EL CLUB DE LOS PRIMEROS BASTARDOS: HALLOWEEN (4)

Saludos desde la Oscuridad.

Os presento la cuarta y última parte de este relato. Mi intención era haberlo terminado en noviembre, mes de las ánimas del Purgatorio y de la festividad que le aporta su nombre a este cuento, pero me ha sido del todo imposible terminarlo en plazo.

No obstante, aquí lo tenéis. Espero que los disfrutéis con un buen escalofrío.

Que el gran Cthulhu os guíe y os ilumine por los oscuros recovecos del universo de las sombras cósmicas.

HALLOWEEN (4)


CHAVELA VARGAS-La Llorona

Un nuevo estallido lanzó un hongo de humo negro hacia el cielo del atardecer, cubierto de tonos rojos sangre e ígneos naranjas. Unos fragmentos envueltos en llamas cruzaron el espacio, describiendo negros arcos que despedían chispas a su paso con las que quemaban el aire hasta caer en la calle, haciendo correr en todas direcciones a todos los presentes. El niño al que le debía las quinientas pelas también desapareció, haciendo que sonriera al pensar que con él también se había esfumado otro problema. Las llamas crepitaron en la azotea, lanzando bolas de fuego a la atmósfera, mientras un gran alarido de dolor se entremezclaba con los chasquidos de la combustión.

Me di la vuelta a tiempo para ver un cuerpo incandescente que salía despedido al cielo desde la cúspide del edificio, cayendo a plomo sobre la acera entre humo y fuego. Las pavesas se dispersaron en todas direcciones, creando una densa y extraña niebla de color gris que nos envolvió a ambos, creando una pantalla que ocultaba la plaza a la vista de los curiosos. Un glugluteo emergió entre las nubes de humo y el hedor a carne y pelo quemados, así que dejé que Eso volviera a tomar el control, si es que alguna vez lo había soltado.

La criatura era ahora un amasijo de carne humeante y cuya piel se arrugaba entre llamas, crepitante, antes de desprenderse de su cuerpo y caer a sus pies, convirtiéndose en cenizas. El rostro estaba deformado, con capas de tejido que se superponían de una manera poco menos que grotesca, dejando un solo ojo visible por el que poder ver algo. La boca era un hocico afilado cuajado de dientes alargados similares a los de un tigre, y estaba recubierta de costras negras que se resquebrajaban con cada movimiento de los maxilares en forma de estrella.

—Ni se te ocurra largarte, chico —jadeó con voz flamígera—. Esto no ha hecho más que empezar.

Lo observé consumirse ante mí lentamente, una cerilla lamida con la llama que prendía la cabeza de fósforo, con el ambarino ojo fijo en mí, brillando entre las lenguas de fuego que se agitaban. Se apoyó en las extremidades que aún le quedaban y se acercó a mí con lentitud, mientras se abrían purulentas llagas en la poca piel que aún cubría su cuerpo, derramando un líquido viscoso de repugnante apariencia. Las garras dejaban un rastro sobre las baldosas del suelo, un zigzag con el que firmaba su presencia en este plano del cosmos.

Yo, cómodamente sentado en mi butaca, en un espacio que nunca he sabido con certeza dónde se encuentra, me limitaba a ver la proyección de la película de mi vida en una sala de cine donde el proyector eran mis propios ojos, pero la forma de verlos no era a través de mí, sino a través de la brutal forma con la que Eso lo interpretaba todo. Sentí un escalofrío mientras veía mi cuerpo caminar en círculos, sin perder de vista en ningún momento el cuerpo incandescente que tenía ante sí.

La masa de carne envuelta en llamas saltó sobre mí al tiempo que su boca en forma de estrella, repleta de aguzados dientes, se desplegaba y lanzaba un rugido:

—¡Es hora de comer, chico!

Di un paso lateral, esquivando por muy poco el ataque. La criatura se revolvió y me buscó con su único ojo, para volver a repetir su acción una vez me hubo localizado en aquel teatro del horror. Nuevamente, lo volví a esquivar, y así dio inicio una siniestra danza en la que Eso se limitaba a esquivar una y otra vez los ataques del monstruo hasta que una de las patas se resquebrajó y quedó reducida a unos humeantes escombros sobre el suelo.

No comprendí lo que estaba haciendo hasta ese momento. Entonces supe que lo que mi monstruoso alter ego se había dedicado a hacer era a esperar a que las llamas lo fueran devorando y consumiendo hasta carbonizar por completo algunas de sus partes, y las más frágiles habían resultado ser las extremidades, como podía contemplar con mis propios ojos.

La criatura miró con incredulidad el muñón fuliginoso que quedaba de lo que fue hasta hacía un instante su extremidad, reducida a un montón de cenizas humeantes ante su estupefacta mirada. Se volvió a arrojar sobre mí, alzándose varios metros por encima de mi cabeza, describiendo una elipse de llamas, hasta que, al aterrizar, se escuchó un restallido similar al de la loza al romperse, y la mitad inferior de su cuerpo quedó hecha una pequeña montaña de cenizas sobre las que se arrastraba un torso que se impulsaba gracias al único órgano que aún podía emplear para desplazarse.

—No podrás arrebatarme mi triunfo, chico —gruñía la cosa con voz crepitante, a la vez que sus mandíbulas, armadas de unos afilados dientes que perdían su blanquecino color en favor de una negrura cada vez más intensa, se movían con furia—. Devoraré tu corazón. Serás parte de mí, y te cagaré cuando ya no puedas aportarme nada más. Pero me aseguraré que tu tránsito por mis tripas sea la peor de las experiencia posibles, hijo de la gran puta —Se relamió con una lengua que era un látigo envuelto en llamas—. Me cambiaré de forma, sí. Adoptaré la más espantosa, aquella que me asegure la digestión más lenta, dolorosa y terrible que puedas soportar, bastardo…

Entonces, unos hilillos de ceniza se precipitaron desde la base de su cráneo, y la mirada que destilaba el único ojo operativo que le quedaba pasó del mayor de los odios al terror más extremo. Miró a su alrededor, buscando algo con la mirada sin encontrarlo. Se escucharon algunos chasquidos y pequeñas nubes de polvo se fueron levantando a la par que se resquebrajaba la criatura.

Me miró aterrado, y sentí el furor triunfante de Eso en mi sangre.

—En polvo eres… —se limitó a recitar.

La cosa se estremeció mientras de la enorme estrella de mar dentada con la que coronaba su cabeza brotaba un profundo quejido, similar al de una sirena. No pude por menos recordar un sonido similar que me desveló durante semanas hacía muchos años y que me hizo sumergirme en un mundo de pesadillas que aún hoy me persigue. Inclinó hacia detrás la enorme cabeza, envuelta en humo mientras lo que le quedaba de cuerpo supuraba una sustancia espesa que lo envolvió hasta formar algo similar a una cobertura que le confirió una apariencia similar a la de un enorme pedrusco.

Sonreí. Incluso aplaudí, allá donde se encontrara mi consciencia. ¡Había vencido a mi enemigo! Pero a Eso no le gustó aquello. Se abalanzó inmediatamente encima de la extraña cobertura y comenzó a golpearla con verdadera furia. Sus latidos retumbaban en mis oídos como tambores de guerra, mientras batía los puños encima de la dura masa en la que se había envuelto la criatura, pero nada parecía afectarla.

En mi mente le dije que lo dejara en paz, que estaba acabado, que ya no era nada más que un despojo incapaz de valerse por sí mismo, pero Eso me habló sin palabras, y me dijo que no podíamos dejarlo allí, que podía volver a recuperarse, a ser fuerte, y no se habría acabado el problema, sino que le habríamos dado el tiempo suficiente para que se pudiera volver a recomponer y atacar de nuevo. Se le ocurrió la descabellada idea de que algún artista local se enamorase del pesado monolito y quisiera esculpirlo en plan Miguel Ángel, buscando encontrar la figura que se ocultaba en su interior, encontrando algo que nadie quería que volviera a ser liberado.

Supe al instante que tenía razón, y volví a acomodarme en mi butaca mientras le dejaba hacer a sus anchas, tal y como a él le gustaba. Los golpes impactaban con fuerza inhumana sobre la superficie, que parecía poder resistirlo todo. Por un momento temí la fractura de los huesos de las manos, como ya me pasó en una ocasión jugándome la vida contra los horrores. Aún podía sentir el aliento fétido de la criatura en mi rostro mientras estallaba el metacarpiano de la mano derecha, el del meñique, al destrozarle el maxilar, que comenzó a sangrar de manera profusa. Veía aquel rostro deforme, consumido por el corrosivo con el que le había quemado hasta desfigurarlo por completo, sobre la oscura y pestilente superficie de la falsa roca en la que se había escondido mi adversario.

Entonces resonó un crujido similar al que emite una sandía al hundir el cuchillo su hoja, atravesando la corteza hasta que alcanza la carne anunciando su frescura. Una pequeña nube de polvo se levantó, dibujando un zigzag con punta de cuchillo en el aire que me hizo unas molestas cosquillas en los ojos y la nariz, haciendo enfurecerse a Eso aún más de lo que ya lo estaba. Observé a través de los ojos de la bestia que se había adueñado de mi ser una raja, prolongada y sinuosa que se ramificaba como meandros de un río, a lo largo de la superficie. Junto con el polvo, un tufillo repugnante se adentró en mis fosas nasales.

Un hedor a podrido y a quemado, a cuerpo en descomposición a medio calcinar.

Había logrado mellar la resistencia de la cobertura, y estaba a un paso de llegar a mi objetivo. La cosa que se había encapsulado en el interior de la roca no iba a poderse escapar de mí por mucho tiempo más.

Eso siguió golpeando con furia. Los puños retumbaban como truenos a lo largo de la superficie del envoltorio hasta que comenzaron a saltar las primeras lascas junto con más polvo, dejando a la vista unas pequeñas grutas que se adentraban sinuosas en la oscuridad del núcleo, pero que aún no dejaban a la vista al ser. Continué con el golpeo, saltando duros fragmentos por todas partes, mientras una neblina pulverulenta se unía a la que el fuego había derramado a nuestro alrededor, dificultándome el poder respirar.

Una voz surgió del interior de la roca, frágil y suplicante, recordándome a la de la mosca en la película interpretada por Vincent Price.

—¡No! ¡No! ¡Déjame! ¡Déjame! ¡Aléjate de mí! ¡No te acerques! ¡No! ¡Déjame! ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Sálvame! ¡No me abandonéis, Maestro!

La mera mención de El Maestro hizo que Eso terminara de perder la cabeza, eso si es que la cordura anidó alguna vez en ese cerebro animal, aunque se trate también del mío, al fin y al cabo. La fuerza con la que golpeaba la superficie de la cobertura con la que se protegía se redobló, triplicó, y alcanzó cotas de fuerza que aún hoy no me atrevo a tratar de medir. Si alguna vez hubo una fuerza desmedida en un cuerpo humano, algo que se escapaba a todo control, ese fue el momento en que dejó su huella en la historia.

Un último estallido envuelto en polvo y se desprendió un enorme fragmento de la roca, que rodó por el suelo un par de metros hasta caer de plano y quedar reducido a un puñado de diminutos fragmentos. La cabeza era ahora una masa humeante recubierta de una pátina purulenta de hedor insoportable que brotaba de unas pústulas que cubrían toda la piel y que estallaban al contacto con el aire. La boca en forma de estrella de mar se abrió mostrando el repertorio de afilados dientes, y que me parecieron mucho menos amenazantes. Ahora estaban ennegrecidos en su mayoría, quebrados otros por el calor, y no pocos se habían convertido es espinas carbonosas que se estaban fragmentando ante mis ojos, amenazando con romperse en cualquier momento. La lengua, por su parte, era un fragmento de carne quemada, con negras costras por algunas partes de su superficie, e hinchada hasta lo grotesco, ocupando casi toda la cavidad de la garganta, por la que se escapaba un fino silbido que pretendía ser una voz.

—Lárgate… No me toques… Aléjate de mí… —suplicaba con debilidad, apenas capaz de pronunciar las palabras—. ¡Maestro, sálvame! ¡Acudid a la llamada de vuestro siervo, os lo suplico! —aulló.

Eso se alzó cuan largo era. Me pareció haber crecido metros enteros más allá de mi estatura normal. Sentí los brazos especialmente pesados, y el pecho denso y duro, de acero, mientras la sangre, agitaba, batía mis venas.

—Salúdales desde el Infierno —gruñó, mientras la imagen se teñía de un intenso color rojo sangre—. A todos los horrores de la gruta. Y dile a tu Maestro que… que… ¡Bah, a la mierda!

Y comenzó a golpear con saña la cabeza, que aulló de dolor mientras saltaban al aire fragmentos de carne y hueso. La estrella de mar de sus fauces quedó destrozada casi al instante, con las extensiones del maxilar colgando lasas, apenas unidas al rostro por unos pocos débiles colgajos de piel que se resquebrajaban. Los fluidos salpicaron fuera del cráneo, derramando consigo un pestazo insoportable. Eso no paró de golpear hasta que el envoltorio hubo reventado y quedado reducido a un montón de escombros.

—¡No le digas nada! —gruñó con los dientes apretados sin dejar de descargar un golpe tras otro al ritmo de una ametralladora—. ¡Que se pudra! Quédate en el Infierno, ¿me oyes? Quédate porque, si no, te volveré a encontrar y te mandaré allí gritando, hijo de la gran puta.

Al final quedó un guiñapo sanguinolento acéfalo y humeante de piel crujiente y quemada del que se vertían los últimos chorros de una sangre espesa y pestilente que se derramaban por el suelo, extendiéndose en una repugnante mancha sobre las baldosas de la acera. La niebla grisácea que aún nos rodeaba comenzaba a disiparse, y ya podía escuchar las voces de los primeros curiosos que se acercaban a comprobar los efectos de la detonación sobre la plaza. Algunos, imagino, tendrían ganas de ver un socavón de un tamaño considerable digno de cualquier película de catástrofes made in Hollywood.

Yo, por mi parte, no tenía ganas de dar explicaciones sobre el cuerpo retorcido de largas extremidades casi completamente carbonizadas con una apariencia vagamente humana que aparecería tendido en el suelo, apreciable a simple vista por cualquiera que se acercase a ver, así que comencé a buscar una rápida salida entre las grises volutas de humo que ya se habían disuelto casi por completo en el aire con la misma ansiedad con la que un animal acorralado busca una salida antes de enfrentarse a sus enemigos.

Un profundo chasquido resonó junto a mi oreja. Al volverme, al tiempo que oí el chapoteo de un siniestro gorgoteo, vi cómo el cadáver se disolvía a toda velocidad hasta que quedó reducido a un enorme charco oscuro que se extendía por el suelo hasta que se derramaba por el enrejado de los husillos, tragado por las alcantarillas hasta formar una unidad con las aguas fecales que corrían por la garganta de cemento, por el entramado de las tripas de la ciudad. Lo que no se fue por las cloacas, comenzó a burbujear hasta convertirse en un humo nauseabundo que se mezcló con la niebla, desapareciendo a la par que esta.

No me entretuve más. Las siluetas se iban haciendo cada vez más nítidas, así que busqué con rapidez una vía de escape, que encontré a la nada, y por la que me escabullí desplazándome a cuatro patas como una bestia salvaje. Una vez me hube zafado, corrí a través de calles atestadas de gente disfrazada que disfrutaba de la festividad ajenas del todo a lo que acababa de suceder, ocultándome por callejones hasta llegar al bloque en el que residíamos mi familia y yo casi por la noche, una vez que el crepúsculo terminó su ciclo natural y el manto de la noche se había abatido sobre el mundo.

Jadeante y agotado, empapado en sudor y las piernas recorridas por incómodos y muy dolorosos calambres, subí hasta la séptima planta, donde se encontraba el diminuto piso en el que habitábamos. Al pasar por la cuarta planta, una puerta se abrió emitiendo un prolongado y quejumbroso lamento mientras derramaba un rectángulo de luz ámbar sobre el suelo del entresuelo. Una calavera garbancera de papel maché me miraba desde una tela de araña hecha con hebras de algodón deshilachado en una postura de marinero  subido a la jarcia oteando el horizonte en el más profundo y solitario rincón del océano. Una cortina de color anaranjado separaba el recibidor del resto de la casa, un lugar que podía decir que conocía bastante bien.

—Ven, mijito —me llamó una voz quebrada desde el interior.

Pese a reconocer la voz, no me atreví a dar un paso más. La luz se apagó, pero no busqué el botón de encendido. Unas volutas de humo se escaparon al pasillo como dedos fantasmagóricos que me buscaban a tientas en la penumbra. De nuevo, la voz de la chamana se derramó por la entrada al piso.

—Ven, nahual. Tenemos que hablar.

Temblando de miedo, me acerqué con lentitud a la entrada. Eso no tomó control de mí. ni siquiera se manifestó la molesta e inquietante bola de hielo que habitualmente se aposenta en mis tripas y que me indica que está a punto de salir y hacer que todo salte en pedazos antes de que el apocalipsis se extienda por la faz de la tierra. La calavera me miró con sus negros ojos carentes de vida como si de verdad pudiera contemplarme. Un enorme ser alado y emplumado con unas descomunales fauces de dragón por las que sobresalían unos largos y retorcidos colmillos. Parecía hecha en piedra, pero el fragante olor a comida recién hecha me dijo que, en realidad, era una figura hecha con pan o algo que la mujer había cocinado a fuego lento en un horno.

Escuché el tintineo del beso del cristal que se daban un vaso corto y una botella de tequila. El licor bajó por el cuello de la botella hasta llenar el recipiente, que subió de manera lenta pero firme hasta los ajados labios de la mujer, que se lo bebió de un sorbo. De fondo, un disco de vinilo giraba sobre el plato en un tocadiscos, lanzando destellos mientras la negra superficie giraba sin parar. Era similar a un viejo gramófono, con la trompa culminada en flor por la que salían los sonidos de una vieja canción. Encima de una mesa supletoria, descansaba la portada en cartón del disco, con una foto de una muy joven Chabela Vargas. No recuerdo el nombre del álbum, pero sí de la canción con la que la que la voz de la costarricense llenaba el ambiente de la habitación, porque fue la primera vez que escuché La Llorona.

—No le temas —me dijo, al percatarse de mi fascinación por la escultura en pan de muerto—. Es Quetzalcoatl, uno de los más importantes dioses de la mitología de mi país.

Asentí con la cabeza en silencio recordando haber visto algo al respecto en algún documental emitido por televisión.

—También le dicen la serpiente emplumada —dije.

La mujer asintió, sirviéndose un poco más de tequila. Tomó entre sus dedos un puro que aguardaba sigiloso a su lado humeando en un enorme cenicero de cristal y dio una larga calada. Las luces anaranjadas se extendieron por sus arrugadas facciones y me permitieron ver unos ojillos entrecerrados, no más que una fina línea horizontal bajo las cejas en los que brillaban las ascuas de sus pupilas, intensas como rugientes hogueras en la negra jungla.

—También se le conoce como Nahualpiltzintli —Parpadeé, asombrado ante la compleja sonoridad del término—. En lengua náhuatl se traduce como “príncipe de los nahuales”. Como tú, chulel.

—No sé lo que soy —jadeé, desanimado.

—¡Oh, sí! Sí que lo sabes, pero te niegas a aceptarlo. Tan simple como que has venido a mi llamada, aún pudiendo no haberlo hecho —Al ver mi mirada de extrañeza, me sonrió débilmente—. Has visto mi puerta abierta, pero no has pasado de largo. Has escuchado mi voz llamando, y no la has ignorado.

—Eso no tiene nada que ver. Me llamó, y vine por educación —repliqué.

—Cierto —La sonrisa se hizo un poco más amplia sobre su reseco rostro—. Te llamé, pero no lo hice por tu nombre, Héctor. Llamé a la bestia que ocultas en ti, y tú no te has ido a esconderte como siempre, sino que has venido.

—No ha sido así.

—¿Ah, no? —La mujer se inclinó hacia mí—. ¿Cómo te he llamado?

—Me ha dicho primero mijito —recordé—. Y luego me dijo que teníamos que hablar.

—¿Y cómo te llamé?

Tragué saliva al recordar.

—Nahual —jadeé.

La mujer se reclinó sobre el respaldo de la butaca en la que reposaba y le dio una nueva calada a su cigarro. El rostro quedó envuelto en una bruma densa entre la que se podían distinguir las brasas ardientes de sus ojos. Un nuevo trago de tequila bajó por su garganta, abrasador como el Infierno, mientras resonaba el mecanismo de cerrojo que era su garganta, recámara en la que un francotirador más allá del tiempo y el espacio alojaba una bala que iba dirigida a mí. El diminuto vaso fue depositado con mimo sobre la mesa, y a mi memoria vino el recuerdo de unos viejos vasos con forma de dedal que había en casa de mi abuela y que se utilizaban para servir anís y aguardiente.

—Acepta tu destino —me dijo con un áspero susurro—. Eres la bestia entre bestias, el monstruo entre monstruos, la última defensa de la humanidad. No sigas por la senda de la resistencia, mijo, asume lo que eres, y selo.

Cerré los ojos sintiendo que se me agolpaban las lágrimas, ácidas y corrosivas. Giré la cabeza de un lado a otro, pero no veía nada y, cuando lograba enfocar la vista lo suficiente para obtener una imagen nítida, me devolvían la mirada unas cabezas que no tenían nada de humanas. Calaveras garbanceras, serpientes aladas, murciélagos con los largos colmillos rebosando los límites de sus bocas, y una panoplia casi interminable de monstruos que me rodeaban.

—No eres malo. No hay nada malo en ti. Es tu destino. En el cosmos hay miles de variables, y una mota de polvo flotando por cada una de ellas. El azar teje una tela de araña caprichosa dependiendo del baile de las motitas de polvo en el vacío. Y tu mota de polvo ha caído en una de las hebras de la red, y esa es la música que has de escuchar hasta el fin de tus días. Acéptalo.

Me di la vuelta, buscando a ciegas la salida. Las lágrimas ya habían colapsado mis ojos y se derramaban por mis mejillas ardientes, dibujando caminos de lava sobre la piel en dirección al extremo de la mandíbula. Me encontraba a punto de abrir la puerta cuando la voz de la mujer me detuvo.

—Espera. Llévate una calaverita de pan de muerto —me pidió—. Están sabrosas y recién hechas. Cómetela de camino a tu casa y piensa en lo que eres y en lo que debes ser. No rehúyas por más tiempo tu destino, nahual. No haces más que dilatar el tiempo en un vano intento por evitar lo inevitable.

Junto a la entrada, bajo la catrina que pendía de la telaraña de algodón, había una bandeja llena de figuritas de pan recién horneadas. Busqué un cráneo humano entre la montañita de figuras que se elevaba sobre la pieza de metal. Al final, entre varios panes zoomórficos, aparecieron las cuencas de un par de ojos y la cimera de un cráneo. Tomé la pieza con un rápido movimiento de la mano y salí de la casa con el sentimiento de un profundo malestar y una intensa congoja.

Di tumbos por las escaleras mientras me apoyaba con una mano en la barandilla y con la otra me llevaba el pan de muerto a la boca. Estaba a punto de darle un mordisco cuando me detuve al ver la forma del dulce que sostenía mi mano. Era un cráneo de una vaga apariencia humana, pero las facciones eran verdaderamente bestiales, como las de un jaguar, o un caimán. Un morro alargado nacía de la parte frontal del rostro hacia mí, con las mandíbulas repletas de afilados colmillos.

Me quedé parado en mitad de la escalera, a mitad de camino de ninguna parte, a mitad de camino entre dos mundos, con la mirada fija en las cuencas vacías de los ojos de la bestia, maravillosamente tallados por las manos ajadas de la mujer que las modeló con una delicadeza exquisita. Casi parecía un resto óseo auténtico. Si no fuera por los casi imperceptibles crujidos de la corteza del pan contra las yemas de mis dedos, habría dicho que era de verdad. Por un momento me dio pena comérmelo.

—Demonios, tengo hambre —gruñí, sintiéndome agotado tras la dura lucha con el último emisario que la Locura había hecho llamar a mi puerta.

Me dispuse a darle la dentellada que antes no había podido propinarle a la pieza de pan cuando algo brilló en el interior de las cuencas vacías de la calavera. Dos puntos de luz que me miraron fijamente a modo de pupilas. Las mandíbulas se separaron con gran brusquedad, rompiendo las junturas de pan en una lluvia de crepitantes migas que salieron despedidas en todas direcciones. Un prolongado y áspero jadeo emergió desde las profundidades de una garganta invisible, ascendiendo en una nota infinita, grave y reverberante, que rebotó en todos los rincones del tiro de escalera, desde la planta baja a la séptima.

La calavera se me escapó entre los dedos, precipitándose al vacío y estallando en mil pedazos cuando chocó contra el escalón. Los pedazos, reducidos a polvo, cayeron al vacío por el hueco bajo la barandilla, pero el ronco jadeo seguía allí, aumentando cada vez más la intensidad, hasta convertirse en un profundo rugido que seguía creciendo, la llamada de un dios durmiente que reclamaba su trono en templos con forma de pirámides escalonadas y sus sacrificios en altares de piedra con cuchillos de obsidiana.

Yo mismo quise gritar y rugir como una bestia. Me estremecí como sacudido por una intensa corriente eléctrica, incapaz de controlar mis músculos, que ya no eran míos, que actuaban de manera independiente. La ropa, a pesar de no ser más que un montón de harapos que me quedaban muy amplios, comenzó a apretarme por todas partes a la vez que la sangre palpitaba en unas venas gruesas que serpenteaban bajo la piel de mis antebrazos, que habían adquirido un tamaño tal que no los pude reconocer como míos.

La piel se tensaba. Algo pugnaba por salir de mis entrañas, pero no lo lograba. Me quemaba el cuerpo entero. Era un volcán cuya lava navegaba a través de mis venas. Sin embargo, en mi estómago se había aposentado una bola de hielo que mantenía todo en una tensa calma.

Como decía la canción, la bomba en Hiroshima a punto de estallar…

Corrí como pude hacia mi casa, ascendiendo por los escalones con pasos torpes. El aire no me entraba en los pulmones, y veía el mundo en una sucesión de tonos rojos que, en ocasiones, me cegaban por completo. Pero lo peor era la aterradora sensación de querer matar a alguien, de buscar camorra porque sí, de manera gratuita, y acabar con la vida de alguien, conocido o no, con mis manos desnudas. Me regodeaba en pensar en lo fácil que me iba a resultar destrozar las frágiles puertas de los pisos del viejo edificio en el que vivíamos, entrar como un vendaval arrasándolo todo y embadurnas las paredes de sangre.

De una de las paredes del corredor emergió una blanca figura con el rostro seco y las facciones propias de la catrina. El espectro extendió sus manos de retorcidos dedos sarmentosos y las tendió hacia mí. Unos labios apergaminados se movieron débilmente sobre una sobresaliente dentadura equina mientras la piel se resquebrajaba de manera penosa con cada movimiento.

—No huyas… Eres tú… El elegido… El que sostiene templos de piedra sobre sus hombros… El que hace que salga el sol al amanecer… La luna brilla en tu honor por las noches… Camazotz no se atreve a salir de su cueva para no tener que enfrentarse a ti y los chupacabras aúllan en tu honor… La Parca te teme… Tú unes el Hanan Pacha, el Kay Pacha, y el Uku Pacha…

Sus fríos dedos tocaron mi rostro con delicadeza, y me miró con unos globos de color amarillo macilento que ocupaban las cuencas de sus ojos. Temblaba de ira, pero el espectro parecía no tenerme miedo alguno. Pero yo sí que lo tenía. Tenía pavor de mí, de lo que podía llegar a ser, del monstruo que se ocultaba en mi interior y que sembraba el caos y la destrucción a su paso cuando emergía desde las profundidades.

Llegué al viejo piso. Abrí con unas enormes manos temblorosas la puerta, que emitió un quejumbroso lamento cuando casi la partí al forcejear con la cerradura. Para mi mayor suerte, no había nadie dentro. Dando tumbos, llegué al cuarto de baño, donde me arranqué a tirones el disfraz antes de meterme en la bañera y abrir la llave del agua. Mis dorsales chocaron con los laterales en esmalte marrón de la bañera mientras caía el agua fría como una lluvia sobre mi piel, enfriándola.

Jadeaba mientras me decía cosas para tranquilizarme, para volver a ser yo, aquel niño gordo y tímido con el que todos se metían y al que le daban a diario su ración de insultos y dolorosos descalificativos, un jugo más que desarrollar en el patio del colegio mientras, desde la oscuridad y la locura, un mal mayor me acechaba.

Luego, la nada. Los días pasaron sin que sucediera nada. No hubo revanchas, ni enviaron sicarios de ultratumba de monstruosas formas para acabar conmigo. Tan solo el lento pasar de los días y ya está. Más adelante, el Mal volvió a mí, continuó con sus ataques descarnados e indiscriminados en su ciego afán por terminar conmigo, y aún se afana en tal empresa en el presente, pero sin conseguirlo.

Y no pienso darle la más mínima oportunidad.

Ahora escucho la versión de La Llorona en la voz de Ángela Aguilar, pero no se me olvidan aquellos momentos en casa de la mujer, de la chamana azteca, atenta a mí y a cualquiera de mis movimientos, estudiándome tras una gruesa pared de volutas de un humo azulado que pronunciaba el ascua del puro que se fumaba con lentitud al ritmo de los tragos de tequila que bajaban por su gaznate.

 

© Copyright 2020 Javier LOBO. Todos los derechos reservados.


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