EL CLUB DE LOS PRIMEROS BASTARDOS: HALLOWEEN (3)

Hola a todos. Hoy, dos de noviembre, Día de los Muertos, os dejo la tercera entrega de este relato de terror parcialmente autobiográfico que forma parte de esta serie de cuentos de terror a la que he titulado “El Club de los Primeros Bastardos”.

Espero que lo disfrutéis.

Saludos desde la oscuridad…

 

HALLOWEEN (3)

 

 

Haunted House Halloween Ambience With Spooky Forest Sounds

 

Por fin llegó el día 31, amaneciendo con un cielo color fuego que no tardó nada en volver a convertirse en día gris sucio, como todos los anteriores. Chispeó a lo largo de todo el día sin llegar a romper a llover en ningún momento, pero siempre presente la amenaza de comenzar a diluviar en cualquier momento. La vecina mejicana vino con una cesta llena de pan de muerto, calaveritas de azúcar y más dulces, aprovechando esa ocasión para invitarnos a comer en su piso, con su familia, en un par de días, celebrando el Día de los Muertos. Mi madre, rancia católica practicante aunque muy bien educada, le dio las gracias y le dijo que si, aunque sin mucho convencimiento, dado que no era muy partidaria de formar parte de una celebración pagana.

Me vio ir de un lado para otro, probándome ropa vieja y harapienta, así que me preguntó que por qué iba yo de aquella guisa, por lo que le expliqué que iba a acercarme a Mairena, a la celebración de Halloween. Inmediatamente se puso a aplaudir y me dio dos besos con sus rugosos labios, resecos por el trabajo en los campos de recolección de maíz, aguacate, sorgo y frijoles. Me dijo que iba a ser un disfraz muy interesante, y me preguntó por cómo iba a ir maquillado, a lo que no supe qué responder, dado que no me había venido ninguna inspiración divina al respecto, y seguía aún con la idea fija en mi mente de comprarme una máscara en la mercería de al lado.

Amablemente, la mujer me dijo que, antes de salir para el festival, que me pasara por su casa porque me iba a maquillar el rostro ella misma con unos motivos propios de su país, asegurándome que me gustaría mucho el resultado y que llamaría la atención de todo el mundo. Ante estas palabras, la única tontería que se me ocurrió escupir por la boca fue si iba a ligar mucho con mi maquillaje, a lo que la señora arqueó la espalda y se echó a reír con ganas mientras se despedía de nosotros, volviendo a repetir su oferta de maquillarme en el mismo momento de cruzar el umbral del piso.

No tardé demasiado en estar arreglado, y me despedí de la familia, tocando al cabo de un par de minutos en la puerta de la vecina. Me hizo pasar a su salón, ricamente decorado con todos los motivos que uno se pueda imaginar propios del Día de los Muertos, con especial preminencia del altar en una de las esquinas de la habitación que, pese a su ubicación, reclamaba inmediatamente la atención a cuanto entraban.

Me hizo sentar junto a una mesa en la que tenía dispuestos varios cuencos llenos de pigmentos junto con algunas brochas. Me puso un babero de plástico y me habló con voz lenta y pausada sobre la tradición del Día de los Muertos y sus internacionalmente famosas calaveras, las catrinas o calaveras garbanceras, aunque nunca había oído hablar de ellas, salvo por haber visto algo en el trasfondo de la película “The Crow: City of Angels”. Me habló de José Guadalupe Posada, el creador de la criatura, y de cómo fue Diego Rivera quien la inmortalizó y popularizó al integrarla en uno de sus murales.

Mientras me hablaba de esta tradición, me iba masajeando la cara con sus fuertes dedos, haciendo que me relajara hasta casi quedar dormido. Luego fue el cosquilleo de las cerdas lo que me hizo volver a la realidad, como si hubiera entrado en un profundo letargo del que estaba despertando. Veía el mástil de las brochas ir y venir por mi cara, hasta que me dijo que había terminado. Colocó un espejo ante mí, y pude ver que ya no era yo, sino una canina exquisitamente delineada sobre mi piel, ahora de un blanco que sólo podría describir como sepulcral. Las cuencas de mis ojos eran tan negras como el carbón, y mis escleróticas brillaban de manera inquietante sobre el oscuro tizne. Incluso se había detenido a bosquejar con un tono verdoso muy claro, apenas un matiz, las venas que serpenteaban por mis sienes y mi frente.

Antes de irme del piso, realizó sobre mí un ritual de chamanismo, con la pluma, el humo de puro, y toda la parafernalia, rezando en lengua maya, azteca, tolteca, o de la que fuera, que no tenía ni idea, pero no le entendí ni una sola palabra. De pronto, quedó estática a mitad de uno de sus movimientos, casi de baile. Miraba algo, no supe qué, que se encontraba justo a mis espaldas. Por un momento temí que se pudiera tratar de aquel ser multiforme, aquel parásito que ocupaba cuerpos a capricho, que hubiera encontrado una nueva manera de hostigarme, pero supe que no era así en el momento en que la mujer volvió a su lento danzar a mi alrededor, agitando la pluma con la que extender el humo que manaba de un cuenco en el que estaba quemando algunas hierbas, o del puro al que daba alguna calada que otra en algún momento del rito.

Cuando terminó, me pidió que me sentara con ella en el suelo, y me habló de la leyenda del nahual, una criatura de las culturas mesoamericana constituida por un brujo o criatura preternatural que tiene la capacidad de tomar forma animal. Me contó de que había leyendas de guerreros tan poderosos como el jaguar, de mujeres que cantaban de forma tan maravillosa como un cenzontle, y brujos que tenían vista de gavilán, olfato de lobo y oído de ocelote que fueron tan temidos como los demonios del Infierno por los conquistadores españoles que arribaron a las Américas, y aún más por los supersticiosos sacerdotes que les acompañaron en la travesía de ultramar.

—Tú tienes chulel —me dijo, dibujando en el aire invisibles símbolos con sus ajadas manos—. Pero no es algo que hayas elegido tú, sino que te viene impuesto por una maldición anterior. Un hecho inocente que ha condenado a muchos. Lo que nació como una buena acción, una obra de caridad, de un corazón puro y bueno, ha derivado en el tiempo y se ha contaminado en algo oscuro y sucio, terrible y feroz, pero que estás sabiendo controlar. Es luz negra, y no te hará mal, pues ha nacido del bien, aunque sea algo que se siente más próximo al mal.

—No la entiendo —admití, completamente confundido.

—Lo harás, pero cuando llegue el momento.

Lo único que me había quedado claro era que me estaba hablando de Eso. Se me dibujó una sonrisa en los labios. Me podía la curiosidad y fui incapaz de contener ni un segundo más la pregunta que se agolpaba de manera atropellada en mi boca.

—¿Cómo es mi animal?

La mujer me sostuvo la cabeza entra las manos. Pude notar la gran fuerza de sus dedos sobre mi piel. Me miró directamente a los ojos durante unos segundos antes de ir alzando la cabeza, al tiempo que sus ojos se volvían blancos. Al final, las pupilas y los iris habían desaparecido por completo. Eran pura esclerótica, pero aun así pude notar su mirada observándome desde el más allá en el que se encontrase.

—Tu nahual no es un animal, sino una mezcolanza de ellos. Eres un oso. Eres un lobo. Eres una serpiente. Eres un tiburón. Eres un águila. Eres todos ellos juntos, y no eres ninguno en concreto. Están dentro de ti, librando una batalla por dominarte, pero el niño tímido que llevas contigo los está controlando… por ahora.

—¿Y qué puedo hacer entonces? —pregunté, aún más confundido que antes.

La mirada volvió a ser humana. La chamana me miró con sus titilantes pupilas.

—Nada. Admite tu naturaleza, abraza tu destino, y bendice lo que llevas, pues la maldición se torna en bendición, la noche en día, el mal en bien, el dolor en amor. Pero vas a tener que pagar un precio muy alto por ello —Quise decir algo, pero me tapó la boca con su áspera mano—. No podrás amar, pues el amor te será negado. Ni podrás ser amado, pues lo perderás todo. Ese es tu destino.

—Pues vaya mierda de destino —me quejé con amargura, al tiempo que hacía el amago de levantarme.

No pude terminar el movimiento. La mujer me tomó con firmeza de las muñecas y tiró de mí, obligándome a sentarme de nuevo. Me resultó del todo curioso, e incluso impresionante, que una mujer tan pequeña, que apenas pasaba del metro y medio y a la que no le suponía más de cuarenta kilos de peso, hubiera podido dominar con tantísima facilidad los más de noventa que ya pesaba entonces.

—Da gracias a tu destino. Sufrirás, ¡oh, sí! Sufrirás. Más sobre ti recae ese peso, ya que tuya es la gran responsabilidad que te acompaña.

—¿Ser un tarado? —bufé—. ¿Un psicópata en potencia?

La mujer meneó pesadamente la cabeza en un gesto negativo, pero también de una profunda pena y, en cierto modo, de gran admiración.

—Tú eres el guardián de los monstruos. Deben enfrentarse a ti si quieren pasar de un lado a otro. Y, hasta ahora, no lo han logrado. Ni lo lograrán —Me acarició ambas mejillas—. Estarán cerca de conseguirlo. Perderás mucho más de lo que un corazón es capaz de tolerar, pero no lo conseguirán. Los detendrás, una y otra vez, y así hasta el fin.

La miré extrañado.

—¿Qué fin? ¿El final de qué? —pregunté, confundido.

—Del camino. De todo —me dijo, con una triste sonrisa en los labios. Me dio un beso en la frente y pronunció unas palabras en aquella extraña lengua prehispánica de la que no entendía absolutamente nada antes de levantarse y darme un pan de muerto de tamaño respetable, decorado con huesos hechos también a base de pan.

Me fui de su casa profundamente agradecido y extrañamente relajado mientras le roía las canillas al chusco, disfrutando del dulce sabor a vainilla y naranja. Recorrí las calles del pueblo a buen paso hasta que, al cruzar una de ellas, me vi ya en Mairena. Ya casi me había terminado mi crujiente bollo, sin dejar de pensar en las palabras con las que me había obsequiado la chamana, tan inquietantes como enigmáticas. Por una parte, la certeza de que iba a triunfar sobre aquellos horrores me infundió nuevas fuerzas, pero la parte en que lo perdería todo y que no podría amar a nadie se me hizo muy difícil de encajar, máxime teniendo en cuenta que estaba saliendo de la adolescencia sin que mi persona hubiera tenido ninguna experiencia afectiva con el sexo contrario, con mi falta de habilidades sociales para con el género opuesto y, lo peor de todo, quizás, en pleno apogeo de mi despertar sexual, aún insatisfecho.


Llegué a Los Alcores, una barriada de gente obrera distribuida a lo largo de varios conjuntos de bloques. Por aquel entonces era una buena zona para vivir, aunque ha ido degenerando en los últimos años y ya nada tiene que ver con lo que conocí en esa etapa de finales de los noventa. Había grupos de chavales corriendo de un lado a otro, ya disfrazados, con bolsas de plástico de algún supermercado en las que ir acumulando su botín de caramelos y golosinas. Los primeros petardos comenzaron a inundar el aire de humo y estruendo. Un grupo de hombres de mediana edad miraban entre curiosos y divertidos cómo se desarrollaba el festival mientras vaciaban unos botellines a la puerta de alguno de los comerciales.

Seguí la música. Alguien tocaba “Ghostbusters” de Ray Parker Jr., y la verdad es que no lo hacía nada mal. Un grupo vestido como monstruos del terror más clásico, como recién salidos de una película de la Hammer, interpretaban de manera más que decente. Una chica, vestida como la novia de Frankestein en la cinta de James Whale, con la misma peluca que luciera Elsa Lanchester en el film. No obstante, a pesar de las capas de maquillaje blanco, me pareció una mujer muy guapa, y me mantuvo preso de sus facciones durante unos instantes antes de abrir la boca y lanzar un tremendo aullido, dando inicio a una impresionante interpretación del “Baby I don’t care” de Transvision Vamp.

Me quedé un rato con la mirada fija en la chica como si estuviera mirando a la mismísima Wendy James (baba descolgándose incluida), cuando una extraña figura se paseó ante mí, reclamando mi atención. Su actitud era desafiante, y me dedicó varias miradas de soslayo de un rostro que no pude ver con claridad. Aprovechando el gentío que bailaba encantado los viejos temas de los ochenta, se alejó de mí sin dejar de mirarme de reojo. Aquella actitud despertó rápidamente mi inquietud y mi agresividad, y Eso no tardó en salir, despacio y sin prisas, para tomar el control de la situación.

Varias personas se interpusieron entre nosotros, mientras formaban cortinas de humo vomitadas por bengalas de colores. Lucía un pesado abrigo marrón el cual terminaba en una raída capucha que le cubría la cabeza, ocultando sus facciones. Al cabo de unos cuatro o cinco pasos, dejando unos cuatro metros entre uno y otro, se dio la vuelta.

Era un hombre. Eso me quedó claro nada más que por la manera de moverse y la complexión, pero aún no podía ver de quién se trataba. Pude ver que tenía la piel de la cara cubierta por un suave maquillaje de color pálido que le confería la apariencia de un cadáver todavía fresco, de los primeros instantes del deceso. Unas líneas negras le caían desde la comisura y el centro de los labios hacia la mandíbula, fragmentando en varias partes el maxilar. Los ojos los llevaba maquillados de negro, al igual que yo, pero dos pupilas de un rojo intenso brillaban maliciosas sobre un iris azul hielo que descansaba sobre una esclerótica macilenta. Separó los labios, mostrándome una hilera de afilados dientes trapezoidales que recordaban vagamente a la hoja de un seax.

La mirada me lo dijo todo sin decir ni una sola palabra. El huésped, el maldito parásito, había encontrado un nuevo inquilino en el que poder moverse de nuevo. Era muy alto, mucho más que yo, con unos miembros larguísimos cayendo a ambos lados del cuerpo, terminados en unas largas, afiladas y oscuras garras negras. Nadie se hubiera fijado en él más allá de en admirar la calidad de su disfraz de Halloween. Las agitó unos segundos, haciendo que se entrechocasen las garras, que emitieron un sonido similar al del metal, como si fueran espadas en vez de uñas.

Nos miramos un instante. Aquello era la hora de la verdad, la que decidiría si me quedaba un día más en este sucio mundo o si, por el contrario, cruzaba al otro lado y se iniciaba la noche eterna para mí.

Alguien arrojó unos petardos que estallaron por todas partes. Algunas bengalas lanzaron chispas en nuestra dirección, y el humo nos envolvió creando un cuadrilátero que nos hacía invisibles al resto del mundo y donde poder dirimir nuestras diferencias a solas.

No nos dimos tiempo. Apenas se cerró a nuestro alrededor la cortina de humo, la cosa se abalanzó sobre mí. Yo también cargué contra mi enemigo, ahogando un grito de guerra en mi garganta, mientras lo observaba todo desde una cómoda lejanía, dejando a Eso Hacer y deshacer a sus anchas. No nos separaba una larga distancia, pero me resultó eterna la carrera que di hasta embestirle. Sentí el crujir de sus huesos chocando contra mis hombros, cómo su cuerpo se volvía liviano y salía despedido hacia detrás, con una mueca de intenso dolor contrayéndole el rostro.

Se perdió más allá del humo. Lo perdí de vista. No me importó. Bueno, a Eso no le importó. Se lanzó como un kamikaze contra la densa niebla de pólvora, buscando en silencio al enemigo. Éste parecía haber sido absorbido por la humareda y no había modo de verlo. Todo eran cenicientas volutas o negruzcas, salvo cuando eran salpicadas por bandadas de siniestras chispas anaranjadas que impactaban sobre la piel, aún candentes, quemando las mejillas, las orejas, o lo que pillaran.

Algo me golpeó en la espalda. Sentí un intenso dolor que hizo que me diera la vuelta a gran velocidad al tiempo que descargaba un golpe a ciegas. Sin embargo, allí no había nada en absoluto, excepto el maldito humo que se arremolinaba siguiendo la estela de mi golpe.

De nuevo, algo me hirió, esta vez en el costado izquierdo. Sentí un fuerte tirón que me lanzó de frente, haciéndome caer de bruces. Me incorporé de un salto, con los puños en alto y la respiración agitada, esperando el siguiente ataque, que no tardó en llegar en la forma de un agudo dolor a la altura de la oreja derecha. Mi cabeza vibró en tanto mis piernas temblaron. Estuve a punto de caer inconsciente, pero pude aguantar el dolor.

Eso agito la cabeza mientras reía divertido. Permanecía en silencio, y también me maldecía en silencio. Me pedía que le dejara hacer, que me mantuviera a un lado en todo momento, que no me metiera, que sólo era un niño gordo y llorón tratando de ser valiente, pero que, en realidad, no lo era. Aquello era el reino de los monstruos, y yo no era una de aquellas razas de las tinieblas.

Volví a alejarme, a formar parte del patio de butacas en el que podía disfrutar de la película sin miedo, cómodamente retrepado en mi asiento, con un cubo de palomitas de mantequilla en una mano y un enorme vaso de refresco de cola en la otra. Sentí una vez más la tranquilidad de sentirme a salvo tras la barrera invisible, de saber que era Eso el que, una vez más, me iba a sacar las castañas del fuego con las bestias del Averno.

—Ven aquí, gallinita —rio la bestia que se oculta en mí—. Pita, pita, pita, pita…

Y, para mi sorpresa, cerró los ojos.

Me inquieté, pero le dejé hacer. Sabía que, de los dos, era el único que sabía lo que realmente había que hacer en aquellas situaciones. Todo era oscuridad pero, para mi sorpresa, todo era luz. Una luz extraña, de un color indescriptible, en la que podía ver el entorno con una nueva claridad que no sé expresar con palabras.

Todo se volvió sentidos. Mis escuchaba infinitamente mejor. Casi podía oír los latidos de los chavales que estaban a pocos metros de mí, y hasta la versión del “Cien Gaviotas” de Duncan Dhu parecía no interferir en mi audición. Podía olerlo todo mucho mejor, tanto que podía saber cuándo se movía alguien y en qué dirección.

Entonces lo sentí, o sería mejor que Eso lo sintió y yo pude verlo a través de sus ojos. Vi la ahusada forma con las largas garras bailoteando a ambos lados del cuerpo de manera rítmica con cada zancada que daba hacia mí. Las vi girar en mi dirección, con el afilado borde apuntando hacia mi cuerpo.

Era un ataque final, mortal para mí.

Pero Eso no se movió ni un milímetro.

El ser se acercaba cada vez más y más. Los volantes de sus holgadas prendas se agitaban a su alrededor como si fueran alas. Pero no me moví, aguardando, esperando el momento más idóneo. La cosa dio un salto, y su silueta se dibujó por entre las nubes de pólvora que nos rodeaban, con las zarpas por encima de la cabeza, dispuesto a terminar conmigo.

Eso se moivió tan rápido que ni lo vi. Nunca supe cómo golpeó, pero sí que fue con el brazo izquierdo, ya que sentí la tensión en el hombro. El puño impactó con fuerza sobre el rostro. Sentí la deformación de los huesos del pómulo sobre mis nudillos, y la fuerza con la que me salpicó la sangre al desgarrarse la piel. Un sonido húmedo me dijo que el cuerpo había caído al suelo.


Eso se lanzó como un lobo a través de la niebla en busca de su presa. Estaba en el suelo, postrado, con la cabeza sobre un charco de aquella sustancia viscosa y oscura que no cesaba de manar de una horrible herida que le recorría la parte derecha de la faz, desde la ceja hasta el maxilar inferior. Las manos temblaban, y las puntas aceradas en que terminaban sus dedos arañaban el suelo de albero, dibujando surcos que formaban una infernal tela de araña. Me miraba con un ojo inyectado en sangre y el otro abultando sobre la cuenca, amenazando con salirse de su alojamiento.

No le di tiempo. Me senté a horcajadas sobre su torso, clavándole al suelo ambos antebrazos con las rodillas, y empecé a descargar puñetazos como un loco sobre su cara, feliz por mi victoria, deseando saborear la sangre del triunfo. Su cabeza rebotaba sobre el polvo y la sangre una y otra vez, ensuciándome la parte inferior de los muslos y hasta la parte baja de la entrepierna. No me detuve. La cabeza se había deformado, como si fuera la cáscara de una fruta monstruosa de la que se derramaba la pulpa de su interior, una sustancia densa y cremosa de fetidez innombrable.

Con manos temblorosas por el estrés y la ira, le arranqué la máscara con la que se envolvía el rostro. La careta emergió del interior de manera lenta y dolorosa mientras el monstruo aullaba indefenso como un recién nacido. Eran dos ojos enormes, similares a los de una mosca, con una boca partida en cuatro que se abría como una flor, dentro de unas facciones que se separaban en una estrella de ocho puntas. En el centro de la boca, una lengua áspera y llena de supurantes púas se agitaba con inquietud. Una piel áspera, como madera o cuero reseco, se tensaba a cada movimiento de la enorme cabeza que se intentaba zafar de mí a toda costa.

Se comenzó a agitar con la fuerza de un demonio, más movido por el miedo y la desesperación que por querer seguir peleando. La piel se rasgó a toda velocidad con un prolongado lamento al de una tela al rasgarse. Se liberó de su carcasa, ya inútil, mientras agitaba la boca tratando de morderme, con la larga y espinosa lengua supurando al aire. Una gota desprendida de una de las púas me salpicó en la mejilla, haciéndome sentir de inmediato un incómodo escozor.

Me quité de encima a toda velocidad, mientras me frotaba furioso la piel con la manga, tratando de retirar la corrosiva gota, comprendiendo que la saliva de la criatura era un ácido que me roería hasta que no quedara nada de mí.

Los enormes ojos de celda me miraron. No sé cuántos de los diminutos puntos que lo componían me enfocaron, pero no fueron pocos. Se agitó de manera vigorosa en el enorme agujero al que había quedado reducida su cara, corcoveando con violencia, y terminó de salir del cuerpo. Fue apenas el tiempo de un parpadeo, y no pude apreciar del todo su verdadera forma, ya que se perdió a toda velocidad tras el velo de humo.

Salí corriendo tras aquello. No me importaba vivir o morir. Sólo darle caza y que todo acabara para él. A veces, ver el mundo a través de los ojos de Eso puede resultar un experimento fascinante, una experiencia sensorial completamente nueva y refrescante para mí, aunque en el fondo le tema y le desprecie. Seguí a la cosa a través de la niebla, siguiendo su rastro como un animal, viendo las gotas de su viscosa sangre manchando el albero, o el pútrido olor que despedía su infecto cuerpo. Alguna que otra vez tropecé o empujé para apartar a quienes se interponían en mi camino. A lo lejos, un glugluteo que pretendía ser una risa actuaba como reclamo complementario para guiarme dentro de la nube de ceguera que me envolvía.

Al final, mientras el grupo interpretaba de una manera aceptable el “Nuestros Nombres” de Héroes del Silencio, la brume se deshizo, pudiendo ver un cuerpo a medio camino entre el hombre y el insecto caminar o, al menos, avanzar en dirección a uno de los portales cercanos al lugar del evento.

Los bloques de la zona son altos, de unas diez o doce plantas por bloque, y una buena cantidad de pisos por cada una. No quise ni pensar en la cantidad de personas, de familia, que estaban corriendo peligro por mi culpa en aquellos momentos, pero Eso me gruñó, diciéndome que el único culpable era el ser artrópodo al que le estábamos dando caza en esos momentos.

La cerradura saltó con un sordo chasquido, haciendo vibrar la pesada puerta de hierro y cristal que separaba el recibidor del mundo exterior. Con la velocidad propia de una cucaracha, la criatura se coló en el interior del edificio. Pude escuchar el traqueteo de las peludas patas terminadas en punta, como unos larguísimos tacones.

La primera imagen mental que acudió a mí fue la de aquella cosa destrozando la puerta de uno de los domicilios, arramblar con cuanto se le cruzase en el camino hasta que no quedara nadie vivo, y volver a parasitar un cuerpo con el que poder continuar con su plan, fuera cual fuese. Las imágenes de las paredes salpicadas con proyecciones de sangre a alta velocidad hirieron mis retinas a pesar de no ser más que meras fantasías producto de mi subconsciente, pero la muerte de inocentes era algo con lo que no podría cargar en mi conciencia.

No sabía su nombre. No tenía ni idea de su origen. No podía empatizar con esa cosa de ninguna de las maneras. No estaba en un cómic. Nunca lo estuve. Mi vida no se componía de una sucesión de viñetas escritas por algún autor al que un buen dibujante se dedicaba a poner forma. La vida real nunca daba segundas oportunidades, y el horror era como un hormiguero, donde interminables miríadas de guerreros se lanzaban sobre mí en inacabables cargas con un único objetivo.

Recuperar un objeto que, supuestamente, tenía yo, o alguien de mi familia, que sospechaba que era mi padre, y acabar conmigo.

Devoré las escaleras, dando zancadas de tres y cuatro escalones cada vez. Hasta hubo tramos que ni recuerdo cómo los subí. Iba en pos del clac-clac que hacían repicar las puntas de sus patas. Hubo un par de momentos en que lo escuché rayando el suelo al resbalarse sobre las baldosas. Entonces, el tableteo aumentaba en intensidad, como si se tratase de un bailarín de claqué antes de volver a su acelerado ritmo.

Me ardían los pulmones, y las piernas me pesaban cada vez más y más, pero aún sentía que me sobraba energía. Una placa me indicó que ya estábamos llegando al final de las escaleras. Ya no quedaban más plantas a las que subir, y eso hizo que sintiera una profunda angustia, ya que la probabilidad de que reventase una puerta y provocara una masacre en el interior del domicilio aumentaron exponencialmente.

Pero me volví a equivocar. No se iba a colar en ninguna vivienda. Le vi embestir con su cabeza llena de aristas contra una puerta de metal que se alzaba tras un corto acceso de cuatro peldaños. El cerrojo salió despedido de su alojamiento y, tras arrugarse como el papel, la puerta salió despedida hacia el exterior, y el monstruoso artrópodo iba tras ella. No tardé más que un par de segundos en alcanzarlo. Un molesto resplandor me hirió en los ojos, cegándome por unos instantes. El sol del atardecer se alió contra mí, dándome una funesta bienvenida a la azotea del edificio. Levanté las manos para protegerme la vista en el momento justo en el que una enorme pata de cangrejo, peluda y acorazada, salía disparada contra mi cabeza. Apenas sí tuve tiempo suficiente para absorber el impacto. Salí despedido de espaldas, impactando en la pared que creaba un tubo sobre el tramo de cuatro peldaños que llevaba a la azotea. Luego caí a plomo sobre la pequeña escalera, que bajé rodando hasta terminar de bruces sobre el descansillo. Al otro lado, recortándose sobre el umbral, a contraluz, la silueta deforme de la criatura me observaba divertida antes de hacerme un gesto con sus pinzas para que subiera, que el combate no habría terminado hasta que solo uno de los dos siguiera en pie.

Eso no se lo pensó. De un salto, devoró la distancia que nos separaba hasta el portal a la azotea, haciéndonos salir al exterior. Esta vez procuré cuidarme mejor la vista y me giré en derredor para poder detectar la presencia del monstruo, sin resultado. Una sombra se deslizó a mis espaldas. Me di la vuelta de inmediato. La cosa se encontraba en el mismo borde del edificio. Iba y venía por la fachada, ora caminando por dentro, ora lo hacía sobre el vacío, sin preocuparse lo más mínimo por la gravedad. Chascaba las pesadas y peludas pinzas, mientras la deforme boca se abría y cerraba, mostrando la espinosa lengua rezumando veneno.

—Una mosca al río se fue a beber/en la presa se iba a convertir sin saber/ que de la pobre hambrienta dama/iba a terminar en su panza/la araña se cobra su fama… —canturreó.

Se lanzó contra mí a toda velocidad. Casi no lo vi venir. Sus pinzas destrozaron parte de mi disfraz, y arañaron las paredes del acceso a la azotea, dejando el rastro de sus pinzas sobre la superficie. Ciego de furia, me arrojé sobre él. Se produjo un intenso forcejeo tras el cual, logré darle la vuelta, colocándolo bocarriba. Inmediatamente, sus patas comenzaron a agitarse de manera frenética en un desesperado intento por darse la vuelta, pero no le dejé. Lo agarré del peludo cuerpo y lo arrojé por encima del pretil. Un estruendo metálico llamó mi atención, y me asomé inmediatamente. Observé que había caído sobre unas varas de forjado en una obra que había en una terraza inferior, otra de las azoteas pero en un edificio de mucha menor altura. Se agitaba con las varas que le atravesaban el cuerpo de una punta a otra, mientras se desangraba con gran rapidez. El oscuro charco de materia viscosa se iba ampliando con lentitud, manchando los ladrillos e impregnando la arena y el cemento.

Su boca estrellada se dividió, separando cada una de sus partes, y lanzó un caño de repugnante apariencia al aire mientras la lengua se agitaba de manera repulsiva en el centro. Cuando más se movía, más se ensartaba en las varillas de hierro, hasta que ya no pudo moverse; de hecho, algunas le atravesaron las extremidades, dejando descolgadas, apenas unidas por un girón de carne algunas, y cercenándole otras. Una de las pinzas, al arañar el aire de manera ciega, se ensartó ella misma contra otra de las puntas, quedando atravesada e inmovilizada al momento.

Entre la ferralla también había algunos tubos de acero que terminaron por abrir como un cascarón el torso del monstruo. Las vísceras se mostraron al sol del atardecer, lustrosas, agitándose como gusanos. Al calor del sol, comenzaron a agrietarse y secarse hasta quedar reducidas a polvo. No tardaría mucho en quedar convertida en un montón de polvo que el viento arrastraría hasta borrarlo por completo.

Cada vez se movía más y más despacio hasta que, finalmente, dejó de hacerlo. Me quedé observándolo unos minutos hasta que me convencí de que ya no se iba a mover nunca más. Luego, me levanté y me fui dando tumbos por los escalones hasta que salí a la calle, sintiéndome mareado, confuso y agotado.

Los niños corrían de un lado para otro. Unos chavales compartían una litro con la que regaban un porro de hachís que se iban pasando los unos a los otros, dándole una rápida pero prolongada calada antes de pasarlo al siguiente. Alguien me lanzó algunos buscapiés que me mordieron las suelas de los zapatos. Los ignoré por completo. Pude sentir unas cuantas miradas de curiosidad de vez en cuando, pero no pasaba de ser otro más entre la multitud, un bicho raro (ahora se nos llama frikis) caracterizado como en un cómic del Castigador, un Frank Castle cubierto de sangre y heridas, un puñado más de cicatrices que añadir al diario de guerra. Pero nada más.

No nadie sabía lo que acababa de pasar. Ninguno se podía imaginar de lo que les acababa de salvar. Si alguno lo hubiera vislumbrado, aunque fuera un atisbo soslayado por mera casualidad, se hubiera terminado volviendo loco por el horror. La cosa estaba terminando de agonizar en la azotea del edificio, traspasada por un montón de tubos de acero, con las costillas separadas y eviscerada al sol del atardecer que la secaba a gran velocidad a medida que se iba hundiendo en la lontananza. No tardaría demasiado en secarse del todo y quedar reducirá a un polvo que algún viento cósmico barrería para perderlo por siempre en el libro de la memoria del olvido.

No obstante, yo también había hecho mi jugada. Un seguro por si, como en una manida novela de vampiros de Bruguera, algo salía mal.

Me volví hacia uno de los chavales que correteaba por allí. Llevaba en una mano varios cohetes de esos que tienen un palito por el que poder sujetarlos para lanzarlos con mayor comodidad.

—¿Eres capaz de enmarcar uno de esos en aquella azotea? —le desafié.

El niño, que no tendría más de diez años, me miró con curiosidad más que con miedo o desconfianza.

—¿Qué me das si lo hago? —me preguntó, suspicaz.

Saqué una moneda de quinientas pesetas y se la enseñé.

—Es tuya si lo consigues a la primera —le dije.

Me sonrió con malicia. Le vi preparar con gran pericia y velocidad el artefacto, y supe que lo iba a lograr a la primera. Prendió la mecha con un encendedor y esperó con paciencia a que se consumiese mientras graduaba la mano con un lento giro de muñeca, buscando el ángulo perfecto para acertar en el blanco.

El cohete salió de su mano a toda velocidad, cruzó el aire casi imperceptible, y llegó a la fachada del edificio donde, como movido por una mano invisible, varió su trayectoria, ascendiendo a toda velocidad en paralelo al tabique hasta que sobrepasó el pretil que coronaba la azotea. Pude ver una garra agitarse, cortando el aire con debilidad como si intentara asir una escala invisible con la que poder recuperar su verticalidad y continuar con nuestro combate, o como si se estuviera temiendo lo peor y tratara de huir de allí cuanto antes y a toda velocidad.

Sin embargo, tal y como había adivinado por la sonrisa del niño, la suerte estaba más que echada. El artefacto describió un arco inverso y atravesó el aire como una saeta maldita que desapareció en la cúspide del edificio. Por un instante pude escuchar uno de aquellos gruñidos lastimeros de la bestia, como quejándose de su suerte, antes de que la deflagración convirtiera la azotea del edificio en una enorme bola de fuego. Las llamas lo devoraron todo a su paso, convirtiendo el bloque de vecinos en un enorme pebetero en el que se había prendido una llama que pretendía ser eterna. Las largas extremidades de la criatura se agitaron convertidas ahora en antorchas que se iban desintegrando a medida que se espesaba la columna de humo que ascendía hacia el crepúsculo.

Me di la vuelta, aprovechando que el muchacho se había quedado estupefacto por los efectos de su cohete, y ahorrarme así el tener que darle la moneda de quinientas que le había prometido.

CONTINUARÁ...

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