RELATO "LAS RATAS" (TERROR)

Tras largo tiempo en silencio, vuelvo a estas páginas a compartir algo: un relato de terror. Se trata de Las Ratas, un cuento que presenté a la convocatoria de relatos dedicada a Stefan Grabinski desde la revista digital Círculo de Lovecraft. Si bien no ha resultado elegido para participar en sus páginas (el nivel de los relatos presentados era muy alto, como siempre que se trata de esa revista), sí que me gustaría poder compartirlo con todos vosotros.

Así pues, aquí lo tenéis. Espero que lo disfrutéis.

Oscuros saludos desde el Averno.

AMENRA-A Solitary Reign


LAS RATAS
Llueve a mares. Se acerca la Navidad, algo que en la situación actual me importa un bledo. Me acerco al gran ventanal de la habitación. Las palmeras son zarandeadas por el viento, con las hojas de palma agitándose como dedos. Las farolas iluminan la calle con una triste luz mortecina que parece menguar según pasan los segundos. Cortinas de agua se dibujan en el aire, suspendidas por hilos invisibles. La gente se resguarda como puede bajo sus paraguas, pero se terminan empapando igualmente.
 Hasta el tráfico parece ralentizarse. Todo el pulso de la ciudad parece haberse detenido, como un gigante agonizando en un páramo perdido en el tiempo y el espacio, un recuerdo que se extingue con el último aliento de su portador y, con él, el último vestigio de un tiempo que se fue y ya no volverá.


Me vuelvo a sentar en el incómodo sillón de escay verde que se ha convertido en mi centro de operaciones desde hace algo más de dos semanas. La Sanidad pública no te ofrece grandes soluciones, y menos comodidades por muy enfermo que estés. Echo un último vistazo a la cama que tengo a mi lado. La bolsa para la orina está llena hasta casi la mitad. El suero aún gotea suspendido en su soporte como un murciélago en su cueva, pero la bolsa del medicamento que le administran por vía intravenosa ya se ha agotado.
 Pacientemente, espero la hora de la cena para que le administren toda la batería de medicinas que le tocan antes de dormir y le dé de comer, si es que a eso se le puede considerar alimentar a una persona. Está tan débil que hay que gelificarle el agua para que pueda tomarla porque, de lo contrario, ni bebe siquiera.
 El cuerpo retorcido e inmóvil que se esconde tras las sábanas de la pesada cama de hospital que tengo a mi lado fue el mismo del que nací, pero lo que queda de mi madre es un esqueleto apenas recubierto por piel traslúcida bajo la que se leen las venas azuladas que la surcan. La mirada perdida en el infinito hace que, de cuando en cuando, los arrugados labios que cubren su ya casi desdentada boca se muevan de manera casi imperceptible, manteniendo un dialogo con alguien que ya no está.
 Abro el navegador del móvil y leo las noticias. El temporal. Crisis política. Son asuntos que me dan igual, francamente. Paso a las noticias de la provincia. Atracos. Violaciones. Un par de asesinatos. En una página sensacionalista encuentro un artículo cuando menos llamativo.


El Expreso del Infierno siembra el pánico en la provincia de Sevilla”.
 Casi me da la risa. La página en la que se encuentra el artículo no pasa de ser un tabloide digital que tan sólo consigue visitas inventando bulos de notoria sonoridad. Pero comentan que el artículo viene acompañado por un vídeo tomado por un pasajero que iba en un tren próximo al suceso.
 Con una sonrisa de medio lado, me decido a darle una oportunidad a la noticia.
 Siempre he sido un amante de lo Oculto, y leer a Poe, Lovecraft, Grabinski o al mismísimo Howard lo único que ha logrado es acentuar mi gusto. Uno de mis podcast favoritos en Ivox es el de Noviembre Nocturno, que espero todas las semanas con gran impaciencia. Así que, cuando abro el enlace y lo primero que me sale es una ilustración de un tren vaporoso que me recuerda a los trabajos de Piotr Bystry o Moreno Matkovic que se pueden encontrar por internet, el objetivo de reclamar mi atención queda del todo cumplido.
 El artículo es extenso, y habla con detalle de una serie de avistamientos de un extraño tren por toda la provincia, ya sea en zonas muy remotas donde los apeaderos casi no se usan, o de gran tránsito. A principios de otoño, se registró un incidente en la estación de trenes de Santa Justa en la que un tren fuera de control entró en los andenes a toda velocidad sin que hubiera heridos ni se produjera accidente alguno, tanto en la propia estación como en alguna de las vías muertas habilitadas para el descanso de los vehículos.
 Lo más sorprendente eran las descripciones que del tren daban los testigos: todos coincidían en que se trataba de una antigua locomotora de vapor. Algunos también sostenían que estaba envuelta en llamas, con largas lenguas de fuego que lamían su estructura. Otros juraban y perjuraban que estaba compuesta de humo y sombras, y que apenas sí podían distinguirse sus perfiles, pero que se podía distinguir la inconfundible forma de la chimenea y la cabina al final de la larga caldera cilíndrica.
 Un tercer grupo de testigos, el menos numeroso de todos, afirmaba haber llegado a ver de manera muy fugaz al maquinista, al que describían como una figura confusa y alargada que apenas se dejaba vislumbrar por entre el humo y el fuego, y al que los ojos le brillaban con un inquietante color rojo que le confería una apariencia, cuando menos, “demoníaca” y “perturbadora”. Al parecer, algunos de estos testigos afirmaban que se les había quedado mirando fijamente, a mitad de movimiento de hacer algo, quizás para  echar una nueva carga de combustible a las llamas.


En mitad del artículo, entre todo el barullo publicitario con el que te contaminan Internet, aparecía un recuadro, al parecer un enlace en YouTube, en el que se anuncia que el vídeo del tren que ha podido tomar uno de los supuestos testigos durante uno de los escasos y fugaces avistamientos.
 Pulso el triángulo del reproductor de vídeo y pongo la imagen a pantalla completa para poder atender a todos los detalles. Su autor sostiene el terminal con una temblorosa mano que no ayuda demasiado a la nitidez de la película, pero algo se puede apreciar. Puedo ver la silueta de la chica que filma, pero poco más, dado que el cristal del vagón produce un reflejo. Sí es verdad que puedo distinguir los asientos característicos de un tren de cercanías y el marco de uno de los grandes ventanales pero no se ve mucho más. El visionado resulta mareante, ya que las luces del techo no cesan de parpadear y la imagen va y viene. Ciertamente, se ve algo por fuera, pero no puedo decir si se trata del lomo de una colina, de un efecto óptico producido por el ventanal, o de qué narices se trata.
 Estoy a punto de salirme del artículo, hastiado y divertido a partes iguales, cuando algo llama mi atención los últimos cinco segundos. Las luces se apagan otra vez, desaparece el reflejo, y puedo observar una silueta confusa, como hecha a partir de humo o vapor, y algún resplandor anaranjado que parece golpear los cristales del vagón como si fuera una lengua. Se escuchan los gritos de varias personas hablando de manera confusa.
 Entonces, por entre las olas inquietas que dibujan la confusa forma, aparece una figura alta, espigada y de cabellos revueltos y aparentemente sucios, en la que dos fogatas escarlatas destacan con luz propia, dibujando lo que parecen ser los ojos en un rostro enteco y casi sin tejido del que no se pueden distinguir sus facciones.
 Luego se interrumpe la imagen.
 Me quedo unos instantes mirando mi propio reflejo en la pantalla del móvil, con el germen de la curiosidad desarrollándose en mi interior. No sé si ha sido real o si se trata de algún efecto de CGI, pero dudo que un diario digital haga una inversión de miles de euros para obtener un resultado propio de la ILM, y no me parece que haya una labor de infografía en ese vídeo.
 Comienzo a realizar mi propia investigación por la red, encontrándome un buen puñado de páginas dedicadas al Ocultismo y a lo desconocido en las que se menciona, de un modo u otro, al extraño tren que recorría desde hacía años la provincia, desde la Roda de Andalucía y Olivares hasta Dos Hermanas o Sevilla Capital. Algunos de posts incluyen fotos confusas en las que parecía poder apreciarse llamaradas o sombras más o menos voluptuosas en las que parecían poder adivinarse las formas de una locomotora. Pero nada más. Parece que ninguna administración quiere tomar cartas en el asunto aún cuando se tiene conocimiento de descarrilamientos y otros accidentes en los que ha habido que contabilizar algunas muertes.
 Otro porcentaje de avistamientos, quizás los más aterradores, afirman que el extraño tren desconocido había envestido al convoy que lo avistó “abordándolo desde un ángulo imposible ya que, según los maquinistas, no había vía alguna que poder encarrilar para que la locomotora fantasma pudiera hacerlo”. En estos casos, y no son pocos, la máquina se había lanzado a toda velocidad, convertida en una bola de sombras y fuego, contra los vagones, atravesándolos de parte a parte, pero sin causar daños. Se decía que habían visto la densa humareda y las lenguas de fuego agitándose dentro de las cabinas sin causar ningún daño estructural a las mismas, aunque sí se contabilizaban algunos fallecimientos por infarto, especialmente en pasajeros de edad avanzada, y unos  pocos casos de locura en los que los afectados habían adquirido un pánico cerval hacia las locomotoras, el humo y el fuego. Bastaba con escuchar un chirrido, aunque fuera el del gozne oxidado de una puerta para que alguno de los afectados por la extraña manía sufriera un brote psicótico de terrible violencia que obligaba, las más de las veces, a que se les administrase un fuerte sedativo que los dejara fuera de combate durante horas.
 Busco informes, declaraciones, o cualquier otro documento en el que alguna de las administraciones públicas hablen del asunto, pero no encuentro absolutamente nada al respecto. Todo parece ser una marea de psicosis apocalíptica que se extiende de un blog a otro, pero nada más. No obstante, sí encuentro una referencia muy superficial al aumento de brotes psicóticos en la provincia en el que los afectados parecen tener una fuerte fijación por el fuego y las sombras.
En otro artículo encuentro un estudio algo más pormenorizado sobre estos trastornos mentales que parecen estar devorando de la noche a la mañana la psique de personas completamente sanas, convirtiéndolas en completos dementes. El autor, que afirma ser psiquiatra y, tras una compleja y farragosa disertación sobre las estructuras mentales y su fragilidad frente a determinadas situaciones, afirmaba que resultaba interesante que, en todos y cada uno de los casos, los afectados hubieran experimentado una fobia repentina hacia las ratas y las locomotoras, que no hacia los trenes eléctricos modernos. De igual manera, las víctimas hacían referencia a una figura alta y muy delgada que trataba de arrastrarlos consigo al interior del tren y arrojarlos al interior de la caldera.
 Consulto en canales de misterio y ocultismo en YouTube, pero sólo me encuentro referencias en castellano en tres de ellos (VM Granmisterio, Verdad Oculta, y El Doqumentalista), en los que encuentro unos muy buenos documentales pero que no logran ampliar mucho más la información de la que ya dispongo por mi propia investigación.
 Cansado, con el cuello algo dolorido, me detengo. Es la hora de la cena. Me parece curioso que mi hermana aún no haya llegado. Suele tomar el primer o el último tren desde Jerez y se baja en el apeadero, apenas a cinco minutos a pie del hospital. Tendría que haber llegado hace media hora. No le doy más vueltas, y me concentro en el extraño caso de la locomotora fantasma con el que me he topado por pura curiosidad, como una suerte de ejercicio mental con el que distraerme de la oscura situación en la que se encuentra mi madre.

Mi hermana aparece por la puerta de la habitación empapada de pies a cabeza, con las últimas gotas chorreando por la punta del paraguas. Tiene la cara contraída en un gesto de desagrado y enfado. Le da a mi madre un beso en la frente, susurrándole algunas palabras cariñosas al oído. Luego me da un par de besos mientras me explica por qué se ha retrasado.

No sabía cómo había sido exactamente porque estaba leyendo un libro durante el trayecto, y no se percató hasta que no escuchó las sirenas de la máquina sonando con desesperación, sobresaltándola. Cuando quiso darse cuenta, observó con horror cómo se precipitaba sobre ellos una luz que iba ganando tamaño a una velocidad escalofriante. No sabía qué se les venía exactamente, pero dedujo que se trataba de otro tren. Las luces parpadearon, y salió despedida de un lado a otro dentro del vagón, pero no se produjo choque alguno. Pudo escuchar los gritos de terror del maquinista, cómo le rezaba a algo para que no pasara nada, y sus súplicas para que no morir. Mi hermana es enfermera desde hace casi treinta años, y nunca había escuchado a nadie aullar de esa manera para pedir clemencia a la Parca.
 Luego, el traqueteo del vagón adquirió un suave tono que ya no les abandonó hasta que llegaron al apeadero. Un par de hombres con chaquetas y distintivos de RENFE subieron a bordo y se fueron del tirón a la cabina del maquinista. Cuando abrieron la puerta, se encontraron con el hombre tendido en el sucio suelo de goma, temblando como una hoja, con la mirada perdida y empapado en sudor, sin dejar de farfullar algo ininteligible.

Mi hermana se identificó inmediatamente como personal médico y procedió a atender al infortunado. Lo auscultó con rapidez, descubriendo que no iba a tardar en entrar en parada cardíaca. Mientras trataba de relajarlo, pudo distinguir algunas palabras sueltas:
 —¡No me lleves…! ¡No…! ¡Suéltame…! Las ratas… ¡Las ratas…! ¡No me tires dentro de la caldera…! ¡No, a las llamas no…!
 Solicitó que se personara un SVB del 061 para atenderlo y poder trasladarlo a un hospital cuanto antes. La ambulancia no tardó en llegar y llevárselo a urgencias del Virgen del Rocío, pero a mi hermana, que lo había asistido en primera instancia, era compañera, y venía justo a ese hospital, la dejaron en el apeadero para que caminara bajo el aguacero.
 Yo, por mi parte, sigo dándole de comer a mi madre con la cuchara de plástico que nos han traído en la bandeja, aparentemente concentrado en lo que hago, aunque mi mente vaa hilando puntos entre lo averiguado en internet y el relato de mi hermana.
 El misterio parece ser real, pero tiene que haber una explicación lógica a todo el asunto. No podía ser una simple historia de fantasmas de las que se cuentan junto a una crepitante hoguera en un campamento antes de irse a dormir para inquietar a los cadetes. Eso se lo dejo al arranque de “La Niebla” del maestro Carpenter.
 Decido terminar de darle de comer a mi madre e irme al apeadero para echarle un vistazo, ya que parece que parte de la solución del misterio se encuentra justo en ese punto. Se le menciona en varios artículos de los blogs que he consultado como uno de los lugares en los que han tenido lugar algunos de los avistamientos.
 Además, el maquinista parece haber sufrido un brote psicótico. Si mi hermana hubiera sabido a qué hora se produjo el suceso, podría calcular de manera aproximada el lugar en el que ha tenido lugar pero, como no es así, tendré que husmear como un sabueso tras la presa.
 De todos modos, seguir rastros forma parte de mi profesión.
 Me despido de mi madre hasta mañana, cuando le daré el relevo a mi hermana. Mientras nos damos los besos de rigor, añade un detalle que se me graba en la mente, esta vez por deformación profesional: me habla de un vagabundo que había en el apeadero, sentado muy derecho en uno de los bancos, desgreñado, de larga melena sucia y apelmazada, mugriento de pies a cabeza. Estaba observando la escena con sumo interés, sin perder detalle. A mi hermana le dio mucho miedo porque, dado que tuvo que volver sola por un tramo aislado y de una visibilidad más bien nula, temía que aquel tipo pudiera asaltarla sexualmente.
 Me llama mucho la atención de la descripción que me ha dado de su postura en el banco: bien sentado, con la espalda muy recta, mirando al frente pero con los ojos algo entornados para que no se le escapase ni la más mínima partícula de información, y las manos de dedos sarmentosos y uñas largas y muy sucias descansando sobre las rodillas.
 No es la postura habitual de un sintecho, ya que suelen ir encorvados, con el paso vivo, y los gestos rápidos, casi nerviosos, mientras miran de manera descarada, con expresión salvaje en los ojos, casi animal en algunos casos, y no suelen ser disimulados.
 ¿Quizás supiera aquel tipo más de lo que podía aparentar? Quizás por unas pocas monedas y un cartón de vino me diera alguna información al respecto que se le hubiera pasado a cualquiera, ya que los investigadores que he consultado en la red han trabajado en base a unos pocos testimonios dispersos y ninguna versión oficial.
 Salgo a la lluvia, con el viento arrojando saetas de agua en todas direcciones con las que azota las calles grasientas y limpia de manera paupérrima el contaminado aire. Cruzo por debajo del puente para dirigirme hacia el descampado en el que he aparcado mi coche.
Camino sobre los sucios charcos de albero, llave en mano. Me dispongo a subir cuando me detengo. Me doy la vuelta. El apeadero está iluminado por unos pocos haces de luz mortecina atravesados por gotas de lluvia, confiriéndole un aspecto aún más siniestro del que ya tiene.
 Cruzo el puente y llego a la plataforma. Está cerrado a cal y canto. Me asomo por la cristalera de las puertas. Ni siquiera está el vigilante nocturno. Nadie, ni un vagabundo tendido en el suelo sobre un improvisado lecho de cartones, como es habitual.
 Rodeo la instalación hasta llegar al vallado que separa las vías de la zona peatonal. Nada. Sólo la lluvia, los haces amarillentos de las farolas y algo de neblina que se extendiende de manera lánguida y enfermiza por los alrededores.
 Me voy a largar mientras me reprocho que me he dejado embaucar por unos timadores on line cuando me detengo en seco al percatarme que hay un agujero en la valla por el que cabe el cuerpo de una persona. No es especialmente grande, pero sí lo suficiente para que me pueda colar, si bien antes me tengo que despojar de mi grueso chaquetón y retorcerme como una serpiente para poder pasar al otro lado debido a mi corpulencia.
 Saco una linterna táctica y echo un vistazo. El suelo está del todo impracticable y no hay manera de ver pisadas reciente, todo lodo y charcos sucios. Alumbro las vías. Nada. Un trazado de lo más normal. Ninguna vía fantasma. Nada anormal o que explicara qué pasó durante el trayecto Jerez-Apeadero de Santa Justa-Sevilla.
 Meneo la cabeza, descontento. Me gusta lo Oculto, pero creo en realidades demostrables empíricamente. Incluso he vivido alguna experiencia paranormal, pero no era más que un pasatiempo que se me estaba yendo de las manos. Doy un barrido con la luz buscando el orificio en la alambrada para irme a casa, cuando lo veo.
 Sentado en una de las banquetas del andén, con la espalda muy recta y las manos en las rodillas. La melena pegajosa y sucia, desgreñada, y la mirada salvaje y afilada de un depredador con la que no me quita el ojo de encima. Allí está.

El vagabundo que me había descrito mi hermana.
Me acerco despacio, sintiendo que el agua comienza a calarme, sin saber muy bien qué preguntarle. El otro, por su parte, sin necesidad de girar la cabeza, no me pierde de vista con su ojo, que llega a hundirse de manera dramática en la comisura de sus párpados.
 —Buenas noches —saludo.
 —Buenas noches, señor agente.
 Tuerzo el gesto de la boca. Como siempre, la gente me huele aún mucho antes de llegar. Sí, tengo un inconfundible tufo a policía que me delata a kilómetros de distancia. Miro a ambos lados del hombre. No hay bolsas, ni mochila, ni siquiera cajas de cartón con las que montarse un camastro improvisado. Ningún tipo de pertenencias de las propias de los sintecho.
 —Estabas aquí cuando ha llegado el tren de Jerez, ¿no es así? —afirmo.
 Una sonrisa afilada de dientes amarillentos asoma por entre la sucia pelambrera que le envolvía la boca. Los dedos comienzan a tamborilear sobre sus rodillas, pero no deja la postura en ningún momento.
 —Así es, pero eso ya lo sabes —dice con una voz áspera con la que arrastra las palabras.
 —¿Has visto algo raro?
 —No hay raros. Solo trenes —es su lacónica respuesta.
 Estoy pensando que no hay luces en su azotea cuando una rata se pasea entre nosotros, una alimaña de buen tamaño, gruesa y de recio pelaje. El roedor se detiene un momento a husmear en mi dirección, curioseando mi presencia, antes de continuar su camino hasta el borde del andén y saltar a las vías, perdiéndose en la oscuridad.
 —Aquí sólo hay trenes. Van y vienen. Traen cargas. Unas veces, de mercancías. Otras de personas y carne. Y algunas más, pero sólo algunas, de almas.
 Un corrillo de ratas aparece entre las sombras, caminando apresuradamente hacia mí. Una de ellas se para y me mira fijamente con sus ojillos rojos mientras me muestra unos afilados incisivos amarillentos que asoman bajo los inquietos labios.
 —Sé lo que buscas, señor agente. El tren no ha parado aquí, pero ha pasado muy cerca. Una vez más. El maquinista no siempre consigue su objetivo, pero siempre está al acecho de lo que pueda encontrarse por el camino. Su caldera necesita combustible, y lo que encuentra va al fuego.

Me tenso. No sé si por las ratas o por la extraña actitud de este sujeto. Siento la presión de la funda contra mi abdomen mientras fijo la vista en el otro.
 —¿Y qué es lo que busca el maquinista? —quiero saber.
 El otro emite una risita diabólica.
 —Ya te lo he dicho —Su voz crepita como si estuviera hecha de fuego y de brasas—: almas.
 Algo golpetea incesante el techo, haciendo vibrar las luces del fluorescente, que van y vienen. Alzo la vista. Una rata enorme, quizás del tamaño de un gato, está encaramada en el techo, con las negras uñas hundiéndose entre el relleno, golpeando el foco con su cola, haciéndolo parpadear.
 —El conductor de la última máquina se escapó por muy poco, pero no importa: dejó parte de sí y ahora está ardiendo en la caldera. Pero eso no basta. El tren sigue necesitando combustible.
 La cabeza se gira con lentitud hacia mí, descubriéndome un rostro parcialmente descarnado, con algunos retazos de tejido ennegrecido aún adheridos al hueso. Por el orificio de la cuenca ocular vacía comienza a salir un hilillo de humo.
 —Estábamos esperando un alma fuerte. Combustible de primera calidad para las calderas de la locomotora. Y, mira por dónde, nos vienes por tu propia voluntad. Es un gran día para el maquinista. ¡Oh, sí! ¡Un gran día…!
 Escucho unos chirridos agudos. Cuando me quiero dar cuenta, estoy rodeado de roedores de todos los tamaños, con los ojillos brillantes y mostrándome de manera amenazadora los grandes dientes. Algunas llevan prendidas en el sucio pelaje garrapatas y otros parásitos que les chupan la sangre. Lanzan inquietantes chillidos mientras se acercan con lentitud. Mientras, el vagabundo echa cada vez más humo por distintas partes de su cuerpo en tanto su rostro pierde tejido vivo para reemplazarlo por otro más oscuro y negruzco.
 —Llevábamos tiempo buscándote, cazador de monstruos, aquel que escapó, el primer bastardo del Club de los Primeros Bastardos…
 Un escalofrío me muerde la espalda. Son unas palabras que no me esperaba escuchar y que, sin embargo, conozco perfectamente. Una parte de mi pasado de la que no me voy a poder librar jamás, un caminante oscuro que viaja en paralelo a mí, que vampiriza en silencio mi existencia, omnipresente y omnisciente, para volver a emerger a la luz y tratar de acabar conmigo a la menor oportunidad.
 —¿Qué es lo que queréis? —pregunto, inquieto, sin saber bien a quién tener más controlado, si a las ratas o al cuerpo que se está convirtiendo en humo y cenizas ante mis ojos.
 —A ti, cazador de monstruos —dice el indigente, antes de que su cuerpo se consumido del todo, transmutándose en un ser ceniciento que desapareció en el humo.
 Las ratas me han cercado por completo. En el asiento se ve una densa humareda que lo ha devorado casi por completo.
 —¡Saluda al maquinista, cazador! —escucho aullar con su chirriante voz al hombre que ya no está allí.
 Un estallido. El aire se agita a mi alrededor con gran violencia, y algunas ratas salen huyendo a toda velocidad en busca de rincones oscuros y seguros en los que poder ocultarse, mientras otras, las más grandes y corpulentas, ni se inmutan. Una luz intensa describe una línea recta a mi lado mientras un estruendo infernal llena el aire, imponiéndose al fragor de la tormenta que arrecia a mi alrededor.

Es una locomotora, una forma confusa hecha a base de humo, fuego y sombras, pero sus contornos son muy evidentes. Tras los humeantes velos, una figura espigada y alta me mira con sus ojos ardientes como brasas, de un rojo tan intenso que ni el hollín es capaz de ocultarlos.
 Era el maquinista.
 El cuerpo parece no querer mostrarse plenamente a la débil luz de las farolas, en una suerte de cómodo anonimato desde el me observa con total impunidad. Se produce un resplandor a sus espaldas, y observo un cuerpo enjuto y corcovado, en cuya gibosa espalda sobresalen como espinas los nudos vertebrales. Alza una mano de dedos retorcidos y nudosos, apuntándome con una alargada uña negruzca que más se me parece a una garra.
 —El maquinista te reclama, cazador de monstruos —Escuchar la voz del ya desaparecido indigente desde algún punto ubicado más allá de las sombras—. Le tienes que pagar el peaje de haber vivido de prestado, monstruo entre los monstruos.
 Las ratas me cercan aún más, reduciendo el espacio en el que me encuentro. Resulta asfixiante sentirlas por todas partes, con ese característico olor a pelo pútrido y húmedo, con sus alientos inundando el aire con su fetidez a carroña y descomposición. Incluso las puedo sentir por encima de mi cabeza sin necesidad de tener que levantar la mirada para verlas. Un par de colas me acarician la nuca de un modo que sólo puedo describir como juguetón, aunque no pude evitar el escalofrío que me causa la repugnancia de su tacto contra mi piel.
 Un aullido rasga la noche por la mitad, sobresaltándome y crispando mis nervios hasta casi hacerlos estallar como si fueran vidrio. El silbato de la máquina ha lanzado un agudo pitido con el que reclama mi alma. Una prolongada columna de vapor se alza bajo la lluvia, convirtiéndose en el pistoletazo de salida para que se arroje contra mí la miríada de furibundas ratas que me rodean.
 Casi no he tenido tiempo de cubrirme la cara con los antebrazos mientras sentía sus feroces mordiscos atacando mi ropa por todas partes. Algunos de los diminutos dientes han traspasado la tela, hundiéndose en mi carne. Siento el tacto cálido y viscoso de mi propia sangre deslizándose de manera repugnante sobre mi piel mientras me agito con desesperación, tratando de deshacerme de todas las alimañas que puedo pero, por cada una que me quito de encima, aparecen otras tres para sustituirla. Algunas llegan a rozar mi rostro, y tengo unos aterradores primero planos de lo que siempre nos han parecido que eran unas garras insignificantes, y les puedo garantizar que de inofensivas no tienen nada.

Me bloqueo, sin saber qué hacer. Llevo más de quince años en esta profesión, y me he enfrentado a la muerte en numerosas ocasiones, pero ninguna le había visto un lado tan inquietante y aterrador como a esta. La posibilidad de morir en el festín que las pestilentes y repugnantes ratas pretenden darse con mi cuerpo era algo que me causa verdadero pavor.
 —¡Oh, sí! —escucho al indigente reír tras de mi, que parece encontrarse a muy poca distancia—. Esta vez, el cazador es el cazado, y la presa es devorada por los que antes eran trofeos.
 Se escuchan varios golpes metálicos. Atisbo por entre los cuerpos de dos ratas que intentan devorarme los ojos que, al fondo, apenas un bosquejo entre las olas de vapor y hollín, el cheposo maquinista golpea el suelo de su cabina con lo que parece una pala para echar el carbón a las llamas de la caldera. El peso de los cuerpos que se amontonan sobre mí comienza a resultar incómodo y asfixiante.
 Algo ilumino mi cabeza, una frase del indigente, pronunciada entre varios palazos de los que daba el maquinista, que ha aumentado la cadencia con la que golpea el suelo, mostrando su impaciencia.
 —Cazador de monstruos…
 Algo despierta en mí, un oscuro habitante que me hace compañía oculto en lo más profundo de mi ser, una cosa que procuro controlar y a la que llamo Eso, porque la temo cuando sale de mí.
 Dejo de protegerme la cara, que se me llena inmediatamente de ratas intentando comerse mis ojos, rasguñándome y mordiéndome la piel con ansia asesina. De un rápido movimiento, bajo las manos a la cintura y extraigo mi arma particular, disparando un par de veces a ciegas. Las ratas se estremecen asustadas por los estampidos, y un buen número de ellas abandonan mi cuerpo, corriendo a esconderse en las sombras.

El maquinista deja de dar golpes contra el suelo, fijando sus rojos ojos ardientes como ascuas sobre mí. Abre los brazos, lanzando un aullido similar al sonido emitido por el silbato de la locomotora hacía apenas unos minutos, mientras me dedica una mirada cargada de un odio intenso e infinito. Alza la pala por encima de la cabeza, mientras se producen estallidos a sus espaldas que arrojan lenguas de fuego en el interior del habitáculo que ocupa. Sin pensármelo, alzo mi pistola y vuelvo a hacer un doble tap, esta vez en dirección a la figura espectral que dibujan los resplandores de la locomotora. El cuerpo cae con pesadez al interior, mientras las ratas que aún quedan sobre mi cuerpo huyen despavoridas hacia las sombras.
 El vapor y las llamas se extienden por el andén en mi dirección. Mareado por el ataque de las ratas, doy un par de tambaleantes pasos hacia detrás, apenas capaz de mantenerme en pie. El arma tiembla en mi mano, y tengo un corte sobre el ojo izquierdo que sangra profusamente. La locomotora desaparece tras las llamas y el humo. Los ojos me escuecen y lagrimean sin parar, y a duras penas puedo respirar.
 Salgo corriendo del apeadero, buscando a ciegas el agujero en la alambrada por el que me he colado, pero los ojos rojizos de los roedores brillando más allá de los límites de luz me cercan. Retrocedo de nuevo. La lluvia me azota, calándome hasta los huesos, haciéndome temblar de frío. El agua me aclara la sangre y puedo ver con nitidez de nuevo. El incendio se ha extinguido hasta desaparecer por completo. No, no es eso. Simplemente, no ha pasado. No hay restos de madera quemada, ni de los lametones de las llamas en las paredes o en las vigas, ni siquiera restos de hollín en el techo por el que los roedores que me han saltado encima hace apenas un rato se han filtrado como una gotera.
 Es como si nunca hubiera pasado.
 Lo comprendo. De inmediato. Esto dista mucho de haber terminado. No, no ha hecho más que empezar.
 De pronto, una marea de puntitos llameantes se arrojan desde las tinieblas en  mi dirección. Como en el cuento, las bestias que asediaron Hamelin pasan en tromba a mi lado, rodeándome sin llegar a tocarme. Estoy concentrado de las criaturas que avanzan a saltitos hacia mí cuando una voz crepitante resuena a mis espaldas.
 —El maquinista aún te reclama, cazador de monstruos.
 Me giro a tiempo de ver la barahúnda de ratas amontonadas unas sobre otras hasta formar un montículo informe que va adquiriendo poco a poco perfiles humanos mientras algunas volutas de humo se alzan al lluvioso cielo nocturno a través de los espacios que quedan entre los cuerpos. De manera paulatina, el mendigo vuelve a aparecer ante mis ojos. El rostro sigue carcomido y parcialmente descarnado, pero la mirada alucinada aún se mantiene en sus ojos.
 —Tienes que pagar al maquinista, cazador —me dice, al tiempo que alza sus raquíticas manos hacia la cabeza.
 Los largos y sucios dedos cogen con fuerza los tejidos que envuelven el cráneo y tiran con fuerza hacia abajo. La piel se rasga. Un sonido similar al de la tela cuando se rasga restalla en la noche mientras los haces de fibras musculares ceden a la fuerza del jalón. El cráneo estalla con un sonido seco mientras los ojos, con su mirada desquiciada, se mantienen fijos en mí. Todo cae a ambos lados del cuerpo a medida que los brazos describen un arco descendente hacia las caderas.


(art by Ron Spencer)
Se quita su disfraz, mostrándose tal y como es en realidad ante mí: una rata enorme, de figura antropoide, espalda curvada y musculosa, extremidades fibrosas surcadas de palpitantes venas que vibran bajo el espeso pelaje con que recubre todo su cuerpo. Los dientes son enormes y afilados, pero más similares a los de un lobo que a los de una de las ratas que se habían fusionado para crear aquella.
 Resuena un golpe metálico a mis espaldas. La locomotora ha vuelto a aparecer sobre los raíles, envuelta en negro humo y sucio vapor, y la gibosa silueta de ojos rojos del maquinista vuelve a golpear el suelo de la cabina con la pala del carbón.


Estoy rodeado. Ratas. Monstruos. Una máquina infernal.
 Guardo el arma en su funda. No me vale de nada. A estos el plomo no les va a hacer la más mínima mella. Ya me he enfrentado a ellos numerosas veces antes, en un pasado lejano que parece remoto en mi existencia, pero esa es otra historia que ya les contaré en alguna ocasión.
 Cierro los puños. Alzo la vista al rojizo cielo nocturno que no cesa de llorar sus lágrimas de lluvia sobre mí. Por entre las nubes, aparece una luna ominosa que me mira en silencio, mudo testigo de lo que está por acontecer.
 Con los palazos del maquinista de fondo, miro a la criatura que me sonríé de un modo feroz, mostrándome los largos colmillos babeantes con una mueca de triunfalismo sádico y voraz. Cierro los puños y me relajo.
 Para este tipo de cosas, abro la jaula y dejo salir a Eso.
 Eso sabe tratar a los monstruos.

Eso me convierte en un monstruo más, a uno de la peor especie.
Bramando como un toro, con los palazos del maquinista marcando los latidos de un corazón de ritmo diabólico, me lanzo contra la rata. Su expresión de triunfo se torna a un rictus de sorpresa. Siempre pasa cuando dejo salir a Eso fuera de la jaula y le dejo hacer a voluntad.

No cuenta con eso. Ahora actúa Eso.
Y sólo puede quedar uno al final de todo.



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