HERBERT WEST: LOS AÑOS PERIDOS (6)


SUGERENCIA MUSICAL: GRAHAM PLOWMAN-THE KING IN YELLOW

 

 (TRADUCIDO DEL EUSKERA)



Ya he perdido la cuenta de los días que llevo en esta maldita zanja. Al principio logré llevar una cuenta, más o menos correcta, pero las guardias se hacen interminables, y hay veces en las que no has terminado la vigilia, o acabas de sentarte en un mugriento y húmedo rincón, logrando coger el primer sueño a pesar de la incómoda posición de tu cuerpo, cuando suenan los silbatos y resuenan los gritos de los hombres, comenzando la masacre.

Es duro. No es fácil quitarle la vida a un  hombre, pero te terminas acostumbrando, ¡qué carajo! No obstante, hay chicos que no lo soportan. Todas las semanas vienen camiones que se van repletos de muchachos cubiertos de heridas y —los peores— los que ya no responden a nada. Han perdido la palabra, y sus miradas perdidas se pierden en el infinito de la nada, en algún punto entre la cordura y el horror de esta contienda, donde se han quedado atrapadas sus almas.

El último en subir esta mañana a uno de esos camiones fue un chaval gabacho, apenas un zagal. Tenía un vendaje purulento y pestilente que le envolvía el hombro, y su piel no era más brillante que la cera de una vela en el púlpito de la iglesia, pero su mirada estaba completamente apagada. Creo que su mente está tan muerta como los fiambres que se pudren en la tierra de nadie, entre nuestras líneas y las de los boches.

Mi sargento está muy contento conmigo. Me llama la Gran Muralla, porque el enemigo se estrella contra mí como si fuera una muralla, y porque soy el más grandote de la compañía. La verdad es que no sé de dónde se han sacado los gabachos a esta tropa, pero si pretenden vencer con esto a los alemanes, van de puñetero culo. Los germanos son un ejército muy organizado y disciplinado, y sus armas son increíblemente mejores que las que hay aquí. Sus francotiradores disparan a través de la niebla, causando bajas a diestro y siniestro, como si portaran la mismísima guadaña de la Parca.
Cuando queremos darnos cuenta, hay un cadáver a nuestro lado, con un agujero en mitad de los ojos, o arañando el aire mientras la vida se le escapa a través de algún agujero en el pecho o en el cuello.

[…]

Acabamos de volver, y soy uno de los pocos que lo ha hecho vivo y de una pieza. Algunos bretones y occitanos dicen que me protegen los duendes y las brujas, que alguna clase de demonio me acompaña en los combates, porque soy de los pocos que aún no ha sido herido en las batallas. Hoy hemos tenido lo que un capitán avispado y poco enterizo —de hecho, se ha cagado en los pantalones mientras tocaba su silbato con desesperación, llamando a retirada— ha denominado una escaramuza. Habrá sido una cosa baladí para él —que lo dudo, viéndole temblar de miedo mientras sus hombres morían a su alrededor—, pero los que estábamos allí sabíamos que íbamos a tener una muerte espantosa.


He visto a los hombres matarse a tiros, y luego ensartarse en las hojas de sus bayonetas y aplastarse los cráneos con las culatas de sus fusiles cuando se les acabaron las balas. Cuando ya no les quedaba nada, se han mordido, o han cogido un peñasco cubierto de lodo del suelo ensangrentado y han seguido hasta que han desfallecido o muerto. Creo que esas imágenes me van a acompañar por el resto de mis días. Llevo días durmiendo unas pocas horas en las que me despierto de manera agitada porque los gritos de los heridos y los moribundos me arrancan del escaso descanso que logro reunir.

Yo también he sufrido lo mío. También se me acabaron las balas, pero en vez de coger la bayoneta, eché mano de mi hacha, y comencé a golpear a todo lo que se movía. Mi sargento apareció a mi lado, disparando su pistola, sonriéndome y felicitándome por mi bravura, aunque aquello no era heroísmo, sino locura. De un solo golpe, arrojé a tres boches por los aires, uno de ellos con las manos en el vientre tratando de evitar que se le salieran las tripas por la herida que mi hoja le había causado. A otro, un oficial creo, le abrí la cabeza con un golpe descendente. Y así seguí, hasta que me vi solo, con parte del escuadrón alemán largándose de allí, buscando derroteros menos salvajes en los que poder combatir con una probabilidad de sobrevivir, ya que yo no les daba ninguna.

Un grito me llamó desde el suelo. A mi sargento le habían atravesado el muslo con uno de esos cascos que terminan en punta, como una catedral. Le saqué el aguijón del cuerpo, me lo cargué el hombro y retrocedí entre el barro y los árboles resecos, con las ramas desnudas de hojas, hartos de beber la sangre que empapaba el suelo que me separaba de mis líneas, mientras me las apañaba para golpear con mi hacha, a una o a dos manos, según me diera, a cuantos se me cruzaban en el camino. Creo que en dos o tres ocasiones golpeé a mis propios compañeros de armas, pero eso lo dejaré escrito aquí, en secreto, en mi lengua materna, para que nadie lo sepa ni lo pueda entender, salvo yo, mientras me lamento de cuantas cosas malvadas hice en el transcurso de esta locura de guerra por unos cuantos cuartos con los que poder sacar a mi familia de la pobreza del valle y que ahora me costarían, sin duda, la vida ante un pelotón de fusilamiento.

Me tropecé con una rama, y me caí al suelo de bruces, mientras el sargento salía volando de mis hombros y rodaba por el fango. Tenía la cara cubierta de sangre, y los ojos cerrados mientras se revolvía como un muñeco de barro por el suelo, cubriéndose de la pardusca tintura de ese lodo maldito.

Casi no me dio tiempo a levantarme cuando me vi rodeado de enemigos. Las balas seguían silbando por doquier, sin saber si el fusil que las escupía era amigo o enemigo. Tanto daba, ya que buscaban cualquier blanco, aliado o no, en el que impactar. Derribé a un par de boches con unos certeros puñetazos, de esos que en las tascas me aplaudían al grito de txikito, txikito. A otro lo tumbé de un empujón y le golpeé con ambos puños sobre el pecho, escuchando cómo le crujían las costillas mientras dibujaba una expresión de sorpresa y horror antes de ponerse a vomitar sangre. De nuevo pude echar mano de mi hacha, agradeciendo el tiempo que le dedicaba a afilar sus dos hojas aunque fuera con una piedra del suelo.

Cuando me quise dar cuenta, me encontraba solo en mitad de la nada, envuelto por la niebla, con las retorcidas siluetas de los árboles recortándose como fantasmas a mi alrededor, cubierto de sangre maloliente que se iba secando sobre mi piel mezclada con mi propio sudor, con la cabeza de metal de mi arma empapada en la sangre de mis enemigos, con restos de tela y piel, y otras cosas que no me atrevo a mencionar pegadas a su superficie. Miré a mi alrededor. No había nadie más, salvo mi sargento, gimiendo débilmente por el dolor, tendido en el suelo, rebozado en fango de pies a cabeza.

Me lo volví a cargar a los hombros y corrí como alma que lleva el diablo hasta nuestras filas. Comenzaron a sonar los pitos tocando a retirada. Me vi envuelto por una marea de muchachos que corrían en la misma dirección que yo. A punto estuvo de lanzar algunos mandobles con mi hacha de no haber reconocido los cascos sobre sus cabezas, pues los uniformes estaban tan sucios y desgarrados por el fragor de la batalla que estaban completamente irreconocibles. Se formaron tapones en las escalas, esperando el momento de bajar a posiciones más seguras. Yo no lo hice. Me lancé al interior de la trinchera de un salto, cayendo sobre un par de muchachos a los que aplasté con mi peso. Uno de ellos era el capitán que he mencionado antes, aterrado, manchado de la cintura a los tobillos por sus propios excrementos.

Me maldijo, porque parece que le partí una pierna al caerle encima, pero no me importó. Es más, si en alguno de los próximos combates me puedo deshacer de él, lo haré. No me van a matar por culpa de un niñato estudiado en no sé qué universidad importante al que le han concedido el grado de capitán porque su padre es un acaudalado… Un rico, vaya.

Escuchando sus amenazar, recorrí el dédalo de la trinchera hasta llegar a la enfermería. Jadeando, le expliqué el oficial médico lo que había pasado. Echó un rápido vistazo al herido, pero movió negativamente la cabeza. Lo tiró de la mesa de operaciones de un empujón. Rebotó en el suelo mientras daba órdenes para que lo trasladasen con el resto de cadáveres.

Ya me iba a arrojar sobre él para machacarle la cabeza contra el suelo cuando me miró con aquello apagados ojos que me detuvieron. Estaba tan muerto por dentro como el cuerpo que había transportado sobre mis hombros desde la tierra de nadie hasta mis líneas. Me señaló la herida de la pierna, donde había tenido clavado el aguijón del casco alemán. Me explicó que le había perforado no se qué arteria, y que se había desangrado al extraérselo. Aún cuando hubiera llegado a tiempo, no habrían podido hacer nada.

Tanto esfuerzo para nada.
[…]
Estábamos cenando, hablando de la patria, de las mujeres que nos aguardan en casa, y de un sinfín de cosas más, tratando de calentarnos junto a un fuego que apenas da calor, mientras los centinelas vigilan la tierra de nadie, ahora cubierta de una bruma cargada con la promesa de un ataque inminente en cualquier momento. Entonces ha llegado el capitán. Tenía la pierna entablillada y se apoyaba en un joven soldado, un chico pecoso de un sitio llamado Dunkerke, creo. Nos ha comunicado que mi pelotón ha sido transferido a una posición en Flandes, o un sitio así del que no sé ni pronunciar su nombre. Pasamos a estar bajo mando canadiense.

Me ha mirado con una sonrisa en la que mostraba su felicidad por quitarme de su vista.

Maldito bulto con ojos…

[…]

Ha sido un viaje largo. No sé de cuánto tiempo, pero se me ha hecho eterno. No ha sido placentero, ni mucho menos. Hemos tenido no pocas escaramuzas con los alemanes, y pasar de una línea segura a otra se ha convertido en una epopeya.


Cuando hemos llegado, los oficiales canadienses nos han ladrado, distribuyéndonos por varias compañías. Cuando me dirigía a la mía acompañado de un soldado que hablaba francés —de lo cual me alegro, porque podré comunicarme con esta gente, al menos—, hemos pasado junto a una tienda de campaña custodiada por cuatro soldados. A unos cinco metros, había colocado un nido de ametralladora, pero el cañón de este arma no apuntaba al frente, hacia el enemigo, sino hacia la misma tienda. Le he preguntado a mi nuevo compañero acerca de la tienda, pero ha negado firmemente con la cabeza y se ha negado a responder a mis preguntas.

¿Qué es lo que tendrán ahí que requiere de tanta vigilancia? ¿Qué es lo que ocultan bajo las lonas, que tanto miedo tienen a que se escape?


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