HERBERT WEST: LOS AÑOS PERDIDOS
PARTE DOS: EL DEVÁN
Estaba sentado ante el ordenador, consultando unas páginas cuando escuché la
voz del doctor Berautegui llamándome. Me asomé a su despacho, y me dijo
que tenía que ir a la biblioteca a buscar lo que pudiera encontrar sobre los
efectos de la sepsis en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, así como
los diversos tratamientos con los que se pretendía innovar durante la Gran
Guerra en el tratamiento de las infecciones.
No me hizo demasiada gracia, pero me fui a la biblioteca, en donde pasé dos
horas tan sólo para consultar fichas, buscando palabras claves como
"sepsis", "trinchera", "medicina de combate", o
Guerra Mundial. luego tenía que buscar cada uno de los pesados y vetustos
volúmenes, algunos de ellos de principios de siglo, en los que se hablaba del
tema. No tardé en desanimarme, pues no hallé gran cosa al respecto. Imagino que
las potencias se guardarían la mayoría de secretos a ese respecto sólo para
desempolvarlos en la Segunda Guerra Mundial.
No tardé en pasarme al portátil, y bucear en internet en busca de los
contenidos que más me pudieran interesar. La cantidad de médicos que murieron durante
el conflicto resultaba aterradora, así como las fotografías de las operaciones
llevadas a cabo durante la contienda, con los enfermos aullando de dolor, con
los ojos desencajados, contemplado cómo sus cuerpos eran tratados con el mimo
de un matarife a la res, habitualmente sin cloroformo o éter con el que poder
paliar sus sufrimientos.
De pronto, en una de las web que visité, me topé con un dato curioso: no
había casi referencias a uno de los frentes más duros y crueles dentro de lo
que fue el Frente Occidental. Sí, había referencias a Verdún y al Somme, pero
sobre ése punto en concreto de la guerra de trincheras, hasta la propia
Historia parecía querer pasar de puntillas, como si los horrores de entonces no
hubieran muerto, sino que se limitaran a dormir en alguna parte, pudiendo
despertarse en cualquier momento y volver a desarrollar el caos y la desolación
a su paso.
Sin embargo, hubo un dato que me llamó poderosamente la atención: a pesar de
la neutralidad española durante el conflicto, hubo luchadores que cruzaron los
Pirineos y se enrolaron en el bando Aliado, especialmente en el ejército
francés, como fue el caso de Íker Andia, un vasco de Régil que estudió medicina
y practicante de herri klirolak, deportes rurales vascos, destacando
como aizkolari y jugador de pelota vasca, que sirvió en esa parte del
frente y que, casualidades de la vida, terminó sus días dando clases en esta
Universidad, hasta su fallecimiento por causas naturales en 1973.
Era un tiro a ciegas, pero no perdía nada por probarlo, así que busqué
cuanto pudiera encontrar físico de su paso por la Facultad en la biblioteca,
así como en los anuarios. Al parecer, refirió mucho los horrores vividos entre
el lodo y los gases en sus clases, y quedó muy traumatizado por aquellas
vivencias, pero según refería uno de sus alumnos, Ander Oñabarrena, profesaba
un profundo odio y una aversión sin límites hacia el término West. De hecho,
era incapaz de ver una película del oeste de aquellos años, y menos aún
cualquier cosa que le recordara a los Estados Unidos.
Encontré una foto suya en uno de los anuarios. Se encontraba de pie, rodeado
de no pocos alumnos, pues al parecer fue una persona muy querida en aquellos
años. Lo miré con atención. Destacaba por sí mismo. Era un gigante de
dimensiones increíbles, algo panzudo por el paso de los años y la vida más
sedentaria, pero con unos brazos y unos hombros que tensaban la tela de su
chaqueta hasta el punto de temer que se pudiera partir en cualquier momento.
Sonreía, pero sus ojos estaban enmarcados de una profunda tristeza. También
encontré a Ánder, también de pie junto a su mentor: un alfeñique de pelo dorado
y ondulado con cara de pillo que mostraba su dentadura en una amplia sonrisa.
Al parecer, aquel cuerpo huesudo era también un jugador muy destacado en pelota
vasca y cesta punta.
Busqué a Ánder Oñabarrena. Ya era un hombre muy mayor, pero seguía
ejerciendo. Le llamé por teléfono y concerté una cita. Se veía muy afable, y no
tardó en atenderme. A las pocas horas estaba en su casa, donde me sirvió café
con galletas, y vino con canela y miel, y me estuvo contando anécdotas de su
maestro, el cual parece que gozaba de una fortaleza extraordinaria aún en su
vejez.
Cuando le pregunté por su paso por la guerra, y mi interés en saber si se
había traído algunas anotaciones sobre la cirugía de combate y las infecciones
de las trincheras, su mirada se veló, pero no tuvo ningún inconveniente en
señalar con un dedo el techo de la estancia y decirme que tenía una caja con
apuntes de campo de mano del propio Andia en su desván.
Subí al altillo. En la vieja casona, era el espacio más angosto e
inaccesible. Un lugar oscuro, húmedo, con olor a moho y a vetusto, donde las
cajas se apilaban sin ningún orden desde el suelo hasta tocar el techo. Un rayo
iluminó las calles, anunciando tormenta. Rebusqué entre los cajones, algunos de
ellos ya podridos, con los documentos echados a perder. No obstante, en el
rincón más oscuro y recóndito de aquel espacio encontré una serie de cajones
que con los que me di cuenta, al instante, que no se habrían deteriorado. eran
unas grandes cajas de madera, que pesaban una barbaridad. No me considero un
hombre débil, pero quien las hubiera subido y colocado tal y como estaban debía
ser el titular de una fuerza verdaderamente titánica.
Le pregunté a Oñabarrenasi tenían llave, pero me dijo que no, que estaban
claveteadas, y me ofreció una palanqueta con la que hice presión hasta que
salté todas las puntillas. Dentro de cada una me encontré con otra caja, de
latón o o algún tipo de metal, ya deslucido por el paso del tiempo y la acción
de la humedad. Cada una de esas cajas de metal tenía una llave insertada en el
ojo de la cerradura, con lo que no me costó poder acceder a sus secretos.
Aparecieron ante mis ojos una serie de cuadernos, la mayoría encuadernados
en piel. También me encontré con un viejo álbum de fotos que no dudé en
curiosear. Reconocí casi de inmediato a Andia en una foto grupal, en la
que destacaba sobre todos los demás por sus facciones duras, las anchas
espaldas, la elevada estatura que le hacía destacar sobre los demás y el rizado
y oscuro cabello. los uniformes parecían pertenecer al ejército británico,
puede que al americano, pero no podía estar seguro sin investigarlo un poco.
Entre los miembros del grupo que completaban la estampa, había uno que me llamó
poderosamente la atención: era bajito, rubio, de apariencia impecable y
semblante inexpresivo en el que una inquietante mirada quedaba enmarcada en
unas lentes redondas que descansaban sobre el puente de su nariz.
Cogí los cuadernos al azar. Unos estaban en castellano, otros en euskera, y
el resto, la mayoría, en inglés, casi todos con el grabado "Field Notes"
en bajorrelieve sobre la cubierta. Me asomé a las escaleras. El anciano me
aguardaba al final de las mismas, mirando al infinito, casi como si temiera
alzar la vista al desván. Le pedí permiso para llevarme los cuadernos para mi
investigación, a lo que accedió al momento, para mi sorpresa, con la condición
de no revelar ninguno de los hechos que allí se narraban, y que, una vez
terminara con mi estudio, reintegrara todos los documentos a su sitio, y los
dejara seguir agonizando en su lento y polvoriento sueño en el tiempo.
Sin entenderle mucho, accedí a sus peticiones, más por el interés en saber
sobre aquellos métodos pioneros en la medicina de combate que sobre qué oscuros
secretos ocultaban aquellos papeles.
Lo cargué todo en mi coche, temiendo que el viejo Ford Fiesta no pudiese
soportar tanto peso, perol no me decepcionó, y me lo llevé todo a casa, donde
empecé a estudiar todos y cada uno de los documentos. Si bien al principio
soslayé buena parte de su contenido, pues me interesaba más todo lo
relacionados con sepsis, patógenos, morbilidades y cirugías de combate (que, en
algunos casos, habría que tildar de verdaderas carnicerías), pronto me vi
obligado a regresar sobre mis pasos y volver a repasarlo todo, al encontrarme
de cara con unos sucedos de tal oscuridad que el simple hecho de imaginármelos
ya me causan escalofríos en este mismo momento.
Así fue como conocí la locura de un monstruo llamado Herbert West.
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Javier LOBO. Todos los derechos reservados.
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