapado, recomponiendo su forma con lentitud, hasta volver a aparecer ante mis ojos el hombre de mirada vidriosa y boca babeante al que mi padre le había vendido los libros unos días antes.

Miré en todas direcciones, buscando una salida, una respuesta, un algo que me pudiera ayudar en aquella batalla, sin encontrar nada que se pudiera ajustar a lo que me hacía falta en esos momentos. De pronto, observé el rastro de lodo que los tentáculos habían dejado en el suelo mientras se fundían para recomponer el cuerpo de la cosa. Se había ido dejando algunos fragmentos de mayor o menor tamaño por el camino que se iban disolviendo con lentitud a medida que les caían encima gotas de lluvia.

Observé la pared en la que me había encontrado hacía apenas unos segundos. En los lugares en los que habían impactado los aguzados flagelos se podían apreciar toda una serie de orificios sobre el ladrillo por los que resbalaban lentamente algunos grumos de barro que convertían el agua en charcos sucios.

Miré a la criatura. El agua resbalaba por su superficie, arrastrando el lodo de su cuerpo, que se iba expandiendo en una mancha por el agua a sus pies.


Tuve una idea.

—¡Vete a la mierda! —le espeté—. ¡Jamás te lo daré!

El monstruo rio. Había notado el temblor de fondo en mi voz, al igual que yo me había percatado. La falta de convicción en mis palabras era total y absoluta. Era más que evidente que Eso no hablaba por mi boca, sino Héctor, el niño rollizo y tímido del que se burlaron el resto de niños de su clase durante años, al que escupían en la ropa, al que le pegaban una y otra vez en la cara y el cuerpo aprovechando que el grandullón era un manso que no se defendía y que no devolvía los golpes.

El ser glugluteó al tiempo que daba un paso al frente. Dio un ligero traspiés, pero siguió caminando en mi dirección. Me percaté que los pies de barro se disolvían a toda velocidad, y que no tardaría mucho en quedar reducido a un mantón de lodo en el agua, pero no sabía si antes iba a tener tiempo suficiente para convertirme en carne picada.

Retrocedí hasta que toqué con las nalgas el pretil. Mis manos palparon hasta que bordearon las fronteras de las baldosas que forraban el ladrillo y el cemento, hasta que sentí el tirón del vacío en mis dedos. Giré la cabeza con lentitud. Me mareé cuando miré de nuevo el abismo de treinta metros que se abría a mis espaldas. En esta ocasión no se me antojaba tan seductor como antes, como una revelación que solventara todos mis problemas, sino más bien como una boca demoníaca que me conduciría al peor de los infiernos. Los cordeles de los tendederos se me asemejaron a hilos de una baba espesa que untase la monstruosa garganta para permitir un perfecto funcionamiento a la hora de tragar a sus víctimas.

Algo dentro de mí me dijo que tenía que aguantar. Como fuera.

La cosa me golpeó con algo parecido a unos puños. Mi cabeza giró con violencia a izquierda y derecha, reduciendo el mundo a una mancha borrosa en mi retina. Apreté los dedos sobre el pretil para no caerme, ya que mis piernas seguían en huelga. La cosa me agarró por los hombros, envolviéndolos con una masa viscosa que me apretaba con gran fuerza.

—¿Y este es el bastardo que ha mantenido en jaque a todos los esbirros de El Maestro? ¿De verdad eres el niño que ninguno fue capaz de matar?

De golpe, el mundo se volvió rojo.

—Ni siquiera tú —gruñó Eso por mi boca, al tiempo que le agarraba con fuerza de lo que podrían haber sido sus caderas y arqueaba mi espalda con una fuerza inaudita por encima del muro, dibujando un arco bajo la lluvia.

Aquel movimiento pilló desprevenida a la criatura, que pasó de exhibir un rostro triunfal a dibujar una expresión de sorpresa que pronto demudó en otra de espanto. Nos precipitamos en silencio por el hueco entre los dos edificios, con el repique de la lluvia sobre los adoquines del sucio callejón de fondo, devorando la altura a una velocidad de locura.


Mientras el aire silbaba en mis oídos, mis manos arañaron de manera instintiva el aire en busca de un asidero del que poder aferrarme a la vida, pese a que una parte de mí contemplaba la posibilidad de morir como un alivio a mi situación. Terminar de una vez por todas resultaba tranquilizador, como un prolongado baño de agua caliente tras un día cargado de estrés.

Las yemas de mis dedos rozaron metal, y la mano aferró al instante la superficie que palpaba. Era uno de los tendederos de metal que los vecinos habían distribuido por la fachada a lo largo de los años. Mi cuerpo giró con gran violencia, cortando el aire, en tanto la cosa seguía adherida a mí. No obstante, la fuerza con la que la caída se frenó fue suficiente para notar que se deslizaba desde mi hombro hacia la muñeca. A pesar de la fuerza con la que me apresaba el hombro, el agua de lluvia le había jugado una mala pasada, y se resbaló brazo abajo hasta que quedó prendido de mi muñeca por un muñón que se debilitaba por momentos.

El pesado cuerpo se estiró, prolongando el cilio que le unía a mí, en un intento por no partirse debido al peso de su propia masa, dado lo débil de su estado en aquel momento. Sin embargo, no se percató que se estiró algo más de una planta, con lo que terminó llegando a los cordeles un tendedero que había por debajo de nuestra posición. Cordeles que, además, eran trozos de cable enredados a los extremos del soporte y que actuaron a modo de guillotina con su cuerpo, seccionándolo en varias lonchas.

Cayó al vacío dividido en unos cuantos trozos, con el brazo cercenado todavía apuntándome como si sostuviera un arma, y una gibosa cabeza que sobresalía de nuevo entre los hombros, con un par de ojillos rojo sangre que me miraban con un odio infinito mientras se perdía bajo la lluvia en la distancia.

Se estrelló en el callejón con un sonido sordo y húmedo, salpicando de aquella materia lodosa las paredes de los edificios que delimitaban el lugar. La cabeza quedó convertida en una enorme masa de pizza en la que brillaban de manera diabólica las hogueras de sus ojos, con el tono rojizo tan distintivo que las caracterizaba, y que se fue apagando lentamente, hasta que el color fue un matiz que desapareció como si nunca hubiera existido. Era una montaña de pútrido y sucio barro manchando el callejón, con dos oscuras cuencas vacías que me miraban desde más allá del abismo.

El muñón que aún tenía enredado en mi mano derecha se fue soltando con gran lentitud hasta que se precipitó por sí mismo, siguiendo el mismo destino que el resto del organismo del que formaba parte.

Un fuerte dolor aguijoneó la mano que me sostenía al tendedero, seguido de un hormigueo que se adueñó de mi brazo hasta el hombro. Con gran esfuerzo, me aupé como pude por la fachada, utilizando las cañerías, los motores de aires acondicionados, y de cuantos elementos encastrados en el muro me pude valer hasta alcanzar de nuevo la azotea. Realmente, fue Eso quien me salvó la vida, puesto que me encontraba agotado y, por mí, hubiera aprovechado el momento para soltarme del agarre que me unía a la vida para cursar al otro lado. Exhausto, me dejé caer con la espalda contra la pared mientras jadeaba sin resuello, mareado y con ganas de vomitar.

Un grito desgarrador ascendió por el callejón, sonando tan nítidamente a pesar de la altura que pareció como si la persona que chillaba se encontrara a menos de un metro de mí. Resollando, casi sin fuerzas, con cada fibra de mi ser temblando por lo que se me antojaba como un esfuerzo titánico, me asomé con miedo al callejón.

Varias personas acudían a toda velocidad al lugar, arremolinándose en torno a un cuerpo que ya no era el montón de detritos que había tratado de acabar conmigo, sino la figura de un hombre despanzurrado sobre el cemento y los adoquines, del que manaba un enorme charco de sangre que se extendía con lentitud en todas direcciones, hasta llegar a un desagüe por el que se filtraba hasta el alcantarillado. Todos los curiosos que iban atestando el lugar tenían la vista fija en el cadáver, por lo que ninguno reparó en la sangre que pisaban y en que esta se decoloraba hasta adquirir un tono similar al del lodo mientras se colaba por el enrejado de metal.


Alguien miró hacia arriba. Un escalofrío de pánico se adueñó de mí y, de manera instintiva, me solté y dejé a mi cuerpo caer de espaldas. La cabeza me rebotó en el suelo y el choque con los dorsales resonó como si fuera un kilo de ladrillos. Quedé tendido en el charco unos instantes, tratando de recuperar el aliento, al cabo de los cuales, me logré dar la vuelta y gatear de manera penosa hasta la puerta que llevaba a las escaleras que se introducían en el bloque, reptando como un gusano una planta abajo, ya que, por suerte, vivía en el octavo, la última planta del edificio.

No describiré la manera en que llegué al piso, pero la definiré como patética a más no poder. La ropa, sucia, llena de manchas de barro y empapada, fue directamente a la lavadora, que puse recordando los pasos que seguía mi madre cada día. Luego, me di una larga ducha con la que logré relajar los músculos lo suficiente como para poder volver a moverme de manera autónoma.

Al rato llamó una vecina. Pidió hablar con mi madre. Era una persona basta, ruda, y sumamente cotilla, pero no era mala persona en absoluto. Había aparecido un hombre en el callejón, desnudo y con un brazo amputado, que podría ser que se hubiera podido suicidar saltando desde la azotea del bloque. Necesitaba las llaves de la azotea porque no encontraba las suyas. A sus espaldas, dos uniformados de la Nacional me miraban en riguroso silencio, con las gorras de plato ajustadas bajo las capuchas de los impermeables con los distintivos del Cuerpo.

Le di la llave pero, apenas había subido cuatro escalones, se detuvo.

—¡Niño! —me llamó—. Ven.

Tembloroso y algo mareado, obedecí, temiendo lo peor.

—Toma —me dijo, tendiéndome las llaves—. Al final no me hacen falta, niño. Algún hijo de la gran puta ha dejado esto abierto. ¡Sus muertos! ¡Ahora le toca a una el tener que enredarse con el mocho y secar todo esto antes de que se arríe la escalera! ¡Y lo fácil que es echar la puta llave! ¡Como si no tuviera cosas que hacer en mi keli, van y, encima, una más! ¡Sus muertos…!

Sí, la verdad es que se trataba de una persona muy expresiva.

La policía subió a la azotea, inspeccionando el lugar, pero no se acordonó nada y no tardaron en informar que se había tratado de un suicidio, y que, muy probablemente, el finado hubiera saltado desde aquel punto. No obstante, la pericial de Científica no fue especialmente concluyente al respecto, afirmando que, si bien existían indicios con los que se podía afirmar tal hecho, éstos no eran concluyentes.

¿Qué cómo lo sé? Porque años más tarde trabajé en esa misma comisaría, con el uniforme azul tinta, que no de funcionario, cumpliendo una de mis ilusiones de toda la vida. Y aún sigo patrullando, con el mismo entusiasmo que cuando empecé.

Cosas de la vida.

Bueno, a lo mío. El caso es que no me atreví a salir del piso hasta que no se hubieron llevado el cuerpo y todos desaparecieron. No obstante, dado que en los bajos de los dos bloques que delimitaban el callejón había sendos bares, dos tugurios cuyos parroquianos conformaban lo mejorcito de la sociedad civil de aquella localidad, fue un visto y no visto el hecho de que el suicida se convirtiera en el tema del momento, con recorridos turísticos (cerveza en mano, eso sí) por el callejón del suicida, con una vívida descripción del cuerpo despanzurrado, que podía incluir una recreación en vivo por parte del guía-dueño del bar de turno de la posición del mismo, así como del lugar en el que se encontró el brazo amputado, que podía variar uno o varios metros dependiendo de la cantidad de cervezas que llevara ya en el organismo en ese momento.


La lluvia no cesó en días, pero logré calmarme lo suficiente como para salir del piso al cabo de un par de días. En ese tiempo, Eso no dio señales de vida. Por norma, las veces que me he enfrentado al horror, permanece muy activo dentro de mí, y me hace sentir una extraña euforia con la que no siento miedo, que me hace sentir bien. Aquella vez no fue así, de modo que me costó retomar aquella pseudovida que me había tocado vivir en esa etapa de mi vida.

Me dirigí hacia la biblioteca municipal, sin saber qué leer, pero queriendo enfrascarme en alguna lectura con la que poder distraer mi mente. Buscaba algo ligero y de fácil digestión intelectual, como la vida de algún asesino en serie, o un libro sobre los ritos paganos más oscuros que me pudiera iluminar en esos momentos de oscuridad en los que me encontraba.

Era una ironía, ¿vale?

Paseé la mirada por los anaqueles, buscando una lectura que me distrajera de mi angustia vital adolescente complicada por mi lucha particular con los monstruos, tal y como decía el filósofo loco. De pronto se me ocurrió buscar en la sección de novelas alguna de Dashiell Hammett o Raymond Chandler, pero no encontré nada. Caí en tal abatimiento que ya hasta me valían las de Joseph Berna o A. Thorkent (que me encantan aunque en ese momento buscaba algo más sesudo).

De pronto, una silueta apareció a mi lado, como salida de la nada. Una mujer mayor, gruesa, de rollizos dedos y rostro arrugado que miraba los lomos de los libros y los sacaba tirando de ellos con uno de sus dedos de salchicha alemana para observar la portada con indiferente atención antes de devolverlos a su sitio.

La observé durante unos instantes, estudiando con detenimiento la pesada falda y el jersey de lana recubierto de bolitas y de aquella pelusa encrespada por la que caía la luz de los fluorescentes del techo, dibujando el lomo de una extraña bestia. La mujer me miró por encima de la montura de pasta de sus gafas. Había algo extraño en sus ojos que me inquietó.

De golpe, sin esperármelo, Eso salió fuera. Lo noté inundando mis extremidades, quemando mis venas con el fuego de su fuerza, helando mi cerebro con su animalismo tan radical.

—¿En serio creíste que te ibas a librar de mí?

No supe a qué se refería. Di un paso atrás, cerrando los puños, mientras la mujer daba un paso hacia mí. Los tejidos que recubrían su empeine sobresalían grasientos por el hueco que dejaba la boca del zapato. Los tacones repicaron sobre el deslucido suelo. Retrocedí un paso, sintiendo la proximidad de la pared sin llegar a verla, aunque me dio una intensa sensación de seguridad aun estando acorralado. El pesado cuerpo de mujer dio otro paso hacia mí mientras sus ojos se ponían en blanco y una demoníaca sonrisa se le dibujaba en el rostro.

Era otra de aquellas cosas.

Las luces del techo parpadearon. La claridad iba y venía a pesar de no ser aún la hora del almuerzo, pero la penumbra que las nubes derramaban dentro de la sala hacía que la visibilidad fuera baja. Había momentos en los que, durante el parpadeo, se hacía la más absoluta de las oscuridades en el rincón en el que me encontraba, al cabo de la cual, se había obrado algún cambio en el pesado cuerpo.

Primero, la pelusa del jersey se convirtió en un pelo duro y crespo, como el del cuerpo de una mosca. Luego, aparecieron patas de araña sobre la espalda de la mujer que teclearon sobre las baldosas como si bailasen claqué. Sus manos fueron sustituidas por pinzas. Finalmente, el rostro de estiró hasta formar algo parecido a una estrella de ocho puntas, como una vaina de anís estrellado, hasta era del mismo color y rugosidad.

La boca, horriblemente deformada, separó los gruesos labios para mostrar una boca llena de afilados dientes y cruzada por innumerables hilos de saliva.

—Eres un ingenuo, muchacho —comenzó, mientras las enormes patas de araña elevaban el pesado cuerpo del suelo y lo acercaban hasta mí. En ese momento, el tener la pared a mis espaldas ya no me pareció tan buena idea—. Hace falta algo más que lluvia y una buena caída para acabar conmigo.

Cerré los puños con fuerza. No tenía ni idea de cómo terminar con aquella cosa, pero todo tiene un punto débil, y tenía que encontrarlo antes de que acabase conmigo.

—Eres tú —dijo, haciendo parpadear los enormes ojos, ahora estirados hasta los límites mismos de la razón, en un remedo grotesco de un globo ocular humano—, pero no eres tú. Hay algo dentro de ti, algo salvaje e inhumano, como nosotros mismos, y El Maestro lo sabe. ¡Oh, sí! El Maestro lo sabe. Sabe muy bien que estás más cerca de Nos que de la humanidad que te rodea.

La cosa hizo chascar los quelíceros, triarticulados en pinza, recubiertos por una densa capa de pelo, pero mostrando una cobertura calcárea dura similar a la que podría verse en un escorpión o en un cangrejo, mientras inclinaba la grotesca forma de su cuerpo hacia mí. Un pútrido aroma me golpeó las papilas olfativas. Era como si un cementerio de algas y peces muertos se estuviera corrompiendo bajo todo aquel pelo de aspecto húmedo.


—La verdad es que me cogiste por sorpresa —confesó—. No me esperaba aquel movimiento, si bien es verdad que me había equivocado en la forma a adoptar. Tornar mi cuerpo en una montaña de lodo era mucho más discreto que adoptar cualquier otra forma más funcional, pero era la forma más discreta de acercarme a plena luz del día al salir de las alcantarillas.

Comprendí de inmediato que la mancha de lodo que se deslizó con lentitud por el callejón no era más que aquel ser escapando a simple vista tras haber fracasado en su intento.

—No obstante, erré en la forma, dado que no era la adecuada para una tormenta como la que estaba cayendo en aquel momento. Mi estructura se debilitaba más y más a cada momento que pasaba, y sé que te diste cuenta. No tardaste en modelarme como si estuviera en el torno del alfarero. Lamentablemente, era a un intento y la lluvia me pilló por sorpresa. El huésped ya estaba muy débil tras nuestro encuentro en el callejón. Ese golpe con el que le destrozaste el cráneo hizo mucha mella en aquel pobre diablo.

—Entonces, ¿ese tío no eras tú? Tu yo real, quiero decir —balbucí, aunque en un tono mucho más firme del que me esperaba. Una vez más, Eso hablaba por mi boca.

—¡Naturalmente que no! —estalló el espanto en tono molesto, mientras sus ojos me enfocaban furiosos. Estaban estirados de manera que se habían bifurcado para que se insertasen parcialmente en varias de las puntas de la cabeza. Por un momento, se me asemejaron a una huella de dinosaurio sobre un charco de agua sucia—. Al igual que en ciertas clases de insectos, necesito un huésped para parasitar. Me alimento de él en tanto que permanezca en el interior de su cuerpo, hasta que llegue el momento de abandonar la carcasa porque ya no queda nada de lo que alimentarme.

La piel de la mujer empezó a resquebrajarse a medida que iba hablando, y unas gotas de un fluido de color indescriptible rodaron por la tensa piel de sus mejillas hacia la bifurcada mandíbula. Recapacité sobre lo que me acababa de decir. Seguramente, este huésped tampoco fuera el adecuado para él, y la mujer, aunque fuera gruesa y con capas de grasa de las que obtener energías de reserva, probablemente estuviera muy gastada por la edad y las vicisitudes de su tránsito vital.


Seguramente tenía una oportunidad delante de mis ojos, pero aquella petulante criatura no se había percatado aún de que me la había puesto en bandeja.

—El que estuvo más cerca que ninguno fue, realmente, tu padre. Sigue siendo el joven intrépido y fuerte, aunque de buen corazón, al que conocimos en las arenas del desierto… Si llega a apretar el gatillo, probablemente, no estaríamos aquí hablando, y El Maestro ya habría enviado a otro emisario en su nombre para reclamar lo que es suyo.

—¿Pero qué es lo que quiere ese cabrón? —gruñí, con las mandíbulas apretadas, sintiendo cómo el vigor de Eso inundaba mi cuerpo. Si no saltaba él, el que iba a estallar como un globo era yo.

—Tienes que venir con Nos, y darnos lo que…

Con un sonido de tela al rasgarse, una brecha descendente cruzó el rostro de la cosa. La forma de estrella pareció quebrarse por la mitad, mostrando una amalgama de tejido muscular, huesos y algo oscuro que se agitaba inquieto como un gusano, todo ello envuelto en una especie de membrana blanquecina o amarillenta, no sabría decirlo con seguridad. Aquello pilló por sorpresa al monstruo, que interrumpió en seco su soliloquio mientras los deformes ojos dibujaban una expresión de sorpresa.

Estallé. Me adelanté a toda velocidad. Fue una de esas veces en las que el mundo se mueve a cámara lenta, donde todo va más lento que tú. Volvió a salir el boxeador, el que escondo hasta el último segundo. Volvió a salir el chico que se quedaba hasta altas horas de la madrugada viendo Pressing Boxeo en Telecinco y Superboxeo en Antena 3, imitando las técnicas de los profesionales en un intento por disipar sus miedos, siempre con el temor de lo que acechaba en las sombras. Volvió a salir el monstruo que guardo en mi interior, el que gana todas las batallas por muy duras que sean, el que no teme a morir, y que se ríe de la Parca en su misma cara mientras llena de ofrendas su altar de los sacrificios pensando que ha sido una buena manera de morir.


El puño izquierdo salió solo, de manera natural, dibujando un arco en paralelo al suelo que cortó el aire hasta impactar en el lado derecho de la cabeza de estrella. Sentí un tacto como a madera contra los nudillos un instante antes de escuchar el chasquido, similar al de partir una sandía fresca. Y, con igual efecto, la carcasa que contenía en su interior la cabeza de múltiples puntas se abrió, incapaz de contener por más tiempo la presión.

Ante mí apareció un cuerpo extraño, que mantuvo la forma de estrella por unos instantes antes de agitarse como tentáculos formados por millones de gusanos, mientras el líquido de color indescriptible salpicaba en todas direcciones. Una boca, que no era más que un orificio en la parte inferior del rostro, lanzó un agudo aullido similar al de una sirena de incendios mientras algo parecido a una vena, o un tubo de tejido blando de textura similar se prolongaba hacia fuera del cuerpo a modo de bocina.

De pronto, el grueso y peludo cuerpo contorsionó, como si le faltara el oxígeno. Las patas de araña se agitaron de manera nerviosa, y los artejos de las pinzas chascaron, cortando el aire a ciegas, buscando frenéticamente mi cabeza, mi cuerpo, o aquello a lo que le pudieran echar mano. A duras penas, a pesar de verlas venir como a cámara lenta, pude esquivarlas en un par de ocasiones, sintiendo un agudo pellizco en el cuello una vez, y una intensa dentellada en el vientre en otra ocasión.

Me alejé, como un viajero cambiando de plano astral, dejando hacer a Eso. Me vi gruñendo como un lobo, mostrando los dientes a la criatura, que no cesaba de agitar de manera espasmódica la cabeza que unas veces parecía ser un conjunto de tentáculos y en otras se alzaba como una columna de humo en una antorcha moribunda, mientras algo, creo que eran unos gusanos de color negro buscando algo invisible, una escalera de Jacob escondida en la penumbra que nos envolvía. Mis puños golpearon con rapidez cegadora la cabeza, el peludo cuerpo, las pinzas, hasta las arácnidas patas, que cedieron bajo el peso de mis impactos. Uno de los quelíceros se quebró, comenzando a supurar el extraño líquido de difícil definición. La bestia aullaba de dolor, con aquel agudo sonido que anunciaba un incendio de proporciones bíblicas.

La cosa retrocedió de manera penosa, al estar coja de varias de sus patas, una de ellas mostrando un muñón astillado, y otra con una prolongada grieta que zigzagueaba a lo largo de varias secciones de la extremidad, derramando el líquido por algunos de los agujeros que se habían formado al saltar en pedazos su superficie calcárea. La pinza que le había fracturado colgaba pesadamente a un lado del cuerpo, ahora inclinado por el peso y la falta de apoyo, mientras el espeso y duro vello se erizaba en mi dirección para formar una línea defensiva de picas que mis nudillos aplastaban con furia una y otra vez con cada puñetazo. Uno de los impactos logró que el ser se doblase por la mitad en lo que se podría haber considerado su cintura, mientras expulsaba un fuerte caño de la extraña materia por el canuto en el que se había prolongado el órgano bucal.

De improviso, las patas cedieron, y el monstruo cayó sobre el suelo formando un amasijo patético que oscilaba de un lado a otro. La boquilla de la que aún goteaba aquel fluido se contrajo formando vocablos.

—No podrás escapar… La festividad está cerca… Serás mío, y te haré sufrir lo indecible… Serás mío, y el premio también… Suplicarás la muerte como una bendición a tu sufrimiento, bastardo…

El cuerpo estalló como si estuviera relleno de explosivos. La tentacular forma de su cabeza ascendió hasta la rejilla del techo, hundiéndose entre las láminas con fluidez, como si estuviera hecha de humo. Las arácnidas patas, las pinzas, hasta el inquieto vello que le recubría el cuerpo, todo desapareció por la rejilla, dejando un cuerpo marchito y arrugado, de apariencia similar al de un muñeco al que hubieran vaciado por completo de su contenido. Tenía la mirada perdida, como si hubiera contemplado un horror para el que no hubiera palabras para describirlo. La mandíbula, desencajada, pendía lasa y había convertido la boca de la mujer en un orificio anormalmente grande por el que se podía contemplar con gran claridad el interior de la faringe, que se iba cubriendo con lentitud por una balsa de sangre.

Levanté la mirada. Me puse nervioso, temeroso de que alguien me descubriese junto al cadáver de la señora, pero Eso no se inmutó. Por el contrario, se acercó hasta el anaquel en el que había estado mirando instantes antes de que apareciera el huésped con el inquilino en su interior, extendió un brazo y tomó un ejemplar de El Halcón Maltés de Hammett que aún guardo en mi biblioteca particular. De un rápido movimiento le arrancó las pegatinas del lomo y tras esconderlo bajo mi camiseta, se fue por la puerta, sin prisas, en total calma, sin levantar la más mínima sospecha, como si un tío de casi cien kilos no llamara de alguna manera la atención. Pero así fue. Eso puede resultar de lo más sigiloso e invisible si así lo desea. Cuando salí a la calle y el viento helado del otoño me mordió la piel de la mejillas, noté que la criatura que anida en mi interior se replegaba hacia las profundidades de mi ser mientras reía y me decía que ahí tenía mi premio de consolación por ser un cobarde, que me sentara a leer y que no me tenía que preocupar por el fiambre y, añadió haciendo un juego de palabras, que nadie me iba a echar el muerto por la muerta.

Me quedé mirando durante un par de horas el volumen que descansaba sobre las sábanas de mi cama, como si hubiera robado una antigua reliquia, con mis pensamientos yendo del robo del libro a la muerte de una inocente que nada tenía que ver con todo el jodido asunto, pero que a los horrores que me perseguían les daba igual, ya que no era más que un daño colateral en la silenciosa guerra que librábamos ambos bandos desde hacía años, mirándonos cada uno desde su trinchera, al otro lado de la tierra de nadie.

Antes de salir, Eso detuvo mis pasos junto a una estantería en la que había pegado un cartel en el que se reproducía la carátula de la tapa del juego de sobremesa Misterio de Cefa Toys. Los monstruos clásicos rodeaban un letrero en el que se leía, en letras de un intenso color rojo sangre, la palabra Halloween, anunciándose la fecha y el horario en el que iba a tener lugar la celebración de aquella fiesta pagana importada del otro lado del charco y que la mayoría de los de mi generación conocíamos por unas películas protagonizadas por un tipo con una inexpresiva careta blanca de pelo castaño que se dedicaba a matar a todos los que se cruzaban en su camino con un enorme cuchillo de cocina.

Recordé lo que la criatura había dicho antes de desaparecer por el conducto del aire. La festividad está cerca. El fin está cerca. Todo iba a ocurrir ese día. El treinta y uno de octubre.

Halloween.

El tiempo corrió como caballos alejándose sobre una colina. El disco solar subía y bajaba al firmamento oculto siempre a la vista tras el telón de las grises nubes con las que se cubría el cielo. Hubo un momento en el que todo era gris, como un paseo por los silenciosos cementerios, allí donde las máquinas de escribir había muerto y su tableteo ya no era más que un quedo recuerdo. Los días grises, las noches de rojo fuego, en tanto que los días se convertían en una nueva equis sobre el papel del calendario, sin poder diferenciar unos de otros. Por aquel entonces ya había una pequeña colonia de latinos en el pueblo, mejicanos en su mayoría, los cuales gustaban celebrar el Día de los Muertos, el cual tendría lugar el dos de noviembre.

Iba a ser un otoño de lo más interesante. El 31 de octubre, Halloween; el día uno de noviembre se celebrarían Todos los Santos, y al día siguiente, el de los Muertos. No tardaríamos en ver calaveras de azúcar y pan de muerto por todas partes. De hecho, mi madre se llevaba muy bien con una vecina oriunda del país azteca, y solía obsequiarnos con esos dulces por aquellas fechas. Todo ello, con el fondo gris ceniza y rojo sangre de un cielo que presagiaba desgracia, y la espada de Damocles de tener cerca al enemigo y no poder verlo.


La celebración de Halloween despertó mi curiosidad. De hecho, empleé parte de mi maltrecho guardarropa (algunas prendas viejas que no pasaban de ser sino harapos) en crearme un disfraz. Pensé en arañar algunas monedas de la exigua y pobre paga que me daban mis padres (una paga minúscula que percibía mi madre en tanto le arreglaban la paga por incapacidad permanente a mi padre con la que poder dejar aquel trabajo de comercial de libros que generaba más gastos que beneficios) para poder comprarme una careta de monstruo en una mercería cercana a nuestra casa.

Todo ello, con un ojo puesto en las ventanas, escrutando los gastados adoquines de las calles, y los sucios edificios que nos rodeaban. No sé por dónde iba a aparecer la maldita cosa, pero sabía perfectamente que me estaba acechando, aguardando con gran paciencia su momento.

Una noche de cielo anaranjado en la que las nubes parecían estar incendiadas, un reflejo llamó mi atención fuera de la casa. Era en una esquina oscura en el ángulo que se formaba en el punto en que se unían los tres bloques colindantes para formar el callejón por el que se precipitó la cosa días antes, y por el que estuve a punto de precipitarme en un gesto plenamente voluntario, siempre con la intención en mi mente de dar fin a toda aquella locura que me venía persiguiendo desde que era un niño.

No sentí miedo. Una corriente eléctrica se deslizó bajo la piel de mi espalda, tal y como a un gato se le eriza el pelaje del lomo, pero no era Eso el que miraba afuera, en tanto la lluvia repicaba sobre los ladrillos y lo empapaba todo. No, esta vez era yo, el niño gordito y temeroso, el que no tenía más amigos que los otros dos parias del recreo con los que formó La Patrulla de los Mu Tontos, porque eso éramos según algunos: los Mu Tontos.

No era la bestia que guardo en mi interior la que cruzó mirada con los ojos que brillaban en el centro del resplandor, sino yo mismo.

Abrí la ventana y me asomé. Allí estaba, un bulto difuminado entra las tinieblas, del que resultaba casi imposible distinguir sus contornos, pero con unos ojos rojizos que brillaban como hogueras marcando la puerta del Infierno. Una boca monstruosa llena de afilados dientes se bosquejó en la penumbra, y un glugluteo que pretendía ser una risa cruzó el vacío.

—No te tengo miedo —le dije a los ojos, sin alzar mucho la voz, procurando que mis padres, que se encontraban en el cuarto de al lado, no se enteraran de que le hablaba a la lluvia.

El glugluteo aumentó sus decibelios.

—Lo tendrás —me prometió—. ¡Oh, sí! Lo tendrás, ya lo creo que lo tendrás. Y, cuando te encuentres ante la presencia de El Maestro, suplicarás la muerte.

Negué con la cabeza. Me sentía tan bien, sin miedo, tan libre, tan seguro de mí mismo que casi ni me lo podía creer. Yo nunca había sido así. Siempre había sido tímido, callado, reservado, e inseguro. La única manera en que me había llegado a sentir de esa manera es cuando me convierto en Eso.

Pero no era Eso en ese momento. En ese momento, era yo.

—Ya he estado en presencia de El Maestro, y no es para tanto, francamente.

Mi respuesta hizo que el ser demudara su expresión triunfal por otra de gran odio y profundo desprecio.

—Llorarás. Suplicarás. Morirás —prometió, escondiéndose en las sombras hasta desaparecer por completo.

Un rayo barrió el rincón en el que hasta hacía solo un instante brillaban los ojos de la cosa. Ya no había nada. Tan sólo los regueros de lágrimas que el agua dibujaba sobre los sucios ladrillos que conformaban los muros de los edificios colindantes.

CONTINUARÁ...

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