EL CLUB DE LOS PRIMEROS BASTARDOS: HALLOWEEN (1)

 Hola de nuevo. Aquí os traigo un nuevo capítulo de esta serie de relatos que he titulado #ElClubDeLosPrimerosBastardos, pero esta vez, y dada la proximidad de Halloween, La Noche del Diablo y Todos los Santos, voy a dar un salto temporal dentro de la serie y os voy a presentar un relato un poco más largo que, debido a su extensión, lo publicaré en varios posts distintos.

He aquí el primero. Espero que lo disfrutéis.


HALLOWEEN

 

Haunted Mansion Music & Ambience

 

Se acerca Halloween. Apenas sí quedan unos días para llegar a esa festividad importada desde los Estados Unidos (nosotros, tan laicistas y socialistas, consumiendo productos del más capitalista de los países del mundo) que, desde hace tan sólo unos pocos años, celebramos con la misma ansiedad de quien lleva haciéndolo desde hace generaciones.

Los niños corretean por las calles envueltos en sábanas y disfraces baratos, con máscaras compradas en las tiendas de los chinos, donde todo es más barato, pero no necesariamente mejor.

Veo cómo cae la noche lentamente. Creo que debo ser el único ser humano consciente de los horrores que albergan las sombras. Miro atrás en el tiempo. Poco más de treinta y cinco años perseguido, acorralado, enfrentado y luchando contra monstruos que ni siquiera la más febril y enfermiza de las mentes sería capaz de soslayar en la peor de sus pesadillas.

Cierro los ojos y casi puedo escuchar a los lobos aullando en la niebla, el sonido de sus pezuñas al remover la hojarasca en una macabra persecución que solo podía tener un final posible, la visión de la sangre empapando sus hocicos y cayendo en babeantes y viscosos goterones desde el límite que marcaban sus afilados colmillos.


La primera vez que lo vi fue en Mairena del Aljarafe, en Sevilla. Lo habíamos perdido todo. No teníamos, como quien dice, ni para comer. Unos familiares nos dieron algo de dinero con lo que poder pagar un humilde alquiler, y una vez en semana venían de visita y nos traían una caja llena de alimentos que íbamos racionando entre todos a fin de que nos durasen lo suficiente hasta la siguiente caja.

Otoño de 1994. La crisis económica había golpeado muy fuerte al país, y con suma crueldad. Aún andábamos ebrios con el bum de las olimpiadas en Barcelona y con la Expo en Sevilla, y no vimos la que se nos veía encima. Mi padre fue uno de tantos, y lo perdió todo a pesar de sus esfuerzos por reflotar la empresa. Yo sólo fui un daño colateral más en una batalla contra un enemigo invisible pero aterradoramente poderoso llamado Don Dinero.

Dejé de estudiar y comencé a buscar trabajo. Por cierto, lo que se ve en las películas de que te haces un currículum y te sale un trabajo a la nada es una puta mentira. Cuando no tienes experiencia las empresas no te quieren. Así de simple. Así que mi vida se convirtió en un peregrinar de un lado a otro mendigando un puesto en el que poder desempeñas una labor, por miserable que fuera, con tal de tener unas pocas monedas con las que poder aportar algo a la maltrecha economía familiar.

Finalmente, mi padre encontró trabajo como comercial para un grupo editorial, y lo pusieron a hacer puerta fría, lo que nos llevó de un lado a otro de la provincia, incluso a pueblos que no salían ni en los mapas. Nunca hizo una venta, pero lo intentó con todas sus fuerzas, sufriendo en silencio la depresión de verse sin nada a los cincuenta y cinco años de edad, y teniendo que reincorporarse a un mercado laboral que no se parecía en nada al que él conoció cuando comenzó a trabajar.

La empresa contrató a varias chicas para que hicieran funciones de telefonista, concertando citas a las que acudirían los comerciales para una venta preconfirmada, o para hacer una nueva y, a ser posible, por un importe superior al de la ya acordada con la operadora. En una de esas, lo enviaron a un piso medio derruido en el que, tras subir por una escalera que suponía un verdadero reto hasta para aquellos que hayan ascendido al Everest, terminamos llamando a una puerta combada y muy sucia. El descansillo olía a vómitos y orines, y el suelo estaba cubierto por detritos, papeles hediondos, y basuras por entre las que correteaban a sus anchas las cucharachas.

Escuchamos unos pasos tras la mohosa lámina de madera, unos pies que se arrastraban con gran pesadez por lo que prometía ser un suelo tan sucio y pútrido como en el que nos encontrábamos mi padre y yo. Mi padre estiró el cuello sin perder de vista la entrada al inmueble mientras se arreglaba inútilmente el nudo de la corbata, que ya lo lucía perfecto, como siempre, dado que era un hombre muy esmerado con su cuidado e higiene personal.

La puerta se abrió con gran pesadez, chirriando en un prolongado lamento que no parecía tener final. Al otro lado, enmarcado en las sombras que envolvían el umbral, se encontraba un hombre de pelo cano y sucia barba de días que lucía con gran descuido y que nos miró como aquel que mira un excremento en mitad de la carretera.

Escuché los nudillos de mi padre chirriando mientras su enorme puño se cerraba con fuerza. Nunca fue un hombre de acción; por el contrario, solía desplegar un carácter afable y más bien campechano, aunque sí que es verdad que solía ser un gruñón en privado, pero eso era algo que luego compensaba con un gran corazón. La verdad es que ver a aquel hombre de casi cien kilos preparar una de sus armas naturales me impactó muchísimo, sobre todo porque sabía muy bien el asco que le tenía a cualquier forma de violencia.

Se presentó. Que venía de parte de una editorial con la que había concertado una cita para ese día. Que si yo era su hijo, que le acompañaba para que no me pasara todo el día desocupado en la casa, a ver si hacía carrera de mí, y toda aquella monserga. El otro, por su parte, parecía que estaba ante un par de selenitas que le estuvieran hablando en una extraña lengua que no era capaz de comprender. Sus ojos de pupilas dilatadas se concentraron en nosotros, o lo intentaron, sin conseguirlo, mientras boqueaba como un pez fuera del agua, creando una balsa de saliva espumosa que se iba acumulando en las comisuras de sus labios hasta formar una repugnantes aglomeraciones similares a unos granos de arroz. Salvo por unos calzoncillos anteriores a la Guerra Civil que lucía para tapar lo evidente, se encontraba completamente desnudo. Se cubría los hombros y la cabeza con una manta muy raída que ya había perdido casi todo su color original. Me fijé en que caminaba descalzo sobre unos gruesos pies que hubieran sido la envidia de cualquier suela de bota militar por su grosor, de piel cetrina y cubiertos por una capa de vello hirsuto y de apariencia dura. De los dedos salían unas uñas amarillentas y algo retorcidas, de aspecto descuidado, rotas algunas de ellas, con unas puntas astilladas que se antojaban verdaderas armas letales a la hora de propinar una patada baja a los huevos de cualquiera que le molestase.

Se hizo a un lado y nos hizo pasar. El aire en el interior de la vivienda estaba tremendamente viciado, y cada inspiración resultaba trabajosa y dejaba un regusto algo repugnante que, sin embargo, tenía algo de adictivo. No habló una sola palabra en todo el trayecto hasta la sala de estar, con un aspecto más propio de una casa de los años cincuenta que de los noventa del siglo veinte. Incluso me llamó la atención una lámpara de mesa con una tulipa en piel de la que colgaban unos flojos flecos. Extendí una mano para tocarla, pero mi padre me hizo un gesto y me quedé quieto.

Evidentemente, allí había algo que le hacía desconfiar, pero no sabía qué era. Yo estaba tranquilo hasta cierto punto, dado que Eso no se había despertado aún en mí, pero no era la primera vez que me fallaba en una situación de riesgo. Muchas veces, aquello que se oculta dentro de mí parece dormitar, o disfrutar, que tanto da, viéndome pasarlo mal y palidecer de miedo antes de emerger desde las profundidades en las que mora y pasar a tomar el control de todo, generalmente de una manera que no le termina de gustar a nadie, ni siquiera a mí, por mucho que me termine salvando el culo.

El hombre de aspecto sucio nos hizo una seña con la cabeza para que tomásemos asiento. Curiosamente, a pesar del polvo y la suciedad que reinaban en el resto de la casa, aquella estancia parecía estar sospechosamente limpia e impoluta. Es más, el sofá emitió un agradable aroma cuando nos sentamos sobre sus mullidos cojines. Mi padre le sacó el muestrario de la editorial, comenzando a hablarle sobre las bondades de todos y cada uno de los productos de cada una de las líneas que trabajaba la empresa. El otro no hacía más que balancearse suavemente sobre un sillón de orejas como si lo hiciera sobre una mecedora. Al cabo de un rato, una voz pastosa surgió de lo más profundo de su garganta.

—¿Cuánto? —preguntó.

Mi padre se quedó estupefacto, sin saber a ciencia cierta a qué se refería. Yo me limitaba a mirar al desperdicio humano sin pensar en nada más.

—¿Cuánto por todo? —insistió.

Mi padre sacó un trozo de papel y un bolígrafo cromado y comenzó a hacerle los cálculos del pedido. Le preguntaba por alguna que otra obra en concreto, yendo de atrás adelante en el catálogo, y me di cuenta de que lo estaba haciendo a propósito, para saber si el otro le estaba tomando el pelo o no. Para nuestra sorpresa, el corpulento cuerpo que se ocultaba bajo la raída manta no sólo parecía haber escuchado con atención cuanto mi progenitor le había estado contando, sino que, además, parecía tener un conocimiento enciclopédico de algunas de las obras en cuestión.


—Sí, ése es el Discursi sopra la prima deca de Tito Livio, Maquiavelo. Lo que no mucha gente sabe es que la parada que hizo para componer De Principatibus con el fin de que Lorenzo de Medicis lo sacara de su arresto no fue para componer esta obra y hacerle la pelota al noble, sino porque consideró que era un tema tan complejo que no se debía desarrollar en los Discursos, sino en una obra aparte. Muchos la han estudiado hasta el hartazgo, hasta convertirla en un manual para el perfecto político, como le ha pasado al mal bicho de Henry Kissinger…

Eso pareció calmar un poco a mi padre, que continuó con sus cálculos, hasta que finalizó el pedido con la mágica cifra de setecientas mil pesetas de las de entonces, en pleno año de crisis, además. Fue a hablarle de las condiciones de pago, facilidades que le ofrecía la editorial… pero no pudo. Con gestos vacilantes, se levantó con torpeza y se dirigió sobre aquellos pies gruesos como neumáticos hasta una cómoda, abrió uno de los cajones corredizos y extrajo un grueso fajo de azules, billetes de diez mil que fue colocando sobre la mesa de café que nos separaba hasta hacer un pequeño montón de setenta billetes que unió con una gomilla elástica.

—Ya me traes los libros cuando a ti te dé la real gana —dijo con voz pastosa, mientras las babas le burbujeaban en las comisuras de los labios—. ¡Ahora piráos de mi casa! ¡Ya! —ladró.

Nos incorporamos intercambiando miradas sin saber muy bien qué era lo que le pasaba a aquel tipo, pero coincidimos en silencio que lo mejor era dejarlo a solas con su locura. No obstante, antes de que pudiéramos salir de aquella ratonera, sucedieron dos cosas que me pusieron en alerta. La primera fue que el bulto decrépito y vacilante que se ocultaba bajo una manta en pleno mes de agosto se movió a toda velocidad, más de la que cabría suponer en alguien así, que parecía ser incapaz de mantenerse en pie por sí mismo sin asistencia, logrando interceptarnos en la misma puerta de la sala de estar.

La segunda fue un extraño escalofrío que me mordió la nuca y me hizo ponerme en guardia de inmediato.


Hay escalofríos y escalofríos. Pero hay unos muy especiales, que pareces tener un perro del Infierno mordisqueándote la nuca con fiereza, tratando de llegar cuanto antes a la médula. Cuando eso pasa, casi puedes escuchar el chirrido del hueso al rallar con sus colmillos tus vértebras.

Esos son los peores porque son los que vaticinan que hay algo que no puedes ver a simple vista, pero que está ahí, acechándote, listo para saltarte al cuello como una fiera en cualquier momento.

Acercó el hediondo rostro al de mi padre, que dio un paso atrás al tiempo que su puño se cerraba de nuevo, adquiriendo el aspecto de una bola de demolición.

—Antes de irte, quiero que me des algo —gruñó, con los ojillos brillantes.

Mi padre comenzó a decirle que no tenía dinero, pero que no le cogería ni una sola peseta del fajo que había puesto sobre la mesa. No tenía miedo por lo que pudiera pasarle a él, sino a mí. Lo que él nunca supo era la bestia que se ocultaba en mi interior.

No obstante, el otro meneó suavemente el rostro bocalicón en un signo negativo. Se hizo un silencio tangible que dividió la habitación como si fuera una muralla.

—Lo que te llevaste de las arenas del desierto —soltó, de repente.

Fue a dar un paso al frente pero mi padre le recibió dándole un fuerte golpe en el pecho que le tiró hacia detrás, estrellándolo contra el aparador del que había sacado el dinero. Se escuchó un crujido, y parte del mueble se vino abajo, pero el otro aguantó en pie.

—Sigues siendo tan fuerte como cuando eras muchacho, cuando pisaste la arena ardiente del desierto, pero no eres más listo que entonces —murmuró.

Fue a incorporarse pero mi padre le recibió colocándole una pistola en la peluda papada que le detuvo. Con voz firme y fría, mi padre le advirtió que le volaría la tapa de los sesos si se movía. Aquello no pareció pararle, y el tipo seguía incorporándose con torpeza hasta que mi padre le advirtió que, antes de que pudiera hacernos nada, le iba a meter fuego y nunca lo recuperarían.


Aquella advertencia pareció parar en seco al hombre, que se congestionó como un levantador de pesas en pleno esfuerzo. Un sinfín de venas se le marcaron bajo la piel del rostro, que adquirió un intenso color rojizo mientras comenzaba a bufar.

—No te atreverás —dijo el comprador, en tono amenazante.

Me dijo que cogiera las cosas y saliera a escape de allí. Me agaché y recogí todo lo que había caído de manos de mi padre, empezando por el grueso fajo de billetes de diez mil que iba a suponer nuestro pan para vete tú a saber cuánto tiempo. Salimos al rellano y bajamos las escaleras a toda velocidad. Para cuando salimos a la calle, nuestra carrera se había vuelto tan alocada que no nos dimos ni cuenta de cómo nos habíamos subido al viejo Seat Panda de la familia. Mi padre arrancó, dejando atrás el extraño piso y a su inquietante inquilino.

Me preguntó si estaba bien, si me había hecho daño, y a todo le respondí con palabras tranquilizadoras. Interiormente, no dejaba de darle vueltas a la extraña y gélida sensación que se había apoderado de mí en el piso, sobre todo porque ya tenía la bola de hielo en el estómago que era el preludio de la inminente salida de Eso.

No sabía qué era, pero no era nada bueno. Habitualmente, es la sensación que me asalta cuando hay alguna presencia extraña, lo que otros llamarían fantasmas, pero hay cosas que nuestro discernimiento no puede clasificar y a las que ni de coña podemos considerar fantasmas.

No, allí había algo más. Algo que había despertado a Eso, y Eso quería su saldo en sangre, como siempre.

Durante todo el camino de vuelta traté de sonsacarle a mi padre a qué se refería el extraño comprador con lo de las arenas del desierto, pero no hubo manera. Se cerró en banda como él sólo sabía hacer, castúo de pura cepa, extremeño tozudo hasta sus últimas consecuencias. Terminamos en la oficina, donde mi padre se sometió al terrible dilema moral de qué hacía con el dinero. Finalmente, la respuesta llegó por sí sola, pues en los documentos del contrato de las no había puesta ni una letra.

Aquel día, oficialmente, no se había producido venta alguna, así que aquel fajo de billetes que llevábamos con nosotros no iba a figurar en ninguna parte más que en nuestra propia economía doméstica. Ya en casa, nos reunimos con mi madre y mi padre se echó la culpa de todo lo sucedido, explicándole que aquel tipo tan mal encarado muy probablemente era un narcotraficante, o un prestamista, o algún tipo de alimaña de las que pululan y abundan por el submundo del hampa, y que no teníamos que tener miedo de que pudieran venir a por nosotros porque no nos había seguido, ni sabía en qué coche veníamos, y demás.

Aquella noche no pude dormir. Mientras mis padres repartían el dinero en según qué gastos para alargarlo lo más posible, a mí me devoraban las pesadillas hasta el punto de no poder dormir. Vi a la araña una vez más. La cueva donde horrores sin nombre reptaban. La voz de Don Carlos mientras se consumía entre llamas. Los ojillos rojos que me miraban desde las tinieblas. Y el cazador que me acechaba en el agua, bajo la superficie de una pútrida laguna.

De nuevo las referencias al desierto. De nuevo, una persona inquietante que nos acorralaba, y todo siempre en referencia al pasado de mi padre. Algo se encendió en mi cabeza. Hasta entonces no lo había visto claro. El desierto. La arena ardiente. Algo de lo que se suponía que tenía que tener conocimiento y, sin embargo, no sabía qué era.


Hasta entonces.

Mi padre me había hablado muchísimas veces sobre su servicio militar en África y de sus anécdotas. Pero jamás se me había ocurrido unir unos hechos que me venían persiguiendo con paciencia y tenacidad de depredador desde que tenía ocho años, y que creía haber dejado atrás hacía no mucho y, sin embargo, entonces, con dieciocho años recién cumplidos, me habían vuelto a encontrar.

El desierto parecía ser una referencia a las experiencias de mi padre durante su servicio militar en Ceuta, donde había una unidad de Ingenieros y Comunicaciones, la cual se encontraba arrestada porque, al parecer, habían perdido la bandera durante la contienda civil. A no mucha distancia, se encontraba un cuartel de la Legión, el Tercio Duque de Alba, Segundo Tercio de la Legión, según me pude informar más tarde. Una vez, no tendría más de seis o siete años, le pregunté a mi padre si había participado en alguna guerra. Cosas de niños, ya se sabe, pero él se puso muy tenso y me dio una serie de respuestas esquivas. Con posterioridad, me hizo referencias a un lugar llamado Ifni, pero tampoco supe a qué se refería.

Pero había una cuestión que me intranquilizaba y era que, si aquel tipo estaba relacionado con el Maestro, ¿por qué Eso no se había activado hasta tan tarde? Siempre me avisaba de cuando se aproximaba un peligro, pero esta vez me había dejado en la boca del lobo, abandonado a mi suerte.

No, aquello no era normal. Tenía que haber algo más de fondo.

Al día siguiente nos levantamos con normalidad. Esta vez mi padre se fue solo a trabajar, mientras yo me quedaba en el piso de alquiler en el que vivíamos, ayudando a mi madre en lo poco que había que hacer, pero no tardando en aburrirme, dado que las tareas se acabaron al poco rato.

Sólo tenía tres libros para leer: Rebeldes, de Susan E. Hinton; Noche de viernes, de Jordi Sierra i Fabra; y No pidas sardinas fuera de temporada, de Andreu Martín y Jaume Rivera. No eran libros muy largos, y se podían leer con mucha comodidad de un tirón, y ya me los había leído varias veces, por lo que preferí dar un paseo por el pueblo en busca de alguna diversión que me distrajera.

Más que pueblo, tal y como los solemos contemplar, era una ciudad dormitorio. Aún existe allí un edificio al que llaman La Torreta, que se eleva once plantas hacia el cielo gris, porque allí todos los días son grises, y que se enreda como una maraña con un sinfín de pisos repartidos de la A a la Ñ en los intestinos de sus entrañas, albergando a toda clase de personas.

Buscaba una librería, una biblioteca, un algo en el que poder pasar el tiempo sin gastar dinero, pero no había nada de eso. Un par de kioscos con el Marca y el As, y los diarios del día, pero nada que me alimentase. Junto a La Torreta había un kiosco que no había visto, algo más grande que los demás en el que se podían ver las muestras de las últimas colecciones de libros y compilaciones enciclopédicas de las grandes editoriales.

Al acercarme, me di cuenta de que, justo al lado, se abría la pared del bloque y se hundía en la tierra por medio de unas escaleras de cemento con un pasador de tubo que se me antojaron interminables y que no tardé ni un milisegundo en asociar con la escena de El Exorcista en la que Karras se suicida arrojándose por la ventana y rodando escaleras abajo.


Un extraño escalofrío me mordió la nuca. Me di la vuelta. Esta vez, la bola de hielo se formó al instante en mi vientre. Me giré de inmediato, sintiendo cómo Eso salía de mi interior y tomaba control de la situación de manera fluida, natural.

Lo vi al otro lado de la calle. Sentado plácidamente en la parada del autobús, con la mirada fija en mí, vestido de manera pobre y sucia, pero en la que se podían adivinar que aquellas ropas habían conocido mejores tiempos y que, casi con toda seguridad, en su momento tuvieron que ser muy caras.

Fui a cruzar la calle, pero el otro sonrió de manera bobalicona, con sus dilatadas pupilas fijas en mí. En ese momento llegó el autobús, interponiéndose entre ambos. Me detuve en seco, mordiéndome el labio inferior en un gesto de nerviosismo que ya es una característica en mí, más por la ansiedad de querer hacer algo inmediatamente que por el simple hecho de estar más o menos nervioso.

Al cabo de unos instantes, el vehículo arrancó, y pude ver que no quedaba nadie en la parada. Aborté mis intenciones de cruzar la calle, cambiándolas por la posibilidad de hacer un sprint en pos del autobús, como un perro persiguiendo el coche de su amo, hasta la siguiente parada para ver si lo trincaba allí o no.

—No es necesario que corras, chico —dijo una voz a mis espaldas—. Ya estoy aquí.

Me di la vuelta casi de un salto. El individuo estaba allí, sentado cómodamente en el primer peldaño de la larga escalera de cemento. En sus sucias manos sostenía un cartón de vino blanco del que bebía a morro, dejando una espuma babosa y espesa en el gollete verde.

—Bueno, parece que sí que os he encontrado, ¿no es así? —continuó tras tragar el trago de bebida espirituosa—. Considerad el dinero que os llevasteis una medalla de consolación. El premio gordo lo seguís teniendo con vosotros… por ahora.

—¿Qué es lo que buscas? —le pregunté, sin rodeos, mientras me acercaba a él con pasos lentos.

Reía en un tono agudo que me recordaba al glugluteo de un pavo mientras Eso le escaneaba como si fuera un Terminator. Manos gruesas y ásperas de dedos fuertes, con las uñas muy sucias. Piernas más bien enclenques. Ropa sucia y, en algunas partes, tiesa por la cantidad de mugre acumulada, despidiendo un olor nauseabundo. No, no tendría muchas dificultades.

—Quiero lo que tenéis —insistió.

—¿Qué tenemos?

—El desierto… estaba allí… El Maestro lo quiere… Hace mucho que lo anhela, y lo quiere ya… —Me mostró sus dientes sucios y llenos de burbujas en una sonrisa de lobo. Una lengua blanquecina y llena de lo que se me antojaron como hongos se agitó en su boca.


—Si os lo doy, ¿El Maestro me dejará en paz?

El otro se levantó de manera dificultosa, aferrándose a las irregularidades que el cemento proyectado había dibujado sobre la pared que tenía a sus espaldas. Pude ver el temblor de sus piernas que a duras penas le mantenían en pie.

—Sí. ¡Oh, sí! —canturreó—. ¡Lo hará! Te garantizo que lo hará.…

Miré un par de veces a mi alrededor. Parecía como si el mundo no pasara por ese lugar, como si fuéramos invisibles al resto de las personas. Las escaleras se encontraban como a tres metros del frontal en el que se encontraban los comerciales de aquel edificio y la penumbra la envolvía en un manto de oscuridad que ofrecía una perfecta discreción para los planes de aquella cosa.

Y, ahora, también para los míos.

—Pues dale mi respuesta.

Di un paso al frente y le propiné un fuerte empujón con el que lo proyecté como a tres metros por delante de mí, quedando suspendido en el aire durante unos instantes que se me antojaron interminables. La sonrisa se mantuvo fijada a su boca hasta que su cuerpo comenzó a descender, cruzando el vacío con la misma gracia y elegancia que un pedrusco.

Aterrizó de espaldas. Pude escuchar el crujido de los huesos rebotando por las paredes desnudas y sucias que creaban una sima en un mundo paralelo, en la que nos ocultábamos de la realidad que nos rodeaba y donde podíamos matarnos a gusto, donde los monstruos se mostraban tal y como eran, y yo podía acabar con ellos sin miedo a que me señalaran de loco y me encerraran en un manicomio.

Luego rebotó varias veces sobre los peldaños. Pude ver las extremidades que se retorcían, adquiriendo formas imposibles en el aire a medida que los huesos se iban fracturando. La absurda sonrisa se convirtió en una expresión de dolor infinito en el que una boca trataba de emitir un alarido de dolor que nunca llegaba a salir de los pulmones. Incluso la cabeza pareció convertirse en una pesada pelota dentro de una bolsa que una mano agitaba de manera alocada sobre sus hombros. Incluso hubo un momento en el que el cuello se retorció sobre sí mismo, como un trapo.


Por fin, la monstruosa caída acabó. El cuerpo estaba retorcido en una postura del todo imposible para un cuerpo humano normal. Un charco de algún líquido se estaba formando bajo lo que antes era el torso, ahora una forma llena de bultos alucinantes. El rostro quedaba oculto a la vista, pero se podía adivinar por la forma en la que se había el cuerpo sobre el suelo de cemento, que el cuello había dado una vuelta completa sobre su eje en los hombros, dejando a la vista las tiras de piel enredada sobre sí misma.

Miré de manera desapasionada la cosa que yacía al fondo de las escaleras. Eso no suele sentir mucho, la verdad. Si lo sacamos del ámbito de su mundo de agresividad y violencia extrema, no siente absolutamente nada. Y eso es lo que vivo cuando toma el control de las cosas. Sopesé durante unos instantes si bajar para comprobar que estaba del todo muerto o no, pues no era la primera vez que creía vencer al mal y resultaba que se levantaba de sus cenizas para volver y acabar lo que habían comenzado.

Me di la vuelta para volver a integrarme en esa marea en la que tenía que vivir, esa corriente llena de peces en la que no me identificaba con ninguno. Una existencia que no me gustaba y que odiaba con todas mis fuerzas. Casi me resultaba terapéutico el saber que, tarde o temprano, el Horror volvería a intentar acabar conmigo y que, en una de esas, lo conseguiría.

Durante un instante, la perspectiva de la muerte me pareció casi liberadora.

Alguien chistó a mis espaldas. Un escalofrío de miedo me sacudió, pensando en que me habían descubierto y me iban a acusar de homicidio.

Ojalá hubiera sido eso.

—¿Adónde te crees que vas, niñato?

Me giré de inmediato. No había nadie en la escalera, salvo un marco de luz grisácea al fondo del cañón que se formaba entre los dos edificios. Supe de inmediato de dónde procedía la voz, así que me acerqué con pasos vacilantes hasta el límite del abismo que marcaba el primer peldaño de cemento.

Allí estaba. Retorcido como una idea infernal, emitiendo sangre y pus, y otros líquidos de repugnante apariencia por cada una de las heridas que se había hecho a lo largo de la interminable caída por las escaleras. El glugluteo surgió de nuevo de aquel cuerpo hecho añicos cuando, de repente, se agitó, y la cabeza volvió a aparecer en su sitio, con los vidriosos ojos de enormes pupilas mirándome fijamente.

Sacudiéndose como si fuera recorrido por monstruosas descargas eléctricas, el retorcido cuerpo se fue recomponiendo poco a poco hasta adoptar una postura más o menos lógica en la que empezó a arrastrarse en un movimiento a medio camino entre el de una serpiente y un gusano, deslizándose sobre el cemento como si fuera un mar de carne informe, ondulando sobre los primeros peldaños antes de trepar sobre la pared con la misma habilidad de una araña, mientras la floja cabeza ondulaba sobre el vacío con la mirada fija en mí. Aquellos ojos de enormes pupilas mostraban un fuego infernal que se alimentaba de la locura y el odio más extremos.


—¿Pero dónde te crees que vas, chico? —cloqueaba mientras se deslizaba como si fuera una mancha sanguinolenta sobre la pared del edificio—. Esto no ha hecho más que empezar, sucio niñato de los cojones —espetó, llenando el aire con perdigones de su hedionda saliva.

Eso tomó el control, como siempre. O, más bien, no lo soltó. En mi mente podía escuchar su voz rugiendo como el león en un incendio en mitad de la sabana, mientras pronunciaba mi nombre entre acusaciones de cobarde e inútil. En esos momentos, todo me parecer como si fuera ajeno a mí, y puedo sentarme a observar el mundo, o todos los universos paralelos que nos rodean y que confluyen en un mismo punto en determinadas situaciones, como es ese momento. La gente seguía caminando como si tal cosa. Veía ir y venir coches, furgonetas de reparto y autobuses como si tal cosa. Alguien tiró algo al callejón, que rebotó con ecos metálicos a lo largo de la sima que ascendía hacia el gris cielo.

No, el mundo tal y como lo conocéis me ignoraba. Bueno, más bien, nos estaba ignorando a ambos. Y yo era testigo de todo, sentado cómodamente en mi butaca dentro de aquella sala privada y privilegiada de cine en la que me encuentro cada vez que Eso se hace con las riendas de mi vida.

La cosa surcó el aire, arrojándose con la consistencia de una manta húmeda en mi dirección, con las manos por delante, cortando el espacio con aquellas uñas sucias y ennegrecidas que, de pronto, habían crecido hasta convertirse en afiladas garras curvas con las que buscaba mi garganta. Estuve a muy poco de que me cercenase el cuello con aquellas cuchillas, pero lo logré. O Eso lo logró, tanto daba. Escuché el rugido brotar de mi boca, haciendo vibrar mi garganta, mientras lanzaba golpes curvos con ambos puños. Fue como golpear el agua. Lo absorbía todo, no le hacía daño a nada. No tardé en estar rodeado por sus extremidades, debatiéndome como si fuera la presa de un pulpo. El ser colocó su cabeza a la altura de la mía, y su boca de grandes y sucios dientes me sonrió

—¡Pero mira qué tenemos aquí! —se burló—. ¡Ni más ni menos que al bastardo original! ¡El que escapó del nido de la araña! ¡El que la incendió como si fuera una tea! ¡El destructor del Llamador! ¡El vencedor del Caimán! ¡El único ser viviente capaz de burlar a la Muerte y al Maestro una y otra vez! —Acercó su rostro al mío. Pude ver con claridad meridiana las afiladas rebabas de sus incisivos—. Pues creo que ya se te acabó la suerte, chico. Aunque en una cosa me equivoco.

—¿En cuál? —gruñí, forcejeando para liberarme. Noté cómo se me empapaba la camisa en sudor, y el pulso palpitante de mis venas amenazando con desgarrarme la piel de un momento a otro.

—No eres el único superviviente.

De pronto, unos rostros infantiles de quienes había considerado y llamado mis amigos se dibujaron en mi mente. La cosa, no obstante, negó con pesadez, meneando la cabeza sobre el fláccido girón de piel en que se había convertido su cuello tras la caída.

—No, ellos no. Eso sería hablar de —comenzó a gluglutear una risa siniestra— el Club de los Primeros Bastardos. Y él no es del club.

Sé que se me dibujó una expresión de extrañeza en el rostro a pesar de no poder verlo. Incluso dejé de forcejear, y me di cuenta que la cosa tampoco lo hacía. Tan sólo se limitaba a envolverme antebrazos y tibiales sin hacer mayores esfuerzos.

—¿Quién es? —me atreví a preguntarle.

La afilada sonrisa de su rostro siniestro rostro de calabaza de Halloween se hizo aún más amplia.

—Ya lo sabes.

Entonces pasó. Eso se puede llegar a mover a una velocidad que verdaderamente se puede considerar como diabólica. El ser no se dio cuenta hasta que ya fue demasiado tarde para él. Tengo una curiosa habilidad física: puedo abrir la boca hasta que adquiere dimensiones verdaderamente descomunales. No es por presumir, es algo absolutamente verídico. Casi parezco un cocodrilo saltando sobre la presa al borde del agua. También tengo una lengua inusualmente larga que procuro no sacar a pasear por el asco que puede llegar a producir a determinadas personas, si bien es verdad que me ha granjeado algunas noches memorables gracias al sexo oral que proporciona, pero eso es ya otra historia que no viene a cuento.


Con la mandíbula tan desencajada que casi pude escuchar los maxilares crujir, lancé el cuello hacia adelante, cerrando los batientes en un rápido mordisco que resonó con un seco chasquido. Cuando quiso darse cuenta, la cosa tenía la nariz, los labios y un buen trozo de pómulo atrapados entre mis dientes.

Los ojos se le desencajaron aún más, mientras de sus labios pinzados brotaba un alarido de dolor y espanto que me recordaron a una sirena de fábrica que me produjo no pocas pesadillas en mi infancia. Agitó el cuello, perro estaba tan blando y tan carente de consistencia que no fue capaz de desengancharse de mi mordisco.

Fue entonces cuando sentí que los lazos de sus extremidades se aflojaban sobre mi cuerpo, lo que me permitió zafarme con rapidez. Mis manos acudieron en apoyo de mi mordida, atrapando la cabeza con fuerza. Noté la consistencia de los huesos, lo que me hizo suponer que, si le daba con todas mis fuerzas, podría hacerle algo de daño hasta que se me ocurriera cómo acabar con él.

La piel se desgarró bajo mis caninos. Noté un fluido viscoso y maloliente que se filtraba en mi boca, llenándola, y que presupuse que se trataba de la sangre de la criatura escapando por las heridas que le había causado al morder. Girones de su carne quedaron prendidos entre mis dientes mientras se zafaba con lentitud y desesperación de mi presa.

—¡Fasssstaardoooo! —aullaba, mientras dejaba trozos de sí en su desesperado intento de fuga—. ¡Afabaré fonfigo, hijjjjofefuba!

Apreté las manos contra su cabeza con todas mis fuerzas, sintiendo los huesos de su cráneo deformarse bajo mis dedos. Supe que no iba a tardar mucho en reventarle la cabeza, y aquel sentimiento me dio fuerzas extra para seguir estrujándolo.

Escuché un chasquido. Los ojos de la criatura, unida a mí por girones de carne y sanguinolenta piel, se dilataron aún más mientras sus extremidades se agitaban a mi alrededor, tratando de empujarme y alejarme de él, sin más resultado que el de que se le salieron algunos huesos, astillados como ramas secas, a través de los tejidos, en lo que se me antojó como un macabro remedo de la crucifixión.

Un nuevo chasquido, y las facciones se deformaron bajo mis dedos. Uno de los ojos saltó fuera de la cuenca, hinchado como un globo de feria, pero sin llegar a caerse del todo de su alojamiento, mientras el otro se hundía hacia el interior, como succionado por un remolino. Se formaron algunas protuberancias de piel y pelo en los espacios que quedaban entre mis dedos a medida que los huesos de la caja craneal iban cediendo a la brutal presión a la que los estaba sometiendo.

Una de las garras apareció sobre mi brazo izquierdo y hundió sus afiladas uñas en mi carne, haciéndome sangre. Aullaba mientras trataba de desligarse de mi mordida, con la mano libre azotándome como un látigo de seda, apenas haciéndome daño, pero lo que en realidad era causarme un molesto picor que no hacía sino enfurecerme aún más, haciendo que mis manos apisonasen aún con más fuerza su cabeza, que ya parecía un monstruoso globo informe a punto de explotar entre mis dedos. La visión de la sangre brotando por las heridas que las cuchillas de sus dedos habían causado en mi piel no fue sino otro elemento más para aumentar mi furia.

Bueno, el furor de Eso, en realidad.

Algo pasa en mí cuando dejo salir a Eso. Los que me han visto dicen que cambio y que mi cuerpo se transforma. Que soy yo, pero sin serlo. Hay quien me ha descrito de una manera casi cómica al afirmar que, prácticamente, duplico mi tamaño muscular y que incluso me vuelvo algunos centímetros más alto, como si yo fuera una versión más ridícula de Hulk.

Pues algo así sucedió cuando noté que mi brazo ensanchada de golpe, y hasta fui capaz de sentir cómo salían las sucias uñas de las heridas que me habían causado en la parte superior del brazo, que ahora lucía un bíceps enorme y recorrido por una vasta y palpitante vena de color verdoso.

A Eso le dio la risa; yo flipé en colores y en estéreo por ver algo que he anhelado durante toda mi vida en mí mismo y que no he sido capaz de conseguir por mucho que he entrenado a lo largo de estos años.

Es mi maldición, y el don de Eso: es salvaje, explosivo, casi invulnerable, y de una fiera seguridad que no puedo por menos envidiar.


El brazo izquierdo, a pesar de sus heridas, preparó el puño y descargó un crochet sobre la ya blanda cabeza de la criatura. Llevaba tal inercia el puñetazo que terminé con los nudillos estrellados contra la pared, estampando la cabeza del monstruo contra el bulboso cemento que cubría la pared hasta donde alcanzaba la mirada. El ojo que ya se le había salido terminó de saltar de la cuenca, y el que se había hundido en el cráneo se le saltó fuera como si fuera el proyectil de una escopeta de feria. Al mismo tiempo, un horrísono crujido brotó desde las profundidades de su cuerpo, mientras saltaron varios caños de aquel fluido espeso y oscuro con el que había llenado mi boca durante el largo mordisco con el que le había inmovilizado durante unos instantes.

El elástico y deforme cuerpo se aflojó, deslizándose completamente laso, como una toga de seda envolviendo mi cuerpo, hasta caer arrugado a mis pies, donde quedó completamente inmóvil. Jadeando, me alejé de aquello unos pasos, manteniendo en alto los puños en una guardia temblorosa, fatigado por mi lucha contra la criatura. Era una inmensa mancha carnosa que se extendía a lo largo de varias baldosas de cemento sucio, con la boca desencajada, similar al hocico de un coyote, con los ojos colgando fuera de sus cuencas, mientras un charco de la oscura materia brotaba con lentitud por los orificios propios del rostro.

Me acerqué muy despacio hacia donde se encontraba disperso, fundido como si fuera el queso de una pizza. Cuando no estaba a más de un paso de su cabeza, le propiné un fuerte puntapié en la mandíbula, que se arrugó como si careciera de maxilar. Suspiré, aliviado. Estaba en ese momento en que retomaba mi yo y Eso regresaba a la jaula de la que le había dejado salir. Incluso me di la vuelta, buscando la salida del callejón, de ese apartado lugar en ninguna parte, comunicando dos planos existenciales invisibles el uno para el otro.

Me acerqué a lo que parecía ser una pared de aire color turquesa que separaba la dimensión en la que me encontraba de aquella a la que quería ir. Extendí una mano con la intención de tocar la barrera cuando un extraño glugluteo a  mis espaldas reclamó mi atención. Me giré a toda velocidad a tiempo para ver la fláccida cabeza agitarse como si estuviera sacudida por un acceso de tos. Los ojos se reintegraron poco a poco a su sitio, y los huesos parecían volver a juntarse, adquiriendo una apariencia mucho más natural.

—No te podrás escapar —me prometió la cosa, mientras su cuerpo se acortaba entre escalofriantes crujidos con los que se iba volviendo a recomponer poco a poco—. No podrás dormir. Tomaré lo que he venido a buscar, y se lo llevaré al Maestro. Y tú —Y alzó un dedo retorcido que se recompuso al ritmo de unos escalofriantes chasquidos con el que me señaló—. ¡Sí, tú! Serás pasto del Oscuro. ¡Oh, sí! Formarás parte de su interminable digestión, junto con el resto de condenados, carroña y despojos que fueron servidos como alimentos a la gran bestia —Y el glugluteo volvió a brotar por entre sus agrietados labios en forma de una risa seca e intermitente como una tos.

Unas gotas se precipitaron del gris cielo, salpicándome en la frente y sobre el puente de la nariz. El fuego volvió a circular por mis venas, mientras la bola de hielo me mordía las entrañas. Eso salió de mis oscuras profundidades a tal velocidad que no pude hacer nada por impedirlo. Tomó el control sobre mí, y se arrojó como una fiera sobre la masa amorfa y deshecha a la que había quedado reducido el ser. Antes de que pudiera llegar a donde se encontraba, la criatura pareció volver a derretirse, convirtiéndose en una enorme masa de apariencia líquida y algo viscosa que se deslizó a gran velocidad a lo largo de la escalera, peldaño a peldaño, hasta precipitarse como un torrente de agua sucia por el husillo del desagüe, perdiéndose en las oscuridades de la cloaca antes de que yo hubiera podido recorrer siquiera la mitad de los escalones que nos separaban.


El cielo rugió. Un rayo zigzagueó por entre las glotonas nubes que se extendían como un manto sobre mi cabeza mientras comenzaban a precipitarse los aguijones de agua helada que se clavaban en mi piel. El manto de aire azul turquesa que separaba el callejón de la vía principal pareció disolverse. Estaba furioso. Ya no se trataba de que la parte de mí a la que llamo Eso estuviera fuera de control, sino que yo mismo era quien se estaba dejando arrastrar por mi propia ira.

Sin saber cómo, corrí hacia el piso en el que vivíamos. Mejor dicho, en el que malvivíamos. Era un octavo, diminuto, en el que no había de nada, pero en el que mi padre podía sentirse un poquito mejor tras haberse convertido en una de las víctimas de la crisis del 94, ya que mi madre no tardaba más de media hora en hacer sus tareas y ya tenía el resto del día para estar sentada sin hacer nada si así lo deseaba, cosa que mataba a mi madre porque su principal hobbie de toda la vida ha sido la limpieza. Mi padre dedicaba su tiempo libre a no pensar, ya que arrastraba en silencio una depresión por no haber podido salvar su empresa y la vida que nos estaba dando, sintiéndose un profundo fracasado, hasta el punto de albergar pensamientos suicidas.

Ahora pintaba; o, mejor dicho, había vuelto a retomar su vieja afición por pintar. Le valía cualquier cosa, pero se inspiraba habitualmente en fotografías que le gustasen, y estas las tomaba, por lo general, de las portadas de los jeroglíficos y crucigramas que se compraba y resolvía con voracidad, y que constituían su segundo gran pasatiempo. Y así lo encontré, sentado a horcajadas sobre la enclenque silla de madera de la esquina del salón, con el caballete desplegado y un lienzo sobre el que iba deslizando con cierta delicadeza sus pinceles, con la peluda punta impregnada en óleos de distintos colores y que unía para crear bellas composiciones. En una ocasión, alguien en la tienda a la que llevaba a enmarcar sus obras se fijó en una de ellas, ofreciéndole seis mil euros por algo tan sencillo como el retrato de un viejo lobo de mar, con el sombrero de hule y la cara cubierta por una frondosa barba albina, mientras asomaba una humeante pipa de barro por la comisura de su boca, invisible bajo el denso mostacho. No recuerdo qué era lo que estaba pintando en ese momento, pero recuerdo llegar como una exhalación y, casi sin aliento tras subir a toda velocidad todos los tramos de escaleras que componían las ocho plantas de edificio, hasta irrumpir en el piso.

Le hice en cero coma cero un interrogatorio sobre lo que sucedió en el piso de lo que parecía ser un hombre y ahora había descubierto que era una nueva creación maldita del monstruoso señor de las sombras al que llamaban Maestro. Le pregunté acerca de la referencia al desierto, y todas las tonterías que se me ocurrieron sobre la marcha, pero no me respondió. Siguió concentrado en sus pinturas sin decir una palabra.

Enfurecido, me di la vuelta, observando la puerta abierta de su dormitorio. Sobre una mesita de noche, de manera cuidadosa y pulcramente ordenada, descansaban todos los complementos que usaba a diario. La pitillera metálica. El mechero. La cartera con su documentación. Un pañuelo de hilo con sus iniciales bordadas. El reloj de pulsera. El monedero de cuero, ya ajado por el uso de años. Y la pistola.

Yo sabía perfectamente que, cuando se la puso al otro en la garganta, mi padre se estaba jugando un farol muy peligroso. No era de verdad, sino una detonadora, de las que percutían sobre un anillo de fulminantes, agrupados en formaciones de ocho o de doce, dependiendo del modelo, pero ese modelo era mucho más antiguo. Estaba hecha en hierro colado, y se alimentaba por la parte del martillo percutor mediante un cargador rectangular que albergaba seis cápsulas similares a las balas de verdad, pero mucho más pequeñas y chatas. Las cachas originales habían desaparecido, pero las recuerdo de un plástico marrón oscuro que se fue agrietando hasta que se cayó a pedazos. Mi padre, que no era habilidoso para nada (ironía) las reemplazó por unas que fabricó en pasta de madera, y que decoró con un alfiler a semejanza del entramado original que mostraban las cachas ya desaparecidas. Pero, en general, era una muy buena réplica de una Star CK en calibre 6’35 milímetros, o de una Astra Firecat del calibre 25, salvo por el hecho de que no tenía palancas o aletas de seguro por ninguna parte.

Si al otro le hubiera dado igual el tacto del metal en la garganta, si hubiera tirado adelante sin importarle las consecuencias, o si, simplemente, se hubiera percatado del detalle de la ausencia de elementos exteriores que le delatasen que se trataba de una réplica y no de una pistola de verdad, y mi padre se habría visto obligado a forcejear con él hasta que uno de los dos se hubiera impuesto al otro.

Salí a la escalera y me fui a la azotea. Llovía, pero no me importaba. Adopté la posición de flexiones sobre las resbaladizas baldosas y comencé a subir y bajar el torso hasta que me ardieron los brazos. Me detenía. Descansaba durante unos segundos, al cabo de los cuales, comenzaba de nuevo con mi movimiento de pistón. Y así durante un buen rato. Luego improvisé unas dominadas con agarre neutro aprovechándome de unos soportes para tendederos que había en uno de los laterales, mientras la lluvia no cesaba de empaparme y de aguijonearme la piel.

Todavía no podía permitirme el lujo de poder pagarme un gimnasio, y aquello era mejor que no tener nada. Al menos, podía desahogarme y sacar fuera de mí toda la frustración y el dolor que tenía acumulados tras la avalancha de recientes sucesos que se habían adueñado de mi vida, sumergiéndome en una espiral de miedos e inseguridades que no podía controlar.

Cuando me harté de hacer ejercicio, me puse de rodillas sobre la azotea mojada, resollando como un buey para recuperar el aliento. El agua me golpeaba la cara y hasta me dificultaba la respiración, pero no me importaba. Imaginaba que era purificado, que me limpiaba de todos mis pecados, fueran los que fuesen, y que todo volvería a ser tal y como era antes, con la única preocupación de que el horror no me encontrara.

Pero me había encontrado.

  CONTINUARÁ...

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