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El CUERPO
Es la noche de Halloween y es tarde. No tengo ganas de estar
aquí, en este lugar perdido del río Guadalquivir, oliendo a cieno y a los
vapores pútridos que estas aguas de muerte emanan de toda la flora y la fauna
que se corrompen entre sus aguas.
Busco a Helena. Se llama Helena. Bueno, se llamaba, porque
estoy convencido de que está muerta. Lleva tres días desaparecida. Lo último que
supieron sus padres es que se iba al pueblo de al lado a ver al chico con el
que estaba saliendo, pero nunca llegó a su destino.
Cuando vi el atestado, la cosa estaba muy clara: suicidio.
Tenía varios intentos de quitarse la vida a sus espaldas. Pastillas. Cuchillos.
Cuerdas. Todos terminaron en fracaso para sus intenciones, con una temporada en
el Hotel Demencia, donde las paredes acolchadas con los lugares en los que
reposar las cansadas cabezas de sus inquilinos, donde se comen pastillas como chucherías,
donde la locura campa a sus anchas, y del que nadie sale con la cordura en sus
casillas, sino más bien con los cabales completamente perdidos.
Llevo tres días sin dormir, encabezonado en encontrarla, en
poder devolverle la paz a una familia rota por el dolor y el llanto, por la
pesadumbre de no saber dónde se encuentra su hija.
El novio quedó inmediatamente descartado. No se encontraba
en las cercanías en las horas de la desaparición de Helena. Corroborado por
testigos, cámaras de videovigilancia y por el GPS de su móvil.
Entonces, ¿dónde estás niña?
Estudio sus hábitos, sus costumbres. Me he llegado a meter
en sus cuentas de redes sociales y he visitado su dormitorio. Ningún libro, ni
cuaderno de apuntes o diario. Paredes desnudas, sin fotos de ídolos de
juventud.
Todo está en su móvil, y el terminal se encuentra apagado/fuera
de cobertura, así que no puedo consultar sus fotos, sus mensajes, y cualquier
otro detalle de interés que pudiera albergar en sus entrañas.
Sus amistades, sus zonas de marcha, los lugares que gusta
frecuentar, todo se encuentra en un pantanoso trozo de terreno, donde el lodo
es el único elemento destacable en casi un kilómetro a la redonda.
Visto así, un kilómetro no parece mucho, pero para un solo
hombre sí que lo es. Hay cientos de lugares en los que poder esconderse, en los
que un cuerpo puede permanecer atrapado durante meses sin llamar la atención ni
ser descubierto, hasta pudrirse y ser pasto de los carroñeros que pululan por
estas aguas hasta que no quedaran de él ni los huesos.
En su perfil de una red social he encontrado una foto
recurrente, una vieja casona abandonada y derruida que hay en mitad de uno de
los pantanos que se forman entre los meandros del río Guadalquivir a su paso
por esta parte de la provincia.
Son varias fotos las que tiene de la ruina: atardeceres,
noches, con niebla,… En varias de las publicaciones hay cosas escritas.
Una dice: “mi hogar me llama”.
Otra dice: “es mi puerta a la liberación”
Quizás, de entre las varias que hay, la publicación más
interesante e inquietante es esta, en la que le dedica un poema:
“Por el horror y la gracia,
en la noche de los malditos,
cuando los santos pretenden proteger la Tierra,
mientras los hijos del Mal huellen
la luz de la luna sobre el suelo,
inmortal seré,
y de mi pútrida envoltura carnal
me desharé”.
Es la única pista que tengo, es un clavo ardiendo al que
agarrarme, pero es lo único que me queda para continuar con esto.
Y no pienso tirar la toalla.
Llevo caminando un buen rato. Agradezco las botas que llevo
puestas porque impiden que se me filtre el agua dentro y las bacterias me
devoren los pies mientras avanzo apartando los retales de niebla que se
entrecruzan en mi camino.
Arriba, coronando el cielo, hay una rechoncha luna llena que
me mira burlona, como diciéndome que esta vez voy a perder.
Sé lo que me voy a encontrar: un cadáver abofado,
irreconocible, casi el doble del tamaño que tuviera en vida, con un color de
piel macilento, puede que con unas sombras moradas o azuladas alrededor de los
labios y de los hinchados párpados, más próximas a la forma de pelotas de tenis
que a unos ojos humanos, emitiendo un pútrido aroma que, dulzón, se introduce
en la nariz impregnando las papilas y ya no se va.
Seguramente, la fauna del río, en ese inevitable e imparable
ciclo natural que le caracteriza a lo salvaje, ya se estará nutriendo de su
cuerpo: cangrejos de río picoteando en sus ojos, albures y otros peces como las
anguilas nutriéndose vorazmente de las partes sumergidas de su cuerpo, mientras
las larvas de los escuadrones de la muerte entomológicos se precipitan por
entre los hinchados labios, saturada la boca de su presencia, en busca de
nuevos territorios en los que poder cebarse.
Ya lo he visto demasiadas veces.
Aparto ramas resecas cubiertas de musgos pestilentes que se
retuercen como malas intenciones tratando de impedirme el paso, de cortar mi
avance, pero no lo hago. Soy un buen policía, soy un profesional de lo mío, y
no tiro la toalla fácilmente.
Sin embargo, esta noche, este Halloween, hay algo que ha
hecho anidar el miedo en mi corazón. No sé si es la pálida luna llena en el
cielo, no sé si son las sombras que se deslizan por el suelo y sobre los
girones de niebla con vida propia, como si los árboles cobraran vida, como si
la boca del Infierno se hubiera abierto para escupir sus peores maldades a la
tierra durante unas horas.
Entonces la veo.
La vieja casona.
Esta zona se evita en las patrullas. Siempre. Es de difícil
acceso, y no pocos coches han sido tragados por el lodo hasta el oscuro y
siniestro fondo de sus entrañas, como un animal hambriento. Al igual que los vehículos,
ha devorado caballos, cordero y,
naturalmente, personas.
De hecho, los habitantes de la zona, los cangrejeros y los
pescadores tradicionales de esta parte del Guadalquivir, evitan esta zona
porque creen que está maldita. Hay un sinfín de historias sobre este lugar,
desde crímenes macabros hasta maldiciones, aquelarres y ritos satánicos, sin
olvidarnos de apariciones, hombres lobo y vampiros.
Todo un elenco de fantasías populares que, no obstante, y
según mi propia experiencia, alguna base de verdad tendrán.
Avanzo a trompicones entre la niebla, sintiendo el beso del
lodo en mis suelas que me dificulta pisar, o tropezando como un niño pequeño
que aprende a andar con alguna piedra que no puedo ver porque las tinieblas y
la bruma me envuelven los ojos.
Avanzo hasta llegar a la casona.
No es más que un conjunto de maderas putrefactas, sin
cristales, donde un antiguo muro de ladrillos se ha venido abajo, dejando ver
sus entrañas al mundo, un conjunto de habitaciones vacías, llenas de sombras
que contarían mil historias oscuras si pudieran hablar.
De entre los ladrillos caídos surge un chapoteo siniestro.
Aguardo unos segundos en silencio mientras miro el reflejo
de la luna sobre las oscuras y negras aguas del Guadalquivir. No se mueven, no
hay ni siquiera una suave brisa. Ese chapoteo parece, entonces, y descartando
la corriente del río, de origen animal.
Vuelvo a escuchar el chapoteo, esta vez más fuerte.
Camino todo lo rápido y silencioso que puedo hacia el foco
del sonido.
De fondo, escucho el agudo alarido de los murciélagos en la
noche, y el áspero ulular de alguna lechuza que se oculta entre las sombras.
Cuando llego a las ruinas de lo que un día fuera una
imponente propiedad, escucho un susurro aspirado que surge de alguna parte entre
la niebla.
Una sombra nívea, de un blanco inmaculado, se materializa
durante un instante ante mis ojos para desaparecer de inmediato con un poderoso
aleteo. Veo una rapaz nocturna que identifico como una lechuza disolverse entre
la bruma.
Siento escalofríos en mi espalda. El cabello de la nuca se
me ha erizado. La sangre se me ha helado en las venas.
Nuevamente, vuelvo a escuchar un chapoteo procedente de las
ruinas.
Por precaución, desenfundo mi arma y le aplico una linterna
que llevo, y la enciendo. No había querido encenderla antes para no delatar mi
presencia en el lugar, porque no puedo descartar la posibilidad de que la desaparición
de Helena haya podido ser un secuestro, pero ya me da igual.
Tengo una sensación, un miedo que no es miedo, que es una
alerta que…
El haz de luz disuelve la calígine, mostrándome unas
inquietas y nerviosas gotas de agua que relumbran al contacto con la luz como
insectos aturdidos por un brillo en las tinieblas, como si lo que estuvieran
haciendo aquellas partículas de agua es tratar de impedirme el paso a cualquier
costa.
Me acerco al conjunto de ladrillos caídos. El aroma de la
madera podrida me marea, pero se convierte en algo agradable, casi adictivo. Me
gusta ese aroma.
Reparo en que los ladrillos forman una especie de pretil, de
muro de contención tras el que todo es oscuridad, una oscuridad tangible, casi
física.
Me asomo por encima de la pared derruida, con el haz de luz
de mi linterna por delante, quebrando la oscuridad que se extiende ante mí, que
parece ocultarse buscando una seguridad tras los fragmentos de barro cocido.
Entonces lo veo.
Es una enorme masa de agua, sucia y pestilente de la que
parecen ascender unas columnas de vapor, como emanaciones de un caldero donde
se cuece algún alimento. Veo raíces retorcidas que emergen y se hunden en el
agua como lomos de fantásticas serpientes, veo trozos oscuros de madera
putrefacta cubiertas de unos extraños hongos de apariencia esponjosa que emiten
una fosforescencia fantasmagórica como las garras de una bestia infernal, y un
par de raíces de grueso calibre que me hacen intuir que pueda haber un árbol en
el interior de la desvencijada estructura.
Pero me fijo bien, y me doy cuenta que lo que parece ser la
base de un árbol es, en verdad, dos piernas que voy recorriendo con la luz LED
de la linterna mientras bordeo la boca del abismo como un ángel la puerta al Infierno,
hasta que la rodela blanca descubre el cuerpo.
Helena.
Veo el torso, las piernas, los brazos que se doblan sobre el pecho, pero hay una parte de
ella que no se puede ver, oculta entre sombras, como si hubiera un obstáculo
entre los dos que no puedo ver porque la niebla se vuelve a espesar y me impide
distinguirlo.
La luz me revela que los ladrillos del muro se han
precipitado por esa sima hasta hundirse en las aguas putrefactas que han
quedado allí acumuladas, formando una especie de escalera natural, que decido
usar para descender a los Infiernos.
El aire se va viciando a medida que voy descendiendo, paso a
paso, muy despacio, encañonando con mi arma por delante, usando los otros tres
apoyos naturales de mi cuerpo para descender, inquieto, escaneándolo todo
porque no sé qué me voy a encontrar.
Zumbidos de mosquitos. Moscas en mi boca. Me comienza a
picar todo. Bajo el agua, algo se desliza a toda velocidad.
De nuevo resuena en la oquedad de este espacio el chapoteo,
esta vez menos violento que las veces anteriores, mucho más suave, como una
caricia.
Finalmente, llego al fondo de la cueva. Es extraño. El cuerpo
no está abofado, y el color de la piel no es tan repugnante como el que suelen
mostrar los ahogados cuando son rescatados de las aguas. La palidez cadavérica
está ahí, qué duda cabe, y la piel tiene esa textura tan característica de los
muertos. Pero no despide ese hedor característico del que muer en un pantano,
ni parece que el agua la haya maltratado. No veo señales de impactos o de
arrastres, no veo ninguna señal que me indique que ha sido víctima de una
muerte violenta.
No tiene señales de muerte traumática.
La toco. La piel está fría, característica de los cadáveres.
No hay pulso. Pongo una mano sobre las fosas nasales. No hay hálito. Su cara
muestra ese particular rictus que la muerte imprime a sus posesiones.
No me cabe duda, está muerta.
Sin embargo, muestra una extraña belleza, rutilante, que
nunca tuvo en vida. He visto sus fotos y no era una chica guapa. Sin embargo,
ahora muestra una hermosura seductora, hipnótica.
Y hay dos detalles que me llaman poderosamente la atención.
Los brazos están cruzados sobre el pecho, aferrando con
dedos finos unas rosas recién cortadas que no crecen por aquí.
De otro, muestra una dulce sonrisa, como si la muerte
hubiera sido su éxtasis definitivo.
Mientras medito esto, abre los ojos y me mira fijamente. Dos
lágrimas de sangre caen de sus lacrimales mientras los labios se alzan
mostrando una hilera de afilados dientes, que nada tienen que ver con los
dientes amarillentos y torcidos que mostrara en vida.
© Copyright 2014
Javier LOBO. Todos los derechos reservados.
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