Hola a todos de nuevo. Os presento el siguiente relato de los que componen la serie de "El Club de los Primeros Bastardos". Se trata de "El solar", el cual apareció publicado en el número 4 de la revista Círculo de Lovecraft. Se trata de un relato parcialmente autobiográfico inspirado en algunos sucesos de mi infancia.
Espero que lo disfrutéis, y que paséis un aterrador y escalofriante verano.
GRAHAM PLOWMAN-Dim Carcosa: Orchestral Horror Music Inspired by the Cthulhu Mythos
EL SOLAR
Siempre me había dado miedo ese solar. Era una inmensa explanada sin edificar, recubierta por una maleza seca, retorcida y enrevesada que creaba un enorme montículo en su centro; a su alrededor, separados a unos cuantos cientos de metros, unos edificios de viviendas lo rodeaban como si se tratara de un cierre perimetral que el urbanismo de la ciudad hubiera dispuesto intentando encerrar algo que nunca debiera escapar de su interior.
Tenía ocho años cuando todo ocurrió. Era un muchacho tímido y rollizo al que le aterraba el mundo que le rodeaba. Tenía dos amigos, Javi y Félix, cada uno a su manera: Félix era el número uno en todo, no sólo porque tuviera capacidad para ello, sino porque su padre estaba metido en la APA de aquellos entonces, y organizaba fiestas y partidos de futbito para el colegio de curas; Javi, por su parte, también era un chaval inteligente y bien parecido, que luego fue el gallo en el gallinero cuando, ya durante su adolescencia, su padre lo preparase para competir en algún certamen de culturismo.
Yo sólo era el gordito de la clase.
Volvíamos tras las clases de la mañana, paseando junto al solar para almorzar antes de regresar para las de la tarde. El grupo se fragmentaba a la altura del domicilio de Félix, en un suntuoso bloque de viviendas en plena Avenida de la Cruz Roja. Cada uno nos volvíamos a nuestras casas desde allí, Javi al Mamelón, y yo al piso de mis padres junto a la piscina cubierta municipal. Como siempre me fijé en los tonos anaranjados de la maleza seca, las sombras que se extendían más allá de la luz del mediodía en la maraña vegetal, y en cómo la inmensa giba que se dibujaba en el centro de la explanada parecía cobrar vida de manera siniestra.
—¡Eh, a ver quién es capaz de acercarse más sin cagarse de miedo! —propuso Javi, señalando el inquietante monte para mi desdicha.
Sentí un escalofrío que reptó por mi espalda como una serpiente de hielo.
—Me voy a ensuciar la ropa —argüí—, y mi madre se va a enfadar conmigo.
Los dos se rieron de mi miedo.
—¡Eres el más grande de los tres! —apuntó Félix, con la cara llena de pecas y una sonrisa burlona en los labios, mientras señalaba mis robustas carnes con un golpe del mentón—. ¿Cómo un tío tan grande puede tener tanto miedo?
Sentí que me encolerizaba.
—¡No tengo miedo! —repliqué, no sin cierto enfado.
—Pues atrévete —desafió Félix, sin dejar de sonreírme.
Tragué saliva. Ya había dado el paso. Ahora no podía volverme atrás, so pena de ser el más cagón de mi grupito de amigos, así que di una primera zancada, apenas un leve movimiento de mi tobillo con el que logré depositar el pie sobre la reseca vegetación, que crujió tétricamente bajo la suela de mi zapato.
—¿Eso es todo? —se burló Javi.
Di un segundo paso. Y otro. Y otro más. Aquello estaba chupado. Me relajé enseguida, así que empecé a andar de manera relajada hacia el promontorio, pero mi valor se fue diluyendo a medida que me iba acercando. No sé qué tamaño tendría pero, a mis ocho años de entonces, me pareció tan inmenso como el Everest.
De pronto algo me detuvo; era una inquietante sensación que me taladraba desde un muro de invisibilidad que no me permitía verla. Tenía la terrible impresión de que, oculto en la oscuridad de aquella maleza pajiza y reseca, había algo observándome, un mal que me aguardaba para hacerse conmigo y acabar con mi vida.
Algo chocó contra mi espalda, haciendo que me tambalease y que casi perdiera el equilibrio. Di un respingo y un agudo gritito se escapó por entre mis labios. A mi lado, las figuras de Félix y Javi se materializaron como salidas de la nada.
—¡Anda que no tienes miedo! —se burlaron.
Me volví furioso, con la respiración entrecortada y el corazón tratando de escapar de mi fofo pecho. Tenían las caras rojas y las lágrimas saltadas en los ojos. Hasta a mí se me contagiaron sus risas a pesar de mi enfado.
Algo chascó a mi lado, oculto bajo la hierba seca, corriendo a toda velocidad, tratando de alejarse de nosotros. A los pocos instantes, un chillido agudo y prolongado cargado de angustia llenó el aire.
—¿Qué… qué ha sido eso? —balbuceé.
Javi y Félix miraron la espesura con intriga; finalmente, con un timbre de voz un poco maduro para hacerse el interesante, el primero dijo:
—Será una rata.
—¿Y por qué ha chillado? —pegunté yo, sin comprender nada, con el miedo en el cuerpo.
Los dos se miraron con una sonrisa afilada en el rostro. Antes de que dijera nada, supe que había llegado el momento de asustar un poquito más al gordo del bote.
—Será el monstruo que se esconde en la hierba —dijo Félix—. ¿No lo sabías?
Negué con la cabeza. Félix afiló aún más su sonrisa, casi relamiéndose como un gato a punto de abatirse sobre un gorrión indefenso.
—Pues debes de ser el único en toda la ciudad que no lo conoce. Es un monstruo, nadie sabe cómo es, pero lo que sí se sabe con seguridad es que vive ahí —Y señaló con un dedo el montículo en mitad de la explanada—. Nadie se acerca aquí. No tanto —añadió en tono lúgubre.
—Ni siquiera la policía —secundó Javi, en tono fantasmagórico.
Félix se rio.
—Sí, ni siquiera la policía —continuó—. Por lo que he escuchado, se ha estado alimentando desde hace años a base de mendigos que dormían por aquí. Por eso no se ve a ninguno por esta parte de la ciudad.
—Todos desparecen —apuntó el otro.
—Nadie ha vivido para contarlo —concluyó Félix, con una siniestra expresión en su pecoso rostro.
Tomé aire. Todo el que pude. Estaba carcomido por los escalofríos, y trataba de mantener la compostura en mi rostro, que estaba convencido que mostraba una profunda expresión de pánico.
—Mentira —dije con voz temblorosa.
Javi dio un paso al frente.
—¿Ah, sí? —se burló—. Pues a ver si te atreves a llegar a la entrada de la cueva —Y volvió a señalar el promontorio.
—¿La entrada de la cueva? —pregunté, con la voz tomada por el miedo.
—Debajo de la montaña —continuó—. Hay un boquete con un camino que lleva a la gruta del monstruo. O eso dicen. Hay alguien que dijo una vez que un vagabundo bajó a pasar la noche y nunca salió.
—Sólo se escucharon sus gritos —dijo Félix, haciendo los coros del otro.
—Mentira —insistí, con voz temblorosa.
Los dos dieron un paso a la vez, acorralándome en mitad de aquel descampado. Era incapaz de dejar de temblar, y sentía que mi vejiga estaba a punto de estallar.
—Muy bien —dije, tiritando de pavor—. Lo haré. Entraré en la cueva.
Los dos rieron divertidos; hasta me aplaudieron, complacidos por mi estupidez, disfrutando de mi miedo.
Me di la vuelta. Curiosamente, la hierba estaba aplastada ante mí, formando una especie de camino serpenteante que se iba acercando poco a poco hasta aquel bulto que se elevaba en mitad del solar.
Según me iba acercando, se incrementaba mi sensación de intranquilidad. No tardé demasiado en empezar a temblar incontroladamente. Sentí, incluso, las primeras gotas de orina amenazando con manchar la bragueta de mi pantalón si lograban escaparse por mi esfínter.
En efecto, al final del camino, había un desnivel que terminaba en una boca o entrada a una gruta. Al principio se adivinaban unas paredes de tierra o barro seco, como si una gigantesca criatura hubiera horadado el suelo para poder acomodar lo que parecía ser un enorme cuerpo que se ocultaba en alguna parte bajo la montaña de secos jaramagos que se alzaba ante mí. A los pocos metros, la gruta se oscurecía por completo y no dejaba ver nada a los pocos metros de entrar.
—¡Venga! —me chilló Félix, a varios pasos por detrás de mí—. ¡Entra, valiente!
Temblando, avancé un poco más. Un hedor infecto manó de las entrañas de la cueva, como un aliento repugnante nacido desde lo más profundo de una bestia a la que no podía ver. De nuevo, la hierba crujió, como si algo se arrastrase. Primero muy despacio, de manera furtiva, antes de hacerlo más rápido al cabo de unos instantes. Escuché algo que pareció un chasquido, y unas cuantas estalactitas de polvo cayeron al suelo desde el techo de la entrada. Algo brilló al fondo, en la oscuridad. Me parecieron dos ojos enormes, grandes como pelotas de baloncesto, y un extraño traqueteo repicó en el manto de tinieblas que cubría el fondo de aquel espacio.
Gritando, me di la vuelta y salí corriendo, mientras mis dos amigos se retorcían de risa en el suelo, con las lágrimas saltadas en los ojos, y señalándome con un dedo de reprobación y burla.
—¡Menudo cagón!
—¡Con lo grande que es, y el miedo que tiene!
Y más risas.
Sin embargo, yo no podía apartar la vista de la boca oscura que se internaba en la tierra como una garganta demoníaca. El hedor no paraba de manar, como si hubiera al fondo del todo algo que se pudría muy lentamente, en una digestión interminable y agónica. Y, al fondo, brillando con malicia y odio en lo más profundo de las tinieblas, lo que fuera me miraba como si fuera un filete dispuesto ante un comensal hambriento.
Reculé a cuatro patas, alejándome cuanto pude del umbral, sin sentir las púas que se me clavaban en las palmas de las manos, o ver cómo me ensuciaba de tierra y maleza reseca, llegando a desgarrarme la tela del pantalón sobre mi culo, lo que provocó aún más hilaridad en mis amigos.
Sí, lo sé. Siempre he sido muy malo eligiendo amistades.
Les escuché hablar, decirme cosas, seguramente burlándose un poco más de mí, pero no les hice caso. Me levanté como pude, me di la vuelta y salí corriendo como un loco y no paré hasta que llegué a mi casa, sucio y sudoroso, sin resuello por el esfuerzo de desplazar mis ochenta kilos a toda velocidad por las calles, sin ni siquiera mirar antes de cruzar de una hacer a otra para alejarme de aquel espanto.
Naturalmente, a ver qué le explicaba a mi madre, que lo resolvió todo con una regañina por hacer apuestas estúpidas con mis amigos.
A media tarde mi hermano me avisó que Félix me llamaba.
—¿Qué? ¿Se te ha pasado ya el susto? —fue lo primero que me soltó apenas me puse al teléfono, cacareándome su desprecio y su burla desde el otro lado de la línea.
—¡Vete a la mierda! —le espeté.
—¡Niño! —saltó mi madre, que me había escuchado desde la cocina. Siempre tuvo un oído que hubiera sido la envidia de cualquier quiróptero.
—¿Te vas a hacer el valiente conmigo? ¿Ahora, después de lo del descampado? —Sus carcajadas casi me dejan sordo—. Bueno, mira una cosa: como somos amigos, te voy a hacer un regalo —Cerré los ojos, pudiendo ver su sonrisa maliciosa, cargada de burla, preparándose para volver a escarnecerme por el mero gusto de hacerlo—. Mi hermano Jesús es un mago, y un mago de los poderosos, además.
Me reí de él.
—¡Venga ya!
—No te burles, cobarde —me reprochó—, o te garantizo que lo que vamos a hacer esta noche, en vez de hacerlo para protegernos del monstruo, lo vamos a hacer para que se te lleve a ti.
Sabía muy bien que era una persona muy supersticiosa y temerosa… del terror; en aquella época, era incapaz de sentarme a ver una peli de miedo —y eso que estamos hablando de la década de los ochenta, una era muy anterior a los milagros digitales actuales— y, si lo hacía, me ponía a temblar y a llorar patéticamente.
—¿Qué quieres? —pregunté, aún sabiendo que no debía.
—En el descampado, al caer la noche. No te retrases —Y colgó.
Y allí que fui, necio estúpido y obediente que, en su afán por hacer amigos y no estar solo y apartado, hacía lo que fuera, incluyendo ir a un lugar que me causaba más escalofríos de los que podía contar, hacia una experiencia que, seguramente, terminara conmigo desmayado y muerto de miedo.
A medida que me acercaba al lugar, las luces de las farolas disminuían a cada paso que daba, como si evitaran por todos los medios estar en ese lugar más allá del crepúsculo, esquivando una presencia maligna que era capaz de terminar hasta con la luz más radiante y pura.
Fue fácil saber dónde se encontraban: un torrente luminoso de color ámbar iluminaba la noche como un faro del Infierno guiando a las almas errantes hasta su perdición. Tres cuerpos rodeaban la candela, mientras la madera no cesaba de crepitar y consumirse lamida por las llamas: eran Félix, su hermano mayor Jesús, y Javi.
Jesús ya estaba en el instituto. Era un tipo alto y espigado, con cara de zorro y que lo sacaba todo a base de matrículas. También era muy aficionado al esoterismo y a lo oculto. Una de las veces que fui a su casa a jugar, nos enseñó un tablero ouija. En aquel entonces no había tenido aún ninguna experiencia con esa magia, así que, en ese momento, no pasé más miedo que el de saber que servía para comunicarse con los muertos. Cuando lo viví en primera persona, conocí una nueva cara del terror, pero esa es otra historia.
—Buenas noches —me saludó Jesús, con una expresión siniestra en el rostro que las sombras de las llamas no ayudaban a disminuir.
—Hola —balbuceé.
—Bueno, ¿listo para la magia? —palmoteó contento Félix, ansioso por empezar.
—Em… claro.
—Pues demos inicio al ritual —dijo Javi, tendiéndole a Jesús un pliego de tela.
El oficiante de sacerdote oscuro desplegó el bulto, y pude ver que se trataba de una casulla de cura; luego, se tapó la cabeza con una capucha, se inclinó sobre el fuego y trasteó algo que había en el suelo junto a sus pies. Cuando se levantó, sus manos estaban sucias de hollín, que se frotó contra la piel de la cara hasta que la convirtió en un oscuro espejo en el que sólo se veían el intenso blanco de las escleróticas y el filo de color rosado de los labios.
—Empecemos —anunció.
Comenzó a dar vueltas a nuestro alrededor mientras se inclinaba sobre el suelo y derramaba un polvo blancuzco sobre la hierba reseca. Al pasar a mi lado, pude ver que era harina lo que derramaba, dejando una estela pulverulenta que se disipaba con mucha lentitud en la noche. Mientras dibujaba el círculo, iba recitando una extraña letanía.
Sentí pánico. Di un paso atrás.
—Me voy —dije, con voz entrecortada—. Esto me da miedo.
—¡No te muevas! —me gritó Jesús, que estaba detrás de mí en ese momento. Di un salto acompañado de un grito por el terrible susto—. ¡Ni se te ocurra romper el círculo, o te devorarán el alma!
Comencé a temblar.
—¿Quiénes? —pregunté, aterrado.
—Los que vienen del Más Allá —se limitó a decir, mientras continuaba trazando el círculo con la harina.
—Esto es una invocación —gruñó Javi—. ¿Es que no sabes nada?
—Estamos llamando a espíritus poderosos para que acaben con el monstruo —dijo Félix, más allá de las llamas—. Si no seguimos la ceremonia, quedarán libres y devorarán el mundo entero.
Sabía que se burlaban de mí, pero el terror que me inspiraba todo aquello era aún mayor que mi capacidad para razonar y desechar la superchería y el miedo.
Jesús terminó el círculo sin dejar de pronunciar las extrañas palabras. Se detuvo al otro lado del fuego, flanqueado por su hermano a un lado, y por Javi al otro. Alzó las manos al cielo nocturno mientras sus ojos se ponían en blanco y su voz se iba haciendo cada vez más fuerte.
De pronto se hizo el silencio. Volvieron a aparecer las pupilas en su rostro, reflejando las inquietas llamas que nos separaban.
—Vale, ahora coged cada uno una rama. Vamos a acercarnos al montículo.
Cada uno cogimos tronco ardiente. Yo saqué un tizón humeante que mostraba una tímida llama en su punta que se apagó por un soplo de viento helado. Me estaba dando la vuelta cuando un nuevo grito me sobresaltó:
—¡Que tenga llama, imbécil!
Me di la vuelta tratando de ver quién me había insultado, pero sólo vi oscuridad y llamas, y unos cuerpos confusos al otro lado del fuego. Enterré mi rama en las brasas hasta que volvió a prender, regresé al promontorio con pasos temblorosos, aturdido por el pavor, y la respiración entrecortada.
—Caminad en círculos —ordenó Jesús, a la par que bajaba el brazo y dejaba que la punta de su antorcha rozase el pajizo y seco suelo—. Procurad que se encendienda el pasto.
Y volvió a su letanía, mientras caminábamos en círculos. Pude ver cómo mi tea comenzaba a prender los primeros jaramagos, y no tardamos demasiado en obtener un círculo de llamas tímidamente dibujado en la oscuridad de la noche.
—Ahora el que ha visto a la bestia debe entrar en la cueva y arrojar el primero su llama para crear la barrera que dejará encerrado al monstruo en su prisión mágica por toda la eternidad —proclamó Jesús, deteniendo la procesión y señalando la entrada de la gruta con el ascua que portaba en su mano—. Luego los demás nos uniremos a él para reforzar la barrera.
Los miré con expresión aterrada en el rostro.
—¿Bajar? —balbuceé—. ¿Yo?
Comencé a tiritar de pánico mientras los otros asentían en silencio con una sonrisa de superioridad dibujada en sus rostros pintados de naranja por las llamas.
—No —rechacé, dando un paso atrás.
—Ahora no te puedes negar —dijo Félix, con voz tan crepitante como el fuego que ardía en la fogata a sus espaldas.
—No puedes huir —añadió Javi, con voz sibilante como una serpiente.
—Si huyes ahora, el ritual no servirá, los espíritus quedarán libres y te buscarán para devorar tu alma, y el monstruo podrá salir a su antojo cuando quiera —me amenazó Jesús, depositando sobre mis hombros todo el peso de la responsabilidad—. ¿Es eso lo que quieres, puto cobarde?
No, no tenía las mejores compañías para un niño de ocho años.
Creyendo a pies juntillas cuanto se me decía, me giré y comencé a descender por el irregular camino que algo había creado para poder acceder a la garganta que se hundía con lentitud en la tierra. Coloqué la antorcha delante de mí, tratando de disipar las tinieblas pero, sobre todo, para que me sirviera de arma contra lo que fuera que hubiera allí dentro.
Las sombras s fueron disipando, mostrando abruptas paredes de barro y tierra tan secas como la vegetación exterior, como si algo hubiera chupado la vida desde el mismo corazón de las tinieblas oculto en lo más profundo de aquella sima maldita.
De pronto el camino terminaba en dos enormes formas ovaladas, muy similares a conchas, pero recubiertas de una vegetación fina, de apariencia afilada, como si fueran unas inmensas púas. No había nada más, ni monstruos, ni demonios, ni nada de nada.
Me tranquilicé. Al final, sólo era una formación natural recubierta de vegetación seca. Allí no había nadie, tan sólo yo con mi propio miedo.
Suspiré aliviado. Me giré para salir cuando un susurro me acarició las orejas en forma de suave corriente de aire, volviendo a hacer que me estremeciera de miedo y que todo mi cuerpo se tensara de golpe.
Aquella brisa salida desde más allá del final del camino llevaba mi nombre en una voz que no parecía de este mundo. Me giré muy despacio. Allí no había nadie. Miré las paredes en busca de algún resquicio por el que me pudieran estar hablando los otros desde afuera con el fin de volver a plantar la semilla del terror en mí.
Pero no. La gruta era una masa sólida y firme como un túnel de hormigón, sin fisuras ni grietas. Sin embargo, un susurro venido de ninguna parte, casi inaudible pero que se había clavado como un alfiler en mi cerebro, me había llamado por mi nombre.
Entonces, ¿de dónde provenía esa voz ultraterrena que me había llamado?
Algo se agitó al fondo de la gruta. Muy despacio, como si se desperezara tras un largo sueño. Las formas ovaladas se movieron como los élitros de un insecto para dejar libres las alas antes de volar. Tras las inmensas y espinosas conchas, algo refulgió, unos ojos de un intenso color ónice que destellaron azulados al contacto con la luz de mi tea.
Aquel susurro venido del fin del mundo volvió a pronunciar mi nombre.
No me paré a ver nada más. Me di la vuelta aullando de pánico y corrí hacia la salida como alma que lleva el Diablo. Al tomar la cuesta ascendente, resbalé y me caí de bruces. La antorcha golpeó el suelo desplegando una cortina de chispas a su alrededor. Con dificultad, sintiendo mi cuerpo más pesado que nunca, casi sin aliento y ciego por el miedo, retomé mi fuga.
El frío de la noche me lamió la piel. Sólo vi oscuridad. Escuché sus risas.
—¡Corred! —logré articular con un sonido que parecía más el bufido de un fuelle que mi propia voz.
Las risas se terminaron de golpe. Volví a tropezar, esta vez con una raíz seca del suelo. Caí de costado. Me giré. El promontorio estaba envuelto en llamas, aún tímidas, pero no iba a pasar mucho tiempo antes de que todo quedase envuelto por el fuego y nos quedásemos atrapados en una trampa mortal que nos iba a reducir a cenizas.
Sin embargo, se mostraban ignorantes, como si no les importase lo más mínimo lo que estaba sucediendo a su alrededor.
—¡Pero si está muerto de miedo! —se burló Jesús, aún cubierto por la capucha y la casulla de sacerdote.
Un silbido escapó del interior de la gruta. Los tres se giraron al unísono, con las antorchas iluminando la entrada con sus respectivas antorchas.
—Ahí no hay nada —rechazó el más mayor.
—No sé —dijo Javi. Pude apreciar un cierto timbre de intranquilidad en su voz.
—¡Que no hay nada, copón! —maldijo Jesús, tratando de imponerse al resto por ser el más adulto de todos.
—Jesu, hay ahí algo —tiritó Félix.
—¡Os ha contagiado el miedo, joder! —Se giró hacia mí y me miró con odio—. ¡Ahí no hay nada, maldito capullo! ¡Todo esto lo hemos hecho para reírnos de ti, puto gordo de mierda!
—Puto gordo de mierda —dijo una voz profunda, con un timbre tan suave que pareció de seda.
Todos pegamos un brinco en el sitio. Félix y Javi se apartaron de inmediato de la entrada a la cueva, en tanto Jesús se giraba y la iluminaba con su antorcha. En apenas unas fracciones de segundo, emergieron desde las tinieblas dos enormes protuberancias terminadas en unas gruesas pinzas córneas, similares a unas grotescas uñas, que atraparon a Jesús. El chico no pudo emitir más que un gemido aspirado y un sonido rasposo mientras era arrastrado a las profundidades del pasaje. Sus manos arañaron con desesperación el suelo tratando inútilmente de huir del horror.
Los tres nos quedamos paralizados en el sitio mientras en la noche resonaba un sonido chorreante seguido de un chasquido similar al de la madera al romperse, y una masticación lenta y pesada que le siguió a continuación.
Logré incorporarme y acercarme unos pasos hasta quedar a varios metros de la cueva. En el suelo, aún brillaba la tea que había sostenido Jesús, que se iba apagando de manera lenta por el frío nocturno. Cuando me incliné a recogerla, descubrí con espanto un reguero sanguinolento que marcaba la ruta por la que su cuerpo había sido arrastrado antes de desaparecer en la oscuridad.
—Vámonos de aquí —logré susurrar a los otros dos, que aún permanecían en un trance tras la espantosa escena que acabábamos de contemplar.
—Vale —logró musitar Javi, al cabo de unos segundos, dando un paso atrás.
Comenzamos a retroceder, pero Félix permaneció en el sitio.
—¿Hermano? —lloraba.
—¡Félix! —le llamamos con desesperación, sin atrevernos a avanzar para tirar de él y salir a escape del solar en llamas antes de que fuera demasiado tarde.
—Jesu…
—¡Vente de una vez! —jadeamos, para que la cosa no nos pudiera escuchar.
—Se ha llevado a mi hermano… mis padres me van a matar… Tengo que ir a por él —farfullaba, mientras daba unos pasos al frente.
—¡No, no vayas! —le grité.
—¡Yo me las piro! —gritó Javi, dándose la vuelta y corriendo hasta perderse en la oscuridad.
Me giré un instante antes de que la tierra temblase y algo saliera proyectado a toda velocidad fuera de la gruta. Las llamas habían prendido el promontorio y dibujaron una silueta monstruosa, peluda, de complexión musculosa, que se desplazaba apoyándose en unas inmensas patas.
—Venís a mi casa –dijo la profunda voz sin abandonar su extraña suavidad al expresarse—. Le prendéis fuego. Jugáis a los magos. Y pretendéis matarme con vuestros ridículos palitos encendidos —No subía el tono ni por un instante, pero la burla implícita en cada palabra resultaba aún más hiriente que todas las putadas que me habían hecho a mí a lo largo de mi corta vida—. Pobres niños tontos e ingenuos.
La descomunal araña se alzó sobre Félix un instante antes de inclinarse para que sus ojos estuvieran a muy poca distancia de su rostro. Los quelíceros se agitaron como si se dispusieran a decir algo.
—¿Realmente pretendes hacerme daño con eso? —murmuró la bestia, haciendo referencia a la antorcha que aún ardía en la mano del muchacho.
Félix no se movió, aterrado hasta los huesos. Yo tampoco.
—Lo suponía —dijo la criatura.
Los quelíceros se agitaron en el bestial rostro y se abatieron sobre la cabeza de mi amigo, arrancándosela de cuajo. El cuerpo cayó al suelo como un fardo, mientras el cráneo daba vueltas entre unas mandíbulas llenas de finos y aserrados dientes que fueron royendo la carne hasta que sólo quedaron los huesos desnudos, que procedió a triturar de unas poderosas dentelladas.
Ya sólo quedaba yo. El monstruo fijó sus ojos en mí. Conté hasta ocho de esas esferas negras, que brillaban como azuladas canicas oscuras. Volvió a pronunciar con su voz de tenor mi nombre.
—No sabes elegir a tus amigos.
—No —reconocí.
De pronto, me di cuenta que ya no tenía miedo. Que todo había desaparecido como el agua sucia por un desagüe. Si tenía que morir, que así fuera, porque ya no temía lo que me viniera encima.
—Has sido el más tonto, pero no por ello careces de culpa —murmuró, mientras un hilo de seda nacía del inmenso vientre y comenzaba a envolver el cadáver con él dando vueltas sin parar al cuerpo entre sus patas traseras hasta formar un saco viscoso.
—¿Entonces? —pregunté.
—Vete, o te devoraré a ti también —me dijo, retrocediendo hacia su cueva. Pude ver durante una fracción de segundo la cabeza de Jesús y parte de uno de sus brazos que se agitaban entre los quelíceros—. No doy segundas oportunidades.
Y se escabulló en la oscuridad.
Me quedé inmóvil bajo el frío manto de la noche, viendo arder la maleza ante mí mientras diminutas chispas incandescentes se elevaban a las alturas, desapareciendo en la nada como plegarias desatendidas.
Carraspeé. Traté de tomar aire de nuevo. Mis piernas comenzaron a temblar, o puede que ya llevaran un buen rato así y no lo había notado hasta entonces, quién sabe. Por dentro, había sentido una fractura en mí mismo, una división profunda como una sima: una parte de mí quería darse la vuelta y salir corriendo, como había hecho hacía muy poco rato, cuando descubrí espantado el horrible secreto que albergaban las entrañas del solar; otra parte de mí, por el contrario, quería volver a adentrarse una vez más en la oscuridad y hacer frente al horror, aún a sabiendas de que no iba a sobrevivir.
Con las teas aún ardiendo en mis temblorosas manos, sintiendo el sudor enfriarse sobre mi cara, di un paso. El primero de los que me condujeron hacia la mismísima boca del Infierno. Pasé junto al reguero de sangre que los hermanos habían dejado sobre la hierba seca, único rastro que quedaba de sus existencias tras el ataque de la cosa.
Llegué a la entrada de la gruta. Las teas iluminaron ambarinas las paredes que la araña había excavado, pero no disiparon las tinieblas del todo, y lo poco que pude ver fue el suelo manchado por los humores de los muertos y las abruptas paredes.
Despacio, me interné en la boca de la guarida y seguí el rastro que había dejado para mí el macabro festín. Al cabo de unos pocos pasos me di cuenta que acababa de rebasar el punto en el que el monstruo me había esperado agazapado y donde lo vi por primera vez.
La excavación se internaba muy lentamente en la tierra, girando de cuando en cuando, creando curvas en las que el aire se iba viciando cada vez más, y en los que las llamas se debilitaban muy despacio. Sudé de manera aún más copiosa, consciente de que era muy probable que la única fuente de luz de la que disponía estaba a punto de extinguirse, dejándome sumido en las tinieblas y a merced de la criatura.
—No te rindes, ¿eh? —La voz de barítono apareció desde alguna parte que no pude ubicar—. Eso me gusta: el cobarde reconvertido en héroe.
—No soy… —repliqué, con voz temblorosa. Interiormente, pensé que lo que iba a decir no me lo creía ni yo.
Sin embargo, la cosa en la oscuridad no me dejó terminar mi frase.
—¿Cobarde? Por supuesto que sí, rechonchete querido. Toda la raza humana lo es desde el albor de los tiempos, y te lo dice alguien que los ha visto crecer y desarrollarse desde que no eran más que unos ridículos homínidos. Pero es cierto que el atractivo de la muerte puede ser algo verdaderamente… adictivo.
Me sobresalté. Había podido seguir la voz en la penumbra, agitando las teas en el aire para acercarme con cuidado al lugar del que creía que procedía, pero esa última palabra, adictivo, se había pronunciado desde un ángulo distinto.
Se había movido. En apenas una fracción de segundo.
¿Cómo era posible? El túnel era muy cerrado, y aquella cosa era descomunal, mucho más alta que un adulto erguido, aunque yo había ido rozando el techo casi todo el tiempo con la cabeza. En mi imaginación dibujé la viñeta en la que el arácnido se iba replegando sobre sí mismo hasta formar una especie de proyectil que horadaba el suelo para crear su refugio.
Era lo único que se me ocurrió.
Entonces reparé en cómo podía entrar y salir del túnel: ¿avanzaba adelante y atrás con la mirada fija en la salida, o había creado algún giro desde el que poder darse la vuelta?
Una corriente de aire me acarició la cara y estremeció las llamas en los extremos de mis antorchas. No tardé demasiado en darme cuenta, horrorizado, que me encontraba en un cubículo, una inmensa cámara subterránea en la que me encontraba perdido. Había descendido tanto en la oscuridad que no tenía ni idea de dónde estaba ni a cuánta profundidad me encontraba.
Algo goteó a mi lado. Las luces de las teas iluminaron un cuerpo pequeño y de apariencia resbaladiza que se precipitaba desde el techo al suelo, donde se fue formando poco a poco un charco brillante y oscuro de olor metálico.
Casi sin atreverme a hacerlo, alcé una de las llameantes brasas al techo.
Cuando quise darme cuenta, tenía el brazo completamente extendido, con la tea vibrando en mi mano, pero las tinieblas no se disipaban, como si formasen una densa niebla que ninguna luz podía atravesar.
A mis pies, el goteo continuaba incesante.
Alargué el otro brazo, pero esta vez en paralelo al suelo, y una vez más pude ver que mi brazo se estiraba en toda su longitud, pero la tenue luz de la rama que ardía en mi mano me mostró una pared redondeada y algo de suelo a unos tres metros de donde me encontraba.
Una especie de cortina se agitó a la luz, reclamando mi atención. Apunté con las llamas en esa dirección. Una brisa salida de no sabía donde agitaba algo parecido a un retal de tela sucia y rota, aunque de apariencia sedosa, que iba enredando y creando una forma caprichosa junto a otros vestigios similares, ascendiendo hacia el techo hasta que se perdía en la penumbra.
Un bulto se agitó sobre el suelo, pendiendo de una cuerda de la que no veía su extremo por ninguna parte. El objeto me recordó a las momias egipcias que habían salido alguna que otra vez en los documentales de la televisión.
Supe de inmediato dónde me encontraba: la cámara debía ser enorme, porque estaba descubriendo, aterrado, que estaba en la despensa del monstruo.
Algo cayó a mi lado con un ruido sordo, rebotando en la oscuridad como si fuera una cascara de nuez vacía. Agité los brazos hasta que un desello de luz hizo el oscuro boceto de lo que me pareció que era una calavera sanguinolenta.
—Bienvenido a mi mundo, pequeño —se burló la voz profunda—. Antes te di la oportunidad, pero la has desaprovechado. Y, como te dije antes, no concedo segundas oportunidades.
Supe instintivamente que me iba a devorar, por lo que busqué de inmediato la salida de aquel lugar. Cada vez que agitaba mis brazos, las teas emitían un sonido, como de frufrú, un susurro que iba apagando sus llamas cada vez más rápido.
—Es curioso —continuó el ser, cambiando de lugar en un segundo y sin hacer más ruido que el de su voz al hablar—. Me gusta la carne de niño. Es más tierna y jugosa, y las enfermedades no han atacado sus células como en los adultos, que saben peor.
—¿Dónde está la salida? —gimoteé.
—Hoy tengo un banquete por vuestra propia estupidez —gruñó.
Algo brilló en el suelo. Detuve el paso de las antorchas y descubrí el reguero de sangre que los hermanos habían dejado en el suelo al paso de la araña al ocultarse en su guarida. Tenía que seguirlo, era mi ovillo de lana en el dédalo del minotauro.
Encorvado sobre el rastro, comencé a correr todo lo rápido que pude en busca de la salida. La voz me detuvo en seco.
—¿Dónde te crees que vas, mocoso?
Un aliento pestilente me azotó de lleno el rostro. El monstruo estaba justo enfrente de mí. Pudo escuchar sus quelíceros agitándose y entrechocando, nerviosos por echar mano a mi carne y pinzar mi cabeza para arrancármela de cuajo como había hecho con la de Félix.
Un cuerpo sanguinolento cayó desde la penumbra por encima de mi cabeza, aterrizando a mis pies. La cabeza masticada de Jesús, junto con parte de un hombro y lo que quedaba de un brazo aparecieron con espantosa nitidez ante las inquietas luces de las teas.
Estaba justo sobre mí.
Mi vejiga se llenó de orina, y un incómodo aguijón me pinchó con insistencia. La orina me decía que iba a salir, sí o sí. El pensamiento de que iba a morir anidó en mi mente y, no sé aún por qué, esa certeza hizo que me invadieras una intensa sensación de paz.
—Te contaré un secreto: hay una salida, aparte de la que buscas. Está arriba, muy por encima de tu cabecita. He creado un falso techo con mi tela, cubierto de jaramagos y maleza seca. Es prácticamente invisible al ojo humano. No te creerías la cantidad de mendigos y de despistados que he ido cazando a lo largo de los años. Si te pudiera enseñar mi despensa, te quedarías perplejo ante mis reservas alimenticias. Pero eso es algo que no pienso hacer, claro.
Me di por muerto.
Un susurro se alzó desde el techo y, sorprendentemente, la cámara se llenó de una luz intensa, primero en la forma de un blanco fogonazo, luego adquirió el tono ambarino de las llamas. La bóveda estalló en un mar de llamas que se extendieron por doquier con gran rapidez.
La araña apareció ante mis ojos; un cuerpo enorme, hirsuto, de largas y musculadas patas que parecían estar recubiertas por placas de metal forradas de pinchos. Los ojos negros del monstruo emitieron un destello azulado cargado de odio, mientras se giraba, suspendida en el aire por un grueso cordón de seda que ascendía hasta llegar a la cúpula, donde se encontraba adosado.
El laberinto de telarañas que el monstruo había ido tejiendo a lo largo de quién sabe cuántos años se había prendido y el fuego se extendía por las paredes de la cámara como si alguien la hubiera rociado con gasolina.
Un crujido sobre mi cabeza hizo que me fijase en una estructura redondeada de borde irregular que se iba desprendiendo poco a poco hacia el interior del cubículo. Era la tapadera de la madriguera de la que me había hablado la bestia. Al prender el promontorio desde fuera, el fuego había ascendido hasta cubrir por completo el pasto seco, y ahora estaba adentrándose en la cueva, devorando todo cuanto se ponía a su alcance.
Curioso que nuestra propia ignorancia fuera el motor de mi salvación.
Vi los cuerpos envueltos en sus sudarios de seda que comenzaban a prenderse. Algunos se fueron consumiendo muy lentamente, pero otros se agitaron con violencia, y de unos pocos se escaparon gritos y lamentos de dolor, con sus víctimas quemándose vivas en el interior de unas prisiones de las que no podrían escapar.
La araña se giró y me miró fijamente. Las pinzas se agitaron sobre su dentada boca, chascando de ira. Los oscuros ojos brillaron con furia.
—¿Qué has hecho, mequetrefe? —rugió—. Pensaba ser benevolente contigo, pero te haré padecer una muerte muy lenta y dolorosa. Succionaré tus jugos despacio hasta que me supliques morir, pequeño bastardo.
Se escuchó un poderoso estruendo en el cielo de la bóveda. La tapadera ya había cedido al fuego, y una inmensa masa incandescente se precipitó sobre los dos; al mismo tiempo, un restallido, como el del látigo de un domador, resonó por entre el murmullo del fuego y los gritos de los moribundos, anunciando que el fuego había lamido el cordón con el que la bestia se sostenía al techo, quemándolo y haciendo que se precipitara al vacío.
La criatura cayó ante mí formando un gran ruido y quedó panza arriba, con su peludo y repugnante vientre ante mí. Pataleó con sus extremidades intentando volver a recuperar su posición normal cuanto antes, pero se le vino encima la tapa de su propia trampa, abatiéndose como una red incandescente bajo la que quedó atrapada lanzando agudos chillidos.
No miré más. Todo ardía, envuelto en llamas. Los gritos de los agonizantes me machacaban los oídos, y tantas emociones y cosas que escapaban a toda lógica atacaban mi mente como un martillo el yunque en la fragua.
Sin más, me giré y salí corriendo a toda velocidad, mientras el túnel se llenaba cada vez más de humo y hollín, sacando el aire de mis pulmones. Por un momento creí que me iba a desmayar. A mis espaldas, el rugido furioso de una voz que ya no era tan amable ni seductora, sino que anunciaba muerte y destrucción a su paso.
—¡Vuelve, maldito bastardo!
El humo se disipó ante un fulgor rojizo que nacía a mis espaldas. Pude escuchar el sonido de las llamas rompiendo el aire, y cómo un cuerpo inmenso y macizo chocaba, destrozándolo todo a su paso.
Venía a por mí.
Me di la vuelta, mientras trataba de incorporarme. Algo empujaba el humo con la fuerza de un ariete. De manera instintiva, extendí uno de los brazos con la humeante antorcha en la mano justo en el momento en que los quelíceros aparecieron por entre la densa niebla de hollín. Las mandíbulas chascaron en el aire mientras las pinzas trataban de prenderme.
La punta incandescente del palo se hundió como una lanza en uno de aquellos ojos negros de reflejos azulados. Se escuchó un siseo y luego se produjo un estallido. Los humores se derramaron sobre el peludo rostro de la bestia, que aulló de dolor mientras agitaba la cabeza de un lado a otro tratando de arrancarse la astilla.
Con un chasquido, la tea se partió, quedando su punta astilla incrustada dentro de la cuenca del monstruo, que me miró con un odio infinito con los restantes ojos.
—¡Te mataré, pequeño hijo de puta! —prometió con voz ronca.
Tiré el palo, ya inútil, a un lado, mientras me daba la vuelta y corría en pos de la salida alumbrándome con la otra llama, cada vez más agonizante por la falta de oxígeno en el túnel. Sentía el humo reptando por mis pulmones, consumiendo mi respiración de manera lenta e incansable, haciendo que mis piernas temblasen de debilidad, y que se me nublase la vista.
De pronto la llama vibró y se reanimó, iluminando con más fuerza, mientras una ráfaga de aire fresco me golpeaba en la cara. Inspiré con fuerza y me tragué la bocanada de aire fresco que me ofrecía la salvación. Tropecé a ciegas, y di algunos pasos dando tumbos antes de caer de rodillas en el suelo, tosiendo y boqueando como un pez, a la vez que trataba de recuperarme. Me mareé, y una intensa sensación de vértigo me hizo temblar de pies a cabeza.
Giré despacio la cabeza, viendo una imagen nebulosa en la que se agitaban las llamas que escupía la boca de la cueva junto con una inmensa columna de humo que ascendía al cielo nocturno.
—¡Bastardo! —me llamó una voz iracunda por entre las lenguas de fuego.
El descomunal cuerpo de la araña apareció envuelto en un crepitante fuego que devoraba despacio los gruesos y erizados pelos que lo cubrían. Los quelíceros del monstruo se hundían en el suelo para ayudarse en el desplazamiento, pero sólo pude ver una pata y la cabeza, mientras el resto permanecía oculto dentro de la gruta, envuelto en brasas y la humareda que vomitaba la guarida, que emitía un pestilente hedor mientras se iba consumiendo, carbonizándose vivo.
—¡No te escaparás de mí, pequeño cabrón! —aullaba—. ¡Juro que te atraparé y te devoraré mientras aún estás vivo y consciente para que sepas de verdad lo que es el dolor, gordo de mierda!
El suelo retumbó bajo mis pies. Algo crujió y la tierra reseca se resquebrajó. Por entre las grietas ascendieron surtidores de humo negro. La araña se debatió intentando escapar, como si se hubiera quedado atorada en la boca de la cueva, y su pesadísimo corpachón no pudiera moverse en ninguna dirección.
Las llamas se extendían por el solar en todas direcciones, quedando apenas libre el caminito que habíamos seguido para llegar hasta el promontorio bajo el que se había permanecido oculta la trampa mortal de la cazadora. No iba a quedarme más tiempo. El suelo temblaba cada vez más, y una nube de vapores tóxicos se iba haciendo cada vez más densa, ganando altura por momentos, pasando de cubrir mis tobillos a alcanzarme ya las rodillas.
Estaba a punto de dar la primera zancada de la definitiva carrera de mi vida cuando algo me atrapó el pie y me derribó. Me vi envuelto por una nube pestilente que impedía que me llegara aire fresco a los pulmones. Me giré, contemplando con espanto que la araña me había agarrado repugnante garra de su pata, arrastrándome hacia la boca llena de dientes que no cesaban de chascar, impacientes por devorarme.
—¡Te lo dije, hijo de puta! —me maldijo, saboreando su triunfo.
Instintivamente, alcé la tea que me quedaba por encima de la cabeza, y la hundí con fuerza en la oscura lengua que asomaba por entre las mandíbulas. Los quelíceros se agitaron furiosos, golpeando el aire sin encontrar nada, mientras reculaba a cuatro patas y me alejaba tosiendo de la bestia. La tea quedó clavada en la carne de su boca mientras las pinzas trataba con desesperación de retirarla sin conseguirlo.
Logré incorporarme y sacar la cabeza por encima de la niebla tóxica, corriendo con torpes zancadas mientras me alejaba de aquella locura.
—¡Te encontraré! —pude escuchar aullar a la bestia—. ¡Juro que te encontraré y terminaremos lo de esta noche, maldito hijo de puta!
Escuché un terrible crujido. El suelo cedió y algunos fragmentos fueron aspirados hacia las entrañas de la tierra mientras un agudo silbido emergía desde sus profundidades. Sin mirar atrás, redoblé mis esfuerzos hasta llegar a la acera, sintiéndome seguro sobre el asfalto y el cemento. Me giré, contemplando estupefacto que el solar se había desplomado sobre la oquedad de la guarida, quedando ahora un inmenso socavón incandescente que iluminaba el cielo con tonos ambarinos mientras vomitaba sus efluvios a la noche.
Por entre el estruendo del colapso, aún pude escuchar resonando los terribles bramidos del monstruo clamando venganza.
Con los ojos llenos de lágrimas, me di la vuelta y corrí sin parar hasta llegar a mi casa, al sitio en el que me sentía más seguro en el mundo. Mi madre me riñó como no lo había hecho nunca, convertida en un basilisco al verme sucio de polvo y hollín, y con la ropa hecha pedazos. Tras un buen baño y una opípara cena, la cosa no trascendió a más.
Al día siguiente, la noticia del incendio llenó los medios. Se hablaba de toda una necrópolis que se había encontrado en sus túneles, seguramente una ciudad de mendigos en la que los indigentes se ocultaban de las miradas de los demás para vivir sus vidas, dado que el mundo había decidido ignorarlos por completo.
Hubo muchísimas teorías al respecto, pero ninguna cierta.
Félix y Jesús fueron declarados desaparecidos. La policía nos interrogó porque Javi y yo éramos sus amigos, y nos movíamos siempre juntos, pero no llegaron a nada, y el caso se fue enfriando hasta que todos lo olvidaron.
No apareció el cuerpo del monstruo por ninguna parte y, por supuesto, no hubo referencia alguna al respecto en los informativos, desaparecido por completo, tragado por las llamas.
Javi y yo dejamos de ser amigos. Me volví más introvertido, volcado en mis estudios y en dejar de ser el gordito; él, por el contrario, se volvió aún más vanidoso y egoísta, y se empezó a preparar para concursos de culturismo llegado a la pubertad. Fue campeón de Andalucía de no sé qué federación, y hasta salió en varias revistas. Ahora es el dueño de una franquicia de gimnasios con los que está ganando una pasta.
Yo, por mi parte, me convertí en profesor de literatura y, en mi tiempo libre, me ofrezco como investigador paranormal, con lo que he ganado algún dinero, pero que me ha permitido entrar en contacto con fenómenos asombrosos e inexplicables.
Aún sueño con la araña, y sé que no va a tardar mucho en cumplir su promesa.
Hace algunas semanas me llamó Javi. De alguna manera había logrado obtener mi número, y me dijo de quedar. Lo vi asustado, pero lo único que me contó fue que se había encontrado su coche cubierto de una extraña pelusa, como una gigantesca tela de araña y que, no hace mucho, al entrar en su casa, pudo oler una repugnante pestilencia, como algo podrido que se estuviera quemando.
Ese mismo día escuché su risa en el aire, como si la maldita cosa pudiera seguir viva aún; casi pude sentir se pútrida esencia a mi alrededor, rodeándome para que no me pueda escapar esta vez.
Ahora no tengo ocho años, sino cuarenta, y no tengo el miedo de entonces. He pasado muchos años preparándome para este momento, y sé que, si tengo que morir, estaré listo para partir.
He llamado a Javi hace unos minutos, pero no me ha respondido. Hay un extraño viento esta noche, como salido de la boca del Infierno, y me ha traído de regalo ese hedor a carne putrefacta chamuscada y a gritos de horror del ayer.
Ya se acerca. Será esta noche.
No, no será muy tarde.
Ya viene.
© Copyright 2020 Javier LOBO. Todos los derechos reservados.
0 comentarios:
Publicar un comentario