Esta
es una nueva majaronada que se me ha ocurrido pra Wattpad, pero
comprendo que no todo el mundo tiene la app, por lo que os lo comparto
por aquí también.
Espero que lo disfrutéis.
Un saludo.
HERBERT WEST: LOS AÑOS PERDIDOS
PARTE UNO: TIERRA DE NADIE
La noche había sido
cruel. Helada, tanto que era imposible conciliar el sueño, aún sin estar
de guardia, y no digamos ya los que estaban en los puestos de
vigilancia, o en los pozos de francotiradores. Esos se llevaban la peor
parte porque, además de vigilar que no se acercara el enemigo, tenían
que escuchar los gritos de los heridos que agonizaban lentamente entre
el fango, sufriendo dolores espantosos, mientras llamaban a gritos a sus
madres, o suplicaban a sus camaradas que les dieran una muerte rápida.
Le decían Pibs, pero su
apellido era Pibster, y hasta hacía tres meses no era más que un
golfillo de Bristol que se había unido a una banda que se ganaba la vida
de cualquiera manera con el pretexto de poner un plato de comida
caliente en las mesas de sus casa, pero que lo que en realidad querían,
las más de las veces, era vestir como esos ricachones de la City, el
faro del mundo moderno.
Su última estupidez
había sido robar un cargamento de pistolas destinadas a la policía y a
uno de los acuartelamientos de Su Majestad. Lo habían celebrado a base
de bien, bebiendo hasta desmayarse, fumando opio en algún tugurio
regentado por chinos hasta que no recordaban ni sus propios nombres, o
acostándose con alguna fulana que, con un poco de suerte, sólo les
pegaría la sífilis o la gonorrea. Al cabo de unas horas, lo mejorcito de
Scotland Yard se había plantado en la ciudad, echando abajo las puertas
y destrozando hogares, dando patadas y puñetazos a todo lo que se
moviera, hasta que les fueron cazando uno por uno.
Compareció ante el juez.
Tuvo suerte de hacerlo vivo. Algunos de sus compañeros de correrías
habían terminado con un tiro en la cabeza, o con el cuerpo cosido a
balazos. Tanto daba. Los bobbies no se lo pensaban mucho, y ellos
tampoco lo hubieran hecho en caso contrario. Por eso no lo reflexionó
demasiado cuando el juez le dio a elegir entre el frete o una cárcel del
Imperio. Sabía que, en el frente, tenía más oportunidades de volver con
vida que en un pozo negro en el que si no le ataban los irlandeses, lo
harán los pakistaníes, los gitanos o cualquier otro que no fuera
considerado como digno de lucir las barras de la Union Jack.
Un mes de instrucción,
un fusil, un petate, y una manta fue todo lo que le dieron antes de
embarcarle rumbo a Europa. Desembarcó en la costa francesa. Siempre
había creído que aquello sería más soleado, más hermoso, pero era peor
que los suburbios de Bristol. Los bombardeos lo habían reducido todo a
cenizas. Avanzaron en camiones hasta que el barro y la artillería se lo
impidió, e hicieron a pie el resto del viaje hasta la zanja.
Algunos de sus
compañeros se sorprendieron. La instrucción básica duraba unos seis
meses, más o menos, pero a ellos los habían despachado en unas cuatro
semanas. Luego, escuchó al teniente Stone murmurando que, ya que eran
criminales, se les enseñaba lo mínimo para ver si caían cuanto antes en
el frente.
¡La Corona y su puto Imperio de mierda...!
Y ahora estaba
escuchando los alaridos cada vez más débiles de Martin, un pimpollo
londinense que había abandonado sus estudios y se había alistado
voluntario para aquella mierda. Pasó a su lado durante la última carga a
bayoneta calada, de esas en las que los tenientes les ponían las
pistolas en la frente, y a correr o balazo en la cabeza, mientras que
ellos se quedaban a salvo en sus refugios dentro de la trinchera.
El combate había sido
encarnizado. El peor que había visto en su vida, y había visto muchos, y
crueles, pero no como aquel. En un momento, el barro se había
convertido en un enorme charco de sangre que se bebía a los hombres por
los tobillos. Cuando quiso darse cuenta, estaba pisando las vísceras de
alguien, pero siguió golpeando con su fusil, hundiéndole la bayoneta a
alguien en las tripas, hasta que las ametralladoras ladraron, y se
vieron obligados a retirarse. Martin iba a su lado; de hecho, iba a
alcanzar la trinchera antes que él cuando una de las ráfagas le alcanzó
de lleno. Pudo ver los proyectiles entrando por su espalda y hacer
explotar su pecho, y atravesar las piernas y los brazos. cayó hecho un
remolino, y quedó así, sobre el rojizo fango, dedicándole una mirada
desesperada mientras escupía sangre.
Quiso ayudarle, pero el
silbido de las balas le recordó que debía seguir vivo, por lo que se dio
la vuelta y no paró de correr hasta que no se vio en el fondo de la
trinchera, jadeando y aguantándose la deyección que amenazaba con salir a
escape de su cuerpo. rezó porque sólo fuera la diarrea propia del
miedo, y no disentería. Había visto a algunos muchachos franceses
sufrirla y defecar sangre hasta morir deshidratados.
El grito de Martin murió
de golpe. Suspiró. Supuso que la muerte se había apiadado de él. Trató
de recordar una oración, una de esas que le había enseñado su madre para
antes de dormir, pero no pudo. De pronto, escuchó unos rápidos
chapoteos sobre los fríos charcos, pero la niebla le impedía ver nada
con claridad. Instintivamente, amartilló el fusil y lo encaró, pendiente
a cualquier movimiento extraño.
De improviso, los pasos
se hicieron mucho más rápidos y numerosos. Inmediatamente, echó mano del
lanzabengalas y disparó una al aire. Tenía que alertar a todos los
puestos.
—¡Nos atacan! —aulló, disparando a ciegas.
Las siluetas de los
otros se hicieron brevemente visibles al pasar el proyectil
incandescente sobre ellos, dibujándolos entre los jirones de bruma. Pudo
distinguir los cascos terminados en una aterradora púa que
caracterizaban a los soldados alemanes. Volvió a apuntar, esta vez con
más cuidado, jurándose que ahora sí que se iba a llevar a uno de los
malditos boches, y a ver si tenía suerte y era uno de sus oficiales.
Uno de los soldados
cubrió la distancia que les separaba a una velocidad endiablada, con la
bayoneta calada, y se le echó encima. Apenas sí tuvo tiempo para
disparar y recargar en un par de ocasiones antes de que el brillo de la
hoja le hiriese los ojos. Llevaba una de esas caretas de cerdo que tan
bien les protegían contra los gases, no como las que les proporcionaban
en el ejército de Su Majestad, apenas bolas de algodón empapadas con sus
propios orines que no valían para nada.
Lo que no se esperó
fueron los ojos brillantes que le observaron inexpresivos al otro lado
de las lentes de la máscara, rojizos como la bengala que había lanzado y
que aún se sostenía en el aire. Eran los ojos de un muerto, y aquello
le hizo sentir un escalofrío y gritar de terror mientras desviaba con su
fusil la punta del arma del otro, y volvía a apretar el gatillo. La
deflagración iluminó el otro del combatiente, y pudo ver que el
proyectil le destrozaba el pecho, pero no cayó ni una sola gota de
sangre.
Nada.
Aullóde terror mientras
el germano le atravesaba la cabeza con la bayoneta,comprendiendo que el
hombre que tenía ante sí hacía mucho que había dejado devivir.
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Javier LOBO. Todos los derechos reservados.
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