Nueva entrega de mi particular homenaje al cine slasher de los ochenta con los que tantos crecimos, nos estremecimos y ahora, en la madurez, miramos con nostalgia y nos divertimos.
Espero que lo disfrutéis.
Mi sugerencia musical para esta ocasión es:
GABINETE CALIGARI-Profesional
PROFESIONAL
Caminó por las calles
atestadas de chavales yendo de puerta en puerta buscando caramelos con los que
rellenar sus calderos de brujas y calabazas de plástico, mientras correteaban
dando alaridos. Los más mayores, con las voces mutando en sus gargantas, se
dedicaban a competir por quién decía la burrada más gorda con tal de quedar por
encima de los demás y también para impresionar a algunas de las chicas que
había por allí.
Siguió a los dos
disfrazados a distancia. Se movían con soltura, ignorando al resto de
viandantes, buscando algo de manera disimulada, pero con insistencia. Un tipo
al otro lado de la calle reclamó su atención, u tipo fortachón, que parecía no
ir disfrazado de nada, pero que tenía numerosas manchas y salpicaduras de algo
que parecía ser sangre en las perneras de sus pantalones.
¿Iba de asesino
psicópata de película mala de los ochenta?
Las imágenes iban y
venían de su cabeza. Los niños sentados ante la televisión como si estuvieran
viendo la película. La expresión de espanto en los labios de aquella niña, con
los rubios cabellos salpicados con su propia sangre. Las cuencas de los ojos de
todos ellos, vaciadas como las calabazas que algunos habían colocado en las
entradas de sus casas, en los porches, con las velas iluminando de manera temblorosa
su oquedad. Las violentas y escalofriantes imágenes de Hellraiser en pantalla, con Pinhead hablando con voz gutural,
retumbando en sus oídos.
Y aquellos tipos se
iban, como si nada.
Ella también lo era,
maldita sea, pero era una profesional. Tanto por un trabajo bien hecho, sin
testigos, sin huellas, sin trazas que pudieran implicar a nadie, sobre todo a
ella misma. Nunca niños pequeños. Las mujeres le daban igual, pero los niños
no. De ninguna manera. Había rechazado trabajos multimillonarios para cárteles
de la droga mejicanos y para mafiosos rusos únicamente porque se le exigía la
muerte de algún chiquillo.
No tenía instinto
maternal. De ninguna manera. Pero no estaba dispuesta a tocar a los menores. Jamás.
Eso sólo lo hacían los animales.
Y allí mismo tenía a
dos a los que poder dar caza como lo que eran, dos bestias salvajes que no
merecían seguir respirando ni por un solo instante más.
Doblaron una esquina. Se
encontraron con un grupo de adolescentes. Unos catorce años el más mayor de
ellos. Niños y niñas, todos caracterizados de alguna manera, sobre todo como
personajes de algún manga o anime japonés de éxito. Hablaron durante unos
instantes antes de que todos se fueran juntos calle abajo. Los siguió con
discreción. La verdad es que su chaquetón no la disimulaba mucho entre la
chiquillería que la rodeaba, pero sí que le proporcionaba el aspecto de una
mujer de negocios, o de comercial de viviendas buscando un nuevo inmueble que
poner a la venta. Se encendió un cigarrillo. Eso le daría un poco más de clase,
una cierta elegancia en la que fijaría los ojos sobre ella con algo de lujuria,
pero nada más, porque sería un recuerdo borrado de la memoria de quienes la
mirasen en menos de cinco minutos. Estaba girando la esquina, tratando de no
perder de vista a sus objetivos, cuando se percató en que el tipo corpulento no
la perdía de vista. Le dio una calada al cigarrillo y veló sus facciones con la
columna de humo que salió pro su boca. En un rato se convertiría en la fantasía
sexual de alguna masturbación rápida, de pie en un sucio cuarto de baño, antes
de que el hombre la reseteara de su memoria.
No obstante, las manchas de sus pantalones le
parecieron inquietantemente realistas, tal vez por ser demasiado frescas, o
quizás porque ya había visto demasiadas proyecciones del humor vital como para
no reconocerlas a primera vista.
No tardaron en llegar a
un viejo almacén abandonado en mitad de la calle. Tenía la persiana echada
hasta el suelo, pero el tipo que iba caracterizado como El Cuervo se agachó y
manipuló la cerradura. Probablemente tuviera las llaves, quizás la estuviera
forzando con una ganzúa. No podía afirmarlo desde aquella distancia, pero no
tardó demasiado en alzar las láminas de metal y dejar paso a la pandilla, que
entró con gran jolgorio buscando lo que aquellas malditas bestias les hubieran
prometido.
Pennywise miró un
momento a izquierda y derecha, oteando ambos extremos de la calle. Creyó que no
había nadie. Ella se había apostado tras un árbol que quedaba pegado a una
esquina, por lo que su presencia resultaba, prácticamente, invisible. Había apagado
la colilla dándole un rápido pisotón contra la sucia acera, y ahora los
observaba, aguardando su momento. El payaso le dijo algo al tipo de la cara
blanca antes de perderse en la oscuridad del local.
Sonrió. Era el más
impulsivo de los dos, sin duda alguna, y eso solía abocar a terribles errores de
los que estaba acostumbrada a aprovecharse de manera absolutamente letal.
El segundo hombre también
le echó un vistazo a la calle, pero se tomó su tiempo. Tardó mucho más en hacer
su barrido preventivo. La mujer se dio cuenta de que su escaneo lo llevaba a
cabo explorando el entorno a varias alturas, como contemplando la posibilidad
de que hubiera alguien acechando en los tejados, incluso desde los husillos de
las alcantarillas.
Se le borró la sonrisa
de los labios. Quedaba de manifiesto quién era el más peligroso de los dos
componentes de aquel macabro dúo dinámico.
Eric Draven estaba
girando la cabeza cuando la detuvo en su dirección. Apenas tuvo una centésima
de segundo para percibirlo, y menos tiempo aún para reaccionar, logrando
ocultarse con un ágil movimiento tras la esquina. Se agazapó en el suelo al
tiempo que extraía la pistola del bolsillo de su abrigo. Inspeccionó la calle a
ambos lados, sintiéndose aliviada por no ver a nadie allí, mientras enroscaba
el silenciador en la boca de fuego del arma a toda velocidad. Contó hasta
veinte y se asomó con mucho cuidado desde su nueva posición. El Cuervo cerró
con un vigoroso tirón la persiana metálica y la calle quedó en silencio.
Bien, comenzaba el juego.
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Javier LOBO. Todos los derechos reservados.
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