Buenas.
Os presento una cosa en la que llevo algún tiempo trabajando. Se trata de una
serie de relatos de terror a la que he titulado “El Club de los Primeros
Bastardos” y que, como suele pasar en casi todos los autores, es parcialmente
autobiográfica.
Se
trata de una mezcolanza entre el terror gótico y el weird, junto con algunas
gotas de pulp, y cuanto se me va ocurriendo para subir la intensidad de las
historias, en su mayoría, basadas en sucesos reales.
Espero
que la disfrutéis.
Bienvenidos
a mi Infierno…
IRON MAIDEN - Fear of the Dark
MI
NOMBRE NO ES PIRO
Un
repicar de pasos se extendió por el pasillo. El nutrido grupo de adolescentes
que componía la clase corrió al interior del aula, instalándose en sus pupitres
de manera muy ruidosa, mientras algunos chistaban de fondo, instando a que se
callaran y dejaran de alborotar antes de que el hombre entrara por la puerta.
—¡Callaos
de una vez! —gruñó uno de ellos, dándose la vuelta y mirando de manera fiera a
sus compañeros—. ¡El Piro está a punto de llegar!
El
taconeo de los zapatos se impuso al resto de los sonidos como campanas llamando
a difuntos. Una figura se dibujó en el umbral, donde permaneció quieta: alto y
espigado, con el cráneo apenas cubierto pos unas fanegas de pelo ralo que se
peinaba con esmero para disimular la calva que el paso de los años había
impuesto sobre su cabeza, los ojos entrecerrados protegidos tras unas gafas de
cristales redondos, y una piel tan pálida que se le transparentaban las venas,
que palpitaban inquietas como verdosos gusanos de repugnante apariencia.
El
hombre al que sus pupilos llamaban El Piro dio un paso al frente y se dirigió a
la tarima en la que se encontraba la mesa del profesor. Los faldones de su
sotana revolotearon alrededor de sus pies, casi dando la impresión de que podía
levitar, si no fuera por la presencia de los zapatos, inmaculados y tan
brillantes que emitían destellos al reflejar la luz.
El
hombre se giró hacia la clase, mirándola con gravedad.
—Señores,
España va mal —comenzó—. Desde la muerte del Caudillo, la llegada de la
monarquía y este experimento de la democracia no hace más que llevar a nuestro
país a una deriva que no llega a ninguna parte. Por eso, antes que nada recemos
—Inclinó la cabeza y comenzó a farfullar una oración en latín.
Mientras,
algunos de los chicos se miraban entre sí, divertidos, compartiendo sonrisas y
alguna carcajada sofocada y reconvertida en inoportuna tos, haciendo que los
que estaban en primera fila, a un paso del profesor, se sintieran incómodos,
bien porque podrían ser los primeros reprendidos por el hombre, bien porque
querían compartir las bromas de sus condiscípulos y se tenían que aguantar como
fuera.
—Bien
—dijo El Piro, regresando a la realidad—. Dado que estamos perdidos en este mar
de incertidumbre, donde ser rojo e invertido es lo moderno y normal ahora, me
veo en la obligación de tener que hablarles de ese mal que está infectándonos
cada vez más rápido. Me refiero, naturalmente, a Satanás.
Nuevas
risitas de fondo, casi inaudibles.
—Marín,
a la pizarra —llamó.
El
aludido se puso en pie. La expresión de su rostro lleno de acné estaba tenso, y
los castaños ojos del joven le dedicaban una furiosa mirada al pedagogo. Aún no
se había subido al podio cuando le ordenó que cogiera tiza y se aprestase a
escribir.
—Ya
que le gusta a usted reírse de todo, veamos si ya ha mejorado su caligrafía y
ortografía, más propias de un párvulo que de un alumno de COU de este centro
—dijo el profesor, en tono despectivo. Se escucharon risitas de fondo. El
hombre les dedicó una furiosa mirada—. El que quiera acompañar al señor Marín
en esta tarea sólo tiene que seguir riéndose.
Y
se hizo un silencio sepulcral en el aula.
—El
Diablo, Baphomet, Satanás, Belcebú, Lucifer, Mefistófeles… por cierto, no se
confundan con este último: no es el Príncipe de las Tinieblas, sino uno de sus
lacayos, un subordinado a sus órdenes —Se dio la vuelta—. ¿Qué hace que no toma
nota? —le reprochó al muchacho.
El
llamado Marín, con la piel grana en la que resaltaban los blancos puntos de pus
del acné, comenzó a apuntar los nombres que el otro acababa de enunciar.
—Sus
tentaciones son numerosas, e ilimitado su poder, tanto es así que Dios tuvo que
expulsarlo de los Cielos, incapaz de controlarlo.
Algunos
jóvenes se miraron entre sí: aquel comentario no se parecía en nada a la
historia de la Caída de los Ángeles que tantas veces les habían explicado
durante los cursos anteriores.
—No
necesita del crepúsculo ni de la noche para actuar, pues puede hacerlo en todo
momento y lugar, incluso de día y hasta en un templo. Tan sólo el poder de la
Santísima Madre Iglesia puede mantenerlo a raya en aquellas ocasiones en las
que se manifiesta más débil.
Una
mano se alzó al fondo de la clase.
—¿Y
si se muestra con todo su poder? —dijo Rebeca, una joven de cara dulce, peinada
con dos coletas.
—¿Cómo
para usted una fuerza imparable? —replicó el otro—. Cuando el Señor de las
Tinieblas exhibe todo su poder, no hay nada bajo el cielo que pueda detenerlo.
Ni a él ni a sus hordas, pues son legión…
Una
nueva mano se alzó. Ricardo, un joven apocado, de pelo rizado negro y tupido, y
con unas gruesas gafas de monturas de pasta, preguntó:
—¿Por
qué son legión?
El
hombre lo miró en silencio durante unos instantes; luego, carraspeó y declamó:
—“Mi
nombre es legión, pues muchos son los demonios que viven en mí”. Evangelio
según San Marcos, capítulo cinco, versículo nueve. Son millones, incontables,
más que suficientes para doblegar a toda la raza si quisieran poseerla. Y están
por todas partes. Sólo tienen que echar un vistazo a los nuevos legisladores de
nuestro país: hemos pasado de la rectitud al libertinaje en unos pocos años.
—¿Y
qué hay de los exorcismos? —preguntó Raúl, un chico con una frente tan
prominente que parecía el monstruo de Frankestein—. ¿Existen? ¿Realmente sirven
de algo?
—Sólo
para mantenerlos a raya durante un tiempo. Pero tienen que realizarse por
alguien con mucha fe, casi tocado por el Altísimo, para que puedan funcionar;
de hecho, se dice que nuestro actual Papa, Su Santidad Juan Pablo II, ha
llegado a efectuar alguno de manera exitosa.
Marín,
aprovechando que El Piro se había dado la vuelta, le estaba haciendo burlas con
la cara, simulando que era un demonio, o bien imitaba la hierática postura del
profesor mientras impartía la clase. De pronto, como accionado por un resorte,
el hombre se dio la vuelta, quedando de frente al muchacho, que dejó de hacer
morisquetas y comenzó a temblar. Sabía de la facilidad del pedagogo a la hora
de soltar la mano, y no estaba dispuesto a que le volviera a cruzar la cara una
vez más.
El
rostro del hombre era completamente inexpresivo. Los finos labios estaban tan
apretados que pasaron en un momento de púrpuras a ser completamente blancos.
—Como
siempre, el bufón de la clase —dijo en un susurro.
El
chico calculó la distancia que les separaba, y se alegró en silencio. No podría
darle un bofetón si el otro no daba, al menos, un par de pasos en su dirección.
Incluso se permitió una sonrisa triunfal, que le fue borrada del rostro al cabo
de un instante cuando sintió la mano de su profesor estrellándose de manera muy
dolorosa contra su mejilla.
Parpadeó,
asombrado. ¡Maldito hijo de puta con faldas! ¿Cómo había logrado darle sin
tener que avanzar? Estaba perplejo. Su mano se crispó, rompiendo la tiza en
numerosos fragmentos que cayeron al suelo tras un halo de polvillo blancuzco.
Dio un paso hacia su agresor, dispuesto a darle un buen puñetazo en su pálida
geta, pero se dio cuenta que no era suficiente. Dio otro paso. Tres, hasta un
cuarto. Sólo entonces estuvo a distancia de golpeo.
Un
escalofrío le recorrió la espina dorsal. El Piro no se había movido ni un
milímetro de su sitio. Seguía fijo en el mismo punto en el que le había llamado
bufón, inmóvil, como si le estuviera aguardando.
Sus
miradas se encontraron en el espacio.
—¿Y
bien? —le preguntó, en tono desafiante—. ¿Qué va a hacer, joven?
Marín
se quedó petrificado, sin saber qué decir o hacer. Un nuevo sopapo se estampó
en la otra majilla, catapultándolo hacia detrás hasta que chocó contra la
pizarra, resbalando un par de metros por su superficie y borrando con la
espalda cuando había escrito con tiza, antes de caer al suelo. Unas gotas de
sangre escarlata cayeron sobre los azulejos de la tarima, mientras el polvo de
tiza le hacía toser.
Pero
había algo más: una imagen difusa revoloteaba en la oscuridad de su mente. No
era capaz más que de ver fragmentos sueltos, sin poder identificar más que unas
alas correosas y unas garras sarmentosas. Una criatura que chillaba de tal
manera que le crispaba los nervios, haciéndole sentir un miedo sobrenatural que
se imponía a la rabia y la ira que le producían las bofetadas que acababa de
recibir de parte de El Piro. De fondo, pudo escuchar el repicar de sus zapatos
sobre las baldosas.
Ahora
sí se estaba moviendo; cuando le agredió no lo hizo. Ni siquiera un giro de
pie. Ni un maldito milímetro. Le había abofeteado a casi dos metros de
distancia… sin que se hubiera percatado de ello.
Temblando,
abrió los ojos. Los brillantes zapatos acharolados aparecieron ante él.
—Vaya
a mi despacho —le ordenó—. Va a ser expulsado del centro durante un mes. Esto quedará
reflejado en su expediente académico, y ya veremos qué pasa con sus notas de
cara a entrar en alguna Facultad.
Hijo
de puta…
Aquella
misma tarde, Marín llamó a sus compañeros de la pandilla: juntos formaban Los
Buitres, un grupo de quince chavales que habían estado juntos desde que
empezaron el bachillerato. Los convocó en el parque, en el banco de siempre, a
las seis de la tarde. Tomaron unas cervezas con rapidez, y acordaron que, al
crepúsculo, irían al colegio, se colarían en las instalaciones, y buscarían los
aposentos de El Piro para darle una buena.
—Ya
veremos si lo que le damos es un susto, o algo más —resopló Marín, tomándose un
prolongado sorbo de la litrona que tenía en la mano.
Todos
estaban hartos de aquel hombre, así que no les pareció mala idea; así les
tendría más en cuenta, y no les abofetearía cada vez que le viniera en gana, ni
les humillaría delante de todo el mundo.
—¿Dónde
pueden estar las habitaciones de ese hijo de puta? —dijo Sebastián, un chico
alto y de complexión extremadamente delgada. Tenía una sonrisa tan amplia que
no era raro que, de cuando en cuando, alguno de sus amigos le llamara Fernandel
en tono de broma, señalando el fuerte parecido con el actor francés.
Se
quedaron callados, pensando unos instantes.
—Arriba
del todo, en la torreta —dijo Mario, otro del grupo, un chico bajo de
complexión fuerte y una recia cabellera rizada.
El
resto asintió.
—Es
lógico. Es el director del cole, así que tendrá un lugar privilegiado en el que
poder acomodar su escurrido culo.
A
su lado, otros dos asintieron. Eran Darío Pernal y Juan Castro, los dos últimos
componentes de la pandilla: callados, algo distantes, de notas discretas, sin
sobresalir en nada que no fuera hacer gamberradas, aunque algunos ya veían
potenciales delincuentes en sus personas, aún por terminar de salir de la
crisálida.
—¿Buscamos costo? —preguntó Darío.
Castro
asintió en silencio, mientras se frotaba las manos con impaciencia, aunque su
rostro no expresaba lo más mínimo; algunos decían que se parecía a Charles Bronson,
con aquellos ojos tan diminutos que parecían escrutarlo todo sin perder ripio
de nada, y unas manos tan fuertes que, cuando las convertía en puños parecían
capaces de destrozar tabiques con un simple roce.
Se
miraron entre sí y lo discutieron; al final, decidieron que era demasiado
temprano para comenzar a privar. Lo dejarían para más tarde, para entrar como
motos cuando les cantaran las cuarenta a El Piro, y terminaran de una vez con
tantas humillaciones.
—Se
va a enterar ese hijo de puta —le maldijo Marín, aún con el sabor de las
bófetas en su piel.
Pasaron
el resto de la tarde bebiendo y yendo de un sitio a otro en la ciudad,
parándose de cuando en cuando en algún bar para refrescarse la garganta y
terminar de ultimar sus planes. En uno de ellos se encontraron con una pareja
de maderos tomando café, acaso el último de una lista de brebajes con los que
poder aguantar una guardia de veinticuatro horas.
El
grupo bajó el volumen al pasar junto a los policías, recibiendo una desconfiada
mirada de parte de los agentes. Se sentaron al fondo del local, donde se
pidieron varios bocadillos y refrescos de cola. Entre bocado y bocado, hablaban
del último single de Ramoncín, de lo nuevo de Vídeo, o del último look de
Alaska.
Hasta
que no vieron desaparecer por la puerta del establecimiento los hombres de los
uniformes marrones, no retomaron la conversación anterior, que no pasaba de
repetirse una y otra vez lo que le iban a hacer al sacerdote cuando lo
pillasen. Juan Carlos, acaso el más imaginativo de todos, había propuesto
meterle por el culo un petardo de los gordos, uno de veinte duros, y
prendérselo. La propuesta fue recibida con estruendosas risas y algún que otro
aplauso que hizo que el dueño del bar les dedicase una mirada de reprobación.
Por
fin cayó la noche, y con ella la ciudad se cubrió con un manto de negrura. Las
calles se fueron quedando desiertas poco a poco. Las farolas iluminaban el
asfalto con luces fantasmagóricas. El grupo de chavales se acercó despacio al
centro de estudios, acechándolo como una jauría en plena caza.
El
colegio era una vasta mole que se extendía a lo largo de una hectárea de
extensión. El edificio principal era el colegio de secundaria, que era, además,
el que más servicios tenía, con un almacén, una papelería y hasta una capilla
donde se oficiaba misa todos los domingos. Cada uno de los cursos de
Bachillerato ocupaba una planta, empezando por Primero en la baja, y COU en la
cuarta. En la quinta, sexta y séptima estaban los despachos de los profesores,
salas de juntas, laboratorios de química, y otras varias. Y en el torreón era
donde se suponía que estaban las habitaciones del director del instituto.
En
este caso, El Piro.
Había
otro edificio descomunal dedicado a los estudios de la enseñanza básica, diez
módulos de dos plantas y forma octogonal en los que se disponían cuatro aulas
por cada planta, con pequeñas zonas verdes, y un patio con arenero donde los
más pequeños podían jugar bajo la supervisión de sus profesores. Entre medias,
dos áreas en las que habían dispuestas cuatro porterías, formando sendos campos
de fútbol, donde los chavales jugaban en los recreos, o se escondían a fumar
los más mayores.
Finalmente,
un tercer complejo, mucho más bajo que los otros dos, encerraba la piscina para
la temporada de verano, en la que se apuntaban las familias de los alumnos, con
los vestuarios, y un ambigú donde se podían comprar viandas para la media
mañana, o se podían tomar las tapas durante la temporada estival.
Todo
el complejo estaba rodeado por una alta tapia de ladrillo tras la que se
alzaban pinos y otras coníferas, como clavos en el cielo estrellado, y sobre
los que descollaba la estructura, firme y rocosa, del edificio principal. Era
de estilo art decó, casi como una pirámide escalonada en la que unas estelas de
mármol dibujaban una calzada vertical sobre la fachada que terminaba por
convergir en la última planta, como si todos los caminos tuvieran que
desembocar allí. Y en la cúspide, como un faro en las tinieblas, un llamador de
lo oscuro y tenebroso, se encontraba la ventana por la que se filtraba una
brillante luz amarilla y en la que, de vez en cuando, se adivinaba una alta y
espigada silueta que los chicos supusieron que era la del director.
Marín
sonrió con malicia.
—Vamos
—jaleó, corriendo desde la otra punta de la calle, dispuesto a saltarse la
tapia de un salto.
La
cuadrilla corrió tras él en dirección del cierre del perímetro, hasta llegar al
vallado. Una gruesa malla de hierro entrelazado saltaba de un pilar de ladrillo
al siguiente. Sus dedos se aferraron con fuerza al metal y a la obra para pasar
al otro lado cuando Ricardo se detuvo a medio pasar, con una pierna dentro y
otra fuera. Tenía la mirada fija en la ventana, como hipnotizado. Marín se dio
la vuelta y le reprendió con voz queda:
—¡Salta
ya, capullo, que te va a ver y nos vas a joder la movida!
Pero
el apocado muchacho no se movió; por el contrario comenzó a retroceder, hasta
quedar al otro lado de la finca. Luego siguió retrocediendo sin mirar atrás,
con la mirada fija en las alturas.
—Nos
ha visto —jadeó.
Los
otros se miraron inquietos. Juan Carlos y Sebastián alzaron la mirada hacia la
cúspide de la estructura.
—¡Ahí
no hay nadie, gilipollas! —le espetó Fernandel.
Pero
Ricardo siguió avanzando de espaldas a la carretera, sin dejar de mirar la
ventana con expresión de espanto.
—Nos
ha visto desde antes de cruzar —gimoteó—. Es el Mal… es el Mal… Yo me voy… me
largo de aquí —lloró.
Los
otros se miraron entre sí.
—Este
está tronao —dijo Mario, llevándose un dedo a la sien.
—Sí,
anda. Vete con tu mamaíta, ¡cagao de mierda! —le espetó Marín, con desprecio—.
Pero no nos vuelvas a llamar a ninguno. Ya no eres un Buitre, ¡maricona!
Temblando,
Ricardo fue a darse la vuelta para salir corriendo de allí cuando, salido de la
nada, un coche se llevó por delante al muchacho. Su rostro se crispó de dolor
cuando el morro del vehículo le arrasó las piernas, rompiéndoselas con un
crujido aterrador. El cuerpo se golpeó de costado contra el capó produciendo un
intenso sonido metálico, y la cabeza se estrelló contra el cristal, hundiéndose
entre las astillas. Un caño de negra sangre saltó fuera del cuerpo, cruzando la
negra noche, dejando una estela rojiza de macabra apariencia.
—¡Hostias!
—jadeó Marín.
—¡Dios!
—¿Pero
de dónde…?
Los
muchachos corrieron hacia la tapia y se encaramaron en su cima, pero allí se
detuvieron, contemplando estupefactos que no había ni rastro del vehículo ni de
Ricardo por ninguna parte; de hecho, repararon que no había manchas de sangre
ni fragmentos de cristal sobre el asfalto.
—¿Pero
qué…? —comenzó Marín, extrañado.
La
cabezota de cabellera rizada de Mario apareció a su lado, escrutando la noche.
Tenía la respiración alterada y no paraba de jadear.
—Esto…
esto no lo hemos soñado —barbotó—. Ricardito venía con nosotros, estaba aquí
hace un puñetero momento…
—Di
algo que no sepamos ya, joder —gruñó Sebastián, sin llegar a comprender nada.
Pero
afuera sólo estaba la noche y el silencio. Nada más.
—Venga,
vamos —dijo Marín, bajando de la tapia—. Será que se ha cruzado un coche por
delante del lelo ése en el momento que se ha ido pitando de aquí, y el resto lo
hemos imaginado del propio susto. ¡Venga, joder! —jaleó—. ¡Todos tenemos hora
de llegada a casa, y ese hijo de puta no se va a escapar!
Bajaron
de la tapia y salieron corriendo hacia el edificio, haciendo rechinar el césped
bajo las suelas de sus zapatos. Subieron los escalones de mármol de la arcada
que llevaba a la entrada del edificio, dos enormes portones de madera y metal
repujado en los que se describía la pasión y muerte del Salvador.
—¿Y
ahora cómo entramos? —peguntó Juan Carlos.
Detuvieron
sus pasos a un par de metros de las inmensas láminas de madera, meditando cómo
hacerlo. La primera idea que les vino a la mente fue trepar por la fachada
hasta la primera planta y tratar de forzar una de las ventanas para acceder al
interior, cuando un chasquido sordo les estremeció. Al punto, una de las
descomunales láminas se hizo a un lado, con lentitud, mientras sus goznes
chirriaban de manera quejumbrosa, lanzando infinitos ecos a la noche.
—¡Hostia
puta! —jadeó Sebastián.
—¡Joder!
—tosió Mario, llevándose una mano al pecho, sintiendo que su corazón iba a mil
por hora.
Marín
avanzó hasta la puerta e introdujo la cabeza en las tinieblas. No veía nada,
apenas un recuadro de mármol rojo del suelo que le pareció del color de la
sangre cuando las tímidas luces de las farolas que se colaban por la apertura
lo iluminaron. Se metió una mano en el bolsillo del pantalón, sacando un
mechero que brilló con trémula llama entre
sus temblorosos dedos.
Absolutamente
nada ni nadie. Podían seguir, y así se lo comunicó al resto. Fueron avanzando
muy despacio, apenas alumbrados por las luces de sus mecheros y de manera
ocasional por la luz de la calle que se derramaba por alguna de las ventanas de
los corredores, pero que fue disminuyendo a medida que iban ascendiendo de
piso.
Al
final, el último corredor les llevó a una angosta escalera que ascendía hacia
la torreta, según pudieron deducir. Jadeando y empapados en sudor, fueron
subiendo uno por uno los escalones, procurando pisar con cuidado para no hacer
rechinar las suelas de sus deportivas y evitar alertar a El Piro.
Una
puerta, de un color marrón tan oscuro que apenas sí era un matiz a la luz de
los mecheros que les alumbraban, se mostró ante ellos, casi salida de la nada,
como si no hubiera estado allí nunca, sino hasta hacía un instante. Marín
tanteó el picaporte: era un pomo de cristal poligonal, tan brillante que el
prisma lanzó reflejos en todas direcciones, creando fantásticos dibujos sobre
la madera. Giró la muñeca, comprobando con un sentimiento triunfal que no se
encontraba cerrada. En el silencio del corredor, los chirridos del mecanismo de
apertura sonaron como disparos.
Con
mucho cuidado, empujó la puerta hacia el interior de la estancia.
SCALA & KOLANCNY BROTHERS - Engel (Rammstein)
Ante
ellos apareció una alcoba modesta, casi espartana, reducida a un sencillo
jergón, una mesa con una silla de brazos. Descansando sobre la mesa se
encontraba un grueso volumen escrito con letra gótica muy desgastada y unas
ilustraciones que mostraban una hoguera en la que varios personajes se
retorcían, sufriendo tormentos, mientras una figura de mayor tamaño que el
resto se alzaba sobre las llamas indemne y aterradora, de monstruosa
apariencia, haciendo que varios de los congregados alrededor de la pira
salieran huyendo despavoridos.
El
personaje tenía cuerpo humano y alas de murciélago, y su cuerpo estaba coronado
por una cabeza caprina.
Entraron
despacio. El cuarto se hallaba medio en penumbra, y una pálida luz, venía de un
punto que pudieron encontrar, alumbraba débilmente la escena.
—Les
estaba esperando.
La
voz había surgido de un lugar muy lejano, profunda y oscura como una pesadilla,
y les pilló tan desprevenidos que dieron un respingo, y hasta se escucharon un
par de gritos de susto. Al otro lado del catre, estaba la pálida figura del
director, postrado de hinojos, mirándolos fijamente. Estaba completamente
desnudo, y parecía como si la luz que les alumbraba manara directamente de su
cuerpo.
—¿De
dónde…? —balbució Sebastián—. Hace un momento no estaba ahí —Y le señaló con un
tembloroso dedo.
Por
toda respuesta, El Piro se puso en pie y rodeó con lentos pasos el camastro.
—Sí,
es cierto —admitió el hombre, con voz pausada—. Hace un momento no estaba ahí,
como usted bien dice, señor Gómez.
Ante
el asombro de todos, descubrieron que el cuerpo de su profesor de religión era
del todo asexuado. A Marín se le escapó una risita.
—¿Pero
cómo meas? —se burló.
El
otro lo miró sin expresión alguna en el rostro.
—La
micción es una función del todo innecesaria para mí, señor —fue la lacónica respuesta.
El
otro se volvió hacia el resto del grupo.
—Vamos
a hacerlo —ordenó.
Mario
dio un paso al frente, pero se detuvo.
—Si
no tiene ni polla ni huevos, ¿tampoco tendrá ojo del culo para meterle esto?
—dijo en voz alta, planteando una duda que al resto les pareció lo
suficientemente cómica como para prorrumpir en sonoras carcajadas.
El
clérigo esbozó una afilada sonrisa en sus labios.
—Tampoco
—admitió sin pudor alguno.
Marín
dio una fuerte palmada al aire.
—¡Al
carajo! —estalló—. Si no tiene nada de eso, aún le queda la boca para hacer que
se lo trague y reventarle las tripas —Dio un paso al frente al tiempo que
alzaba un puño surcado por palpitantes venas—. ¡Ya no volverás a darle un
guantazo a nadie, hijo de la grandísima puta!
La
sonrisa en el rostro del sacerdote se hizo aún más amplia, al tiempo que sus
ojos parecieron oscurecerse; mientras, Juan Carlos le pasaba el petardo a
Mario, al tiempo que le guiñaba un ojo.
—Aún
no ha llegado mi momento de dejar de hoyar esta tierra, mocoso —le espeto.
Marín,
Juan Carlos y Sebas dieron cada uno un paso al frente con la intención de
sujetarle las extremidades y abrirle la boca para obligarle a tragar el petardo
que Mario ya se estaba afanando en encender, pero ninguno llegó a tocarle. Se
escuchó un sonido similar al restallar de un látigo y los tres muchachos se
tambalearon. Al tocarse en las partes del rostro en las que habían sentido un
impacto, descubrieron que sus manos se tintaban en el característico color de
la sangre.
Mario
boqueó, asombrado. El Piro parecía no haberse movido y, sin embargo, les había
dado una golpiza a los tres, tan rápido que ni lo había visto. Su pulgar se
afanó en tratar de lograr que el mechero prendiera el artefacto pirotécnico que
sostenía en la mano libre, pero era incapaz de dejar de temblar.
—Señor
Silva —dijo, de nuevo con aquella voz lejana que parecía proceder de otro
mundo—. ¿Piensa que su juguete puede dañar a alguien como yo? Sin embargo, eso
es un arma que se puede volver en su contra.
Mario
Silva sintió un fuerte dolor en la palma de la mano que le hizo gritar. Los
otros tres se volvieron para mirar a su amigo, contemplando con horror cómo el cartucho se iba hundiendo en
la carne de su mano, ondulándose como un gusano, hasta desaparecer por completo
bajo la piel de la palma, sin dejar la más mínima marca.
Entonces,
algo iluminó tenuemente la dermis desde dentro de la extremidad del joven, un
parpadeo que apenas duró un segundo antes de desaparecer, mientras Mario
gritaba y se retorcía de dolor.
—¡Está
dentro de mí! ¡Está dentro de mí! —aullaba de dolor y de pánico—. ¡Se está
moviendo! ¡Me quema!
Los
muchachos rodearon a su compañero, observando a la tenue luz que alumbraba el
cuarto cómo una forma cilíndrica se deslizaba bajo los tejidos del antebrazo
antes de desaparecer de la vista a la altura del antebrazo. Comenzaron a sudar
copiosamente, sin saber qué hacer para ayudar a su amigo y sin dejar de chillar
y de decir todo tipo de barbaridades.
—¿Saben
por qué me llaman El Piro? —continuó el otro, como si todo aquello no le
afectase.
—¡Cállate,
hijo de puta! —barbotó Juan Carlos.
—¡Ayuda
a Mario! —rugió Sebastián.
—¿Qué
le has hecho, cacho cabrón? —terció Marín.
Pero
el otro continuó, ignorándoles por completo.
—Entre
ustedes el rumor es que, hace unos veinte años, me lo puso un alumno que dijo
que me parecía a Christopher Lee, el actor que interpreta a Drácula en el cine.
Pero esa leyenda la creé yo mismo.
Marín
se dio la vuelta para golpearle y hacer que se callara, pero el director hico
un mohín con la nariz y el joven salió volando por los aires hasta estrellarse
contra una de las paredes.
—El
alumno fue encontrado en lo que hoy son los terrenos de la piscina —prosiguió
el director—. Enloquecido, con la cordura perdida para siempre; de hecho,
terminó con su triste vida suicidándose en el frenopático. En efecto, aquello
que farfullaba sonaba de manera muy similar a Piro, pero lo que en verdad decía
era pyros. Alejandro siempre fue un exquisito estudiante de griego, ¿saben?
Mario
aulló de dolor.
—¡No
puedo más! ¡No puedo más! —chillaba, desesperado.
—En
griego, pyros es fuego —explicó el cura, mirando fijamente con sus ojos, negros
como canicas, al chico que no cesaba de retorcerse—. ¿No es así, señor Silva?
De
pronto, Mario se puso muy tenso, tieso como un palo. Tenía la mirada
desencajada de horror, y había dejado de gritar, como si fuera incapaz de
pronunciar una sola palabra más. De su boca, y por las fosas nasales, comenzó a
caer una bullente cascada de humo negruzco que se derramó sobre su pecho en
dirección al suelo. Hubo un parpadeo de luz dentro de su cuerpo, y su boca
comenzó a refulgir hasta emitir un destello cegador.
Se
escuchó un prolongado silbido mientras, arqueado hacia detrás, con la boca
abierta hasta que se desencajó, Mario Silva comenzó a expulsar un torrente
ígneo que llegó hasta el techo, en donde las llamas se extendieron hasta formar
un manto sobre sus cabezas. Los ojos del infortunado estallaron, dejando paso a
un par de densas columnas humeantes antes de desaparecer a favor de mas fuego
proyectado desde sus entrañas.
—¡Dios!
—gimieron los otros tres.
El
Piro les miró de manera aterradora. Los ojos negros brillaron, rebosantes de
maldad en estado puro.
—Dios
no tiene autonomía ni competencias aquí —Esta vez, la voz lejana había sonado
terriblemente cercana, con un acento monstruoso que les heló la sangre en las
venas.
Con
un último y estruendoso silbido, el cuerpo de Mario Silva quedó reducido a algo
que se parecía a un maniquí carbonizado, antes de que el montón de humeantes
cenizas se desmoronaran sobre el suelo; al cabo de un instante, un viento
fantasmal salido de ninguna parte barrió la estancia y los residuos
desaparecieron como si nunca hubieran estado allí.
Se
miraron incrédulos, sin llegar a comprender del todo qué era lo que estaba
pasando, pero no había nada normal en todo aquello. Juan Castro fue el primero
en moverse. Sus manazas se cerraron hasta convertirse en dos aterradores puños
que apretó con tal fuerza que la piel de los nudillos rechinó mientras
palidecía por completo.
—¡Te
voy a reventar, malparío! —prometió, al tiempo que daba un paso al frente.
El
profesor, por su parte, ni se inmutó. Una afilada sonrisa se dibujó en su
rostro con el brillo de cuchillo, añadiendo unos tintes verdaderamente
maléficos al rictus con el que engalanaba sus facciones.
—No,
no fui parido, señor Castro. Es más, mi origen es mucho más inquietante, tanto
que les sería del todo incomprensible a todos ustedes, por muchos conocimientos
que pudieran adquirir a lo largo de sus vidas.
—Sólo
hay que ver que no tienes ni picha ni cojones, ¡hijo de puta! —bramó, al tiempo
que cargaba uno de sus puños, alzándolo por encima de la cabeza.
—No
los necesito, escoria —siseó El Piro, ampliando aún más la maléfica sonrisa.
Castro
golpeó dos veces. Sus puños se agitaron tan rápidos que pudieron escuchar cómo
silbaban al cortar el aire, pero ninguno llegó a impactar en su objetivo que,
de manera asombrosa, parecía no moverse del sitio.
—¿Pero
qué…? —se preguntó el otro, extrañado.
Había peleado muchísimo, y no era posible fallar a esa distancia.
El
Piro se estremeció. Un gesto que no se perpetuó más que unas décimas de
segundo, no más que una tos. Seguía estático en el mismo sitio, como si le
hubieran anclado los pies a la maldita baldosa en la que se encontraba.
Por
su parte, Castro se agitó como una descarga eléctrica le estuviera recorriendo
de una parte a otra. Los puños se congelaron en el aire, y los dedos
aparecieron crispados sobre las palmas, temblorosos, mientras se dirigían con
torpeza hacia el cuello, sobre el que se cerraron con lentitud, como si le
asaltara un profundo dolor de garganta.
—¿Qué
le has hecho? —preguntó Marín, asustado. Podía escuchar las respiraciones de
los demás a sus espaldas, agitadas por el miedo—. ¡Juan! ¡Juan! ¿Estás bien?
¡Dime algo, coño! —gimoteó.
La
mirada del hombre estaba vacía, pero la inquietante sonrisa parecía afilarse
cada vez más. Los ojos negros como canicas lo dominaban todo sin mirar nada en
concreto.
—Se
les ha acabado el tiempo —anunció, con silbante voz de serpiente.
Marín
extendió una mano para tocar en el hombro a Castro y llamar su atención para
que le dijera que le pasaba cuando descubrió horrorizado que los dedos que se
cerraban sobre la garganta desaparecían poco a poco bajo la piel de cuello,
hundiéndose dentro de la estructura, perdiéndose en la carne, mientras un
oscuro reguero de sangre se iba deslizando hacia abajo, empapando su ropa,
hasta llegar al suelo, donde comenzaba a formar un charco que se ampliaba a
medida que los tétricos sonidos intermitentes del goteo del humor vital se iban
sucediendo en el pesado silencio que invadía la estancia.
—Corran
—les recomendó el profesor de religión.
El
Piro se volvió a estremecer con la rapidez de un látigo, y el cuerpo de Juan
Castro saltó en pedazos en el aire, como si una gigantesca zarpa lo hubiera
convertido en unos despojos sanguinolentos. Las paredes se cubrieron con las
salpicaduras de la sangre, y el aire se llenó con un intenso olor metálico que
les mareó. Sebastián y Juan Carlos sintieron unas arcadas que les hicieron
retroceder. Marín sintió que la orina se le agolpaba en el pantalón.
—¡Hostias!
—jadeó Darío, al ver que su compañero de correrías reducido a pulpa. En su
fuero interno deseó poder darle unas caladas a un canuto para poder pasar
aquello y convencerse que no era más que una pesadilla de la que iba a
despertarse en cualquier momento—. ¡Hostias! ¡Hostias! ¡Hostias!
Los ojos de canica lo miraron fijamente.
—¿Las
quiere consagradas por el Cielo o por el Infierno, señor Pernal? —La sonrisa
mostró unos dientes tan afilados como hojas de puñal.
Darío
se dio la vuelta al tiempo que lanzaba un alarido de terror. Sólo sabía que
quería llegar a la puerta, bajar a toda leche por las escaleras y saltar la
tapia para llegar cuanto antes a su casa y esconderse temblando debajo de la
cama.
El
Piro se convirtió en un relámpago a sus espaldas, y desapareció ante la atónita
vista de los muchachos. Darío Pernal dio un empujó a Marín para echarlo a un
lado en su loca carrera por llegar a la puerta, pero algo lo sujetó por los hombros
y lo levantó en vilo. El chico gritaba y pataleaba mientras una fuerza
invisible lo alzaba hacia el techo, y una gélida corriente de aire venida de
ninguna parte barría la estancia, haciéndoles tiritar de frío.
Darío
no dejaba de mirar por encima de su cabeza, viendo algo que le aterraba y que
hacía que luchara con toda la fuerza de su desesperación para librarse de la
fuerza que le sujetaba. Los demás también tenían sus ojos fijos en el mismo
punto, sin llegar a ver qué era lo que estaba atacando a su amigo.
Algo
se agitó en la estructura. Era una masa que ondulaba y se agitaba sobre su
cabeza, una marea de luces y sobras que lo envía con rapidez hasta que lo dejó
completamente expuesto sobre el techo.
—¡Socorro!
—aulló Darío con desesperación. Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¡Me va a
matar! ¡Me va a matar! ¡Ayudadme, cabrones!
La
masa asaltó el cuerpo del muchacho como si estuviera viva, como una entidad
hambrienta que se estuviera saciando, deshaciendo el cuerpo de su víctima con
gran velocidad: primero le arrancó la ropa, que se consumió entre espirales de
llamas azules; a continuación, fue desollado, con la piel arrastrándose por su
cuerpo como si fueran girones de tela hasta desaparecer por completo entre las
olas de luces y sombras. Luego, los músculos y las vísceras fueron devorados
por las volutas que recorrieron su cuerpo hasta que sólo quedó un esqueleto
sanguinolento que aún berreaba de dolor y de miedo. Un instante más tarde, los
huesos fueron engullidos por las brumas, dejando el techo tan limpio e impoluto
como cuando comenzó el horror.
Una
extraña luminiscencia llamó nuevamente la atención de los que quedaban: una vez
más, el director se mostraba ante ellos, desnudo y asexuado, en el mismo lugar
en el que lo habían encontrado. La sonrisa que cruzaba su rostro se había
vuelto aún más malvada y los ojos de canica no los perdía a ninguno de vista, y
el cuerpo seguía brillando, aunque cada vez con más debilidad.
Aterrados,
los tres supervivientes contemplaron cómo el cuerpo de El Piro comenzaba a
perder su luminiscencia.
—Se
les acabó el tiempo, caballeros —La voz volvió a ser lejana, cada vez más
cuanto más se debilitaba la luz que emitía.
Marín
se levantó de un brinco y corrió desesperado hacia la puerta.
—¡Corred,
joder! —aulló, aterrorizado.
El
segundo en salir tras él fue Sebastián, y ambos se precipitaron por las oscuras
escaleras a ciegas, tropezando una y otra vez con los escalones, las paredes, y
entre ellos mismos. La silueta de Juan Carlos se dibujó un instante en el marco
de la puerta apenas un segundo antes de que la luz terminara de extinguirse.
Entonces gritó de dolor. Los otros se giraron
un momento, lo suficiente como para ver que las sombras lo engullían de
manera literal, como si una boca hecha de oscuridad lo hubiera apresado y se
estuviera dando un festín con él.
Según
iban bajando las plantas, se iba haciendo alguna claridad, con lo que se podían
orientar y ver mejor, evitando así los molestos tropezones que no hacían más
que retrasarles y dejarlos más al alcance de aquel monstruo. De pronto, a
Fernandel le pareció que Marín iba demasiado lento, así que le empujó en un
recodo, obligándole a hacerse a un lado.
—¡Aparta,
joder! —le espetó mientras le adelantaba.
Apenas
pisó el primer escalón del siguiente tramo de bajada, el mármol pareció
volverse líquido bajo sus pies, desapareciendo en el interior de la piedra.
Marín quiso detenerse, pero se dio cuenta que sus pisadas daban sobre firme,
así que continuó con su huída. A tres escalones del final, los peldaños
parecieron escupir a Sebastián, emergiendo de manera parcial entre las aristas
de roca: las puntas de los dedos de la mano izquierda, la rodilla derecha,
parte de los hombros, y la mitad superior de la cabeza. Mostraba la boca
abierta, pero no se le veía el maxilar inferior, y las cuencas de los ojos se
encontraban vacías, rellenas de algo acuoso y de color blanco.
Aullando,
pasó por encima de la cabeza, pero se le enganchó la punta de su zapatilla de
deporte en los dientes que sobresalían en el extremo del peldaño. Salió
despedido hasta que se estrelló contra la pared que tenía frente a él. Como
pudo, se incorporó y continuó corriendo, reparando en que se encontraba en el
recibidor.
Una
luz roja parpadeó en el mármol del suelo, como si las baldosas latieran.
Entonces, para su mayor estupefacción, del latido luminoso emergió el cuerpo de
Ricardo.
—Esto
es espantoso… —gimoteó el muchacho, tendiéndole una mano mutilada en la que
faltaban dos dedos, y los huesos del antebrazo asomaban, sanguinolentos, a
través de la carne—. Lo que nos has hecho… nos has condenado… al peor de los
Infiernos…
Marín
pudo contemplar la cabeza aplastada casi en su totalidad, con uno de los ojos
colgando fuera de su órbita, y el otro abultando como una pelota de tenis,
también a punto de salirse de su ubicación. El cerebro chorreaba fuera del
destrozado cráneo, y la lengua se agitaba caída en perpendicular a su rostro.
Intentaba ponerse en pie, pero las piernas estaban retorcidas de manera
horripilante, y no podía.
—Es…
es… Él —fue lo último que logró decir antes de volver a ser engullido por el
mármol.
El
recibidor se sumió en las tinieblas. Marín no se atrevía a moverse. Buscó a
tientas el encendedor que llevaba en el bolsillo cuando se encendieron todas
las luces de la sala.
Apostado
delante de las puertas, se encontraba el clérigo.
Aterrado
se dio la vuelta y corrió en dirección a la capilla, en un vano intento por
protegerse en suelo sagrado de aquel horror; el otro, por su parte, caminó muy
despacio tras él, en muda persecución, mientras sus zapatos acharolados
repicaban sobre el suelo de mármol rojo.
—Ya
le dije antes que Dios no tiene autonomía ni competencias aquí —Un monstruoso
acento en la voz hizo que se le helase la sangre en las venas.
Marín
corrió hasta refugiarse tras el altar, pero el otro no se detuvo, continuando
con su lento avance con una calma aterradora. Acudieron a su mente las imágenes
del espigado sacerdote impartiendo los sacramentos algún domingo que otro que
había ido a escuchar misa en la capilla del instituto.
—Por
favor… Por favor… Por favor… —gimoteaba, implorando a los Cielos—. Te lo
suplico… Sálvame y te juro que seré bueno el resto de mi vida…
El
otro rio.
—¡No
me haga reír, joven! —croó la voz que emergió del enteco cuerpo de ojos negros
y expresión asesina.
—¡Atrás,
Piro! —le chilló, esgrimiendo una cruz que descansaba sobre el púlpito.
El
profesor de religión se echó a reír.
—Mi
nombre no es Piro; mi nombre es Legión —le gruñó.
Interponiendo
el crucifijo entre ambos, el muchacho intentó sortearle y escapar, pero lo
único que logró fue que el otro bufara y estallara en una sonora carcajada
cuyos ecos se extendieron por todos los rincones de la iglesia.
—Vale,
vamos a hacer una cosa: trata de escapar. Si logra saltar la tapia sin que yo
le coja, habrá ganado. ¿Le parece bien, señor Marín?
Jadeando
por la ansiedad y la tensión del momento, el joven sopesó sus posibilidades:
era el mejor corredor de la clase, o lo había sido hasta el año anterior.
Tenía, al menos una posibilidad de conseguirlo.
—¿Cómo
sé que la puerta no está cerrada con llave? —quiso saber.
Por
toda respuesta, se volvió a escuchar el mismo chasquido que cuando entraron en
el módulo, y uno de los enormes portones se hizo a un lado, invitándole a
escapar.
—Nadie
la va a cerrar, se lo aseguro —prometió el sacerdote—. El trato es hasta la
tapia y nada más.
Contó
mentalmente hasta tres antes de darse la vuelta y, tras soltar la pesada cruz,
salir corriendo hacia la salida. Cortó el aire tan deprisa que pudo escucharlo
aullar en sus oídos. Atravesó las puertas de la capilla y se dirigió hacia la
salida, mientras giraba un momento la cabeza. El Piro estaba quieto, inmóvil
junto al púlpito, mirándole con una expresión divertida en el rostro.
Llegó
a la puerta, a la que se aferró para poder girar y salir a toda velocidad hacia
la entrada, donde los pinos no cubrían la tapia y podría saltarla con más
facilidad, pero algo le sujetó por las muñecas justo cuando se soltaba. Un
fuerte tirón lo alzó del suelo. Se debatió con desesperación mientras aullaba
aterrorizado. Al girar la cabeza, esperando encontrarse con el director,
descubrió con horror que lo que le sujetaba con tantísima fuerza eran las manos
de las figuras que componían los relieves de las plantas de metal repujado que
decoraban el portal.
Entre
alaridos de pavor, su cuerpo fue absorbido por el metal hasta quedar convertido
en una más de las retorcidas figuras que componían su decoración.
Dentro,
El Piro se dio la vuelta y miró al crucificado que presidía el ábside de la
iglesia. Los negros ojos brillaron cargadas de un infinito odio triunfal.
—No
pensarías que se lo iba a poner tan fácil, ¿verdad? —le dijo, en tono burlón—.
No vas a ganar siempre. Satán ex machina.
Y
desapareció en un sulfuroso estallido de fuego y negro humo, dejando en la
capilla tan solo silencio y oscuridad, mientras descendían lágrimas de sangre
de los ojos de la efigie.
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Javier LOBO. Todos los derechos reservados.
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