LA DECLARACIÓN DEL HOMBRE MUERTO
El calabozo era una
estancia sucia y de dimensiones, más que reducidas, minúsculas. Un espacio en
el que apenas sí cabía el rancio aire que los reos podían respirar.
Los oficiales franceses
se habían negado a bajar, aduciendo que su rango les impedía enfangarse con el
lodo de lo más bajo del ejército. El americano había sonreído en silencio,
dibujando sobre el rostro de delicado cutis una sonrisa que parecía haber sido
trazada con un lápiz tan afilado que apenas sí era perceptible a simple vista,
mientras que para sus adentros se decía que comprendía perfectamente la
superioridad que estaban demostrando los alemanes en el campo de batalla,
sorprendiéndose que no hubieran vuelto a entrar en París como pasó a finales
del siglo XIX.
El hombre descendió
despacio por los toscos escalones que le llevaban hasta la profunda catacumba
en la que languidecían los presos. Gritos en francés, y algunos en árabe, que
dedujo que pertenecería a expedicionarios y fuerzas auxiliares de las colonias
en el Norte de África, como Argelia o Marruecos. A éstos no los pudo entender,
pero los que berreaban en francés sí, descubriendo que pedían, sobre todo, un
poco de agua con el que calmar la acuciante sed de sus gargantas.
Ante él, un soldado
raso, apenas un muchacho que trataba de enmascarar su bisoñez tras un bigote
ralo, apenas bozo, que denunciaba a gritos su juventud.
—Es aquí —le anunció,
sosteniendo entre los dos la lámpara con la que iluminaban sus pasos.
El otro lo miró impertérrito
tras sus gafas de cristales redondos.
—Ábrala —le ordenó,
expresándose en un francés sin acento.
El otro se sorprendió. No esperaba
que su acompañante pudiera hablar su idioma, y se había dirigido a él por pura
cortesía. No le caían bien los americanos, esos descendientes de piratas
ingleses que buscaron un nuevo mundo durante sus luchas fratricidas por la
corona y la religión, pero la orden había venido directamente de un mariscal de
campo, así que no se podía negar de ninguna de las maneras.
Introdujo la pesada llave en
el cerrojo y le dio dos vueltas. El mecanismo chascó con pesadez, y los goznes
chirriaron con pesar mientras la pesada lámina de madera se iba haciendo a un
lado. El yanqui pudo ver que la madera se encontraba abofada por la humedad, y
que desprendía un fuerte olor a moho. Probablemente, un hombre con la fuerza
suficiente la habría podido reducir a astillas, y seguramente ese era el motivo
por el que mataban de sed a los detenidos.
La celda estaba oscura,
cubierta por unas tinieblas casi tangibles. Le tendió la mano al carcelero. El
otro le miró sin comprender.
—El candil —pidió, nuevamente
en un perfecto francés.
—Señor, este hombre está
condenado a muerte por cobardía en el campo de batalla y… —replicó el otro, aún
dudando que el americano le pudiera comprender.
—Con lo cual no debo temer
nada, pues un cobarde no se vuelve valiente de la noche a la mañana. ¿No le
parece, soldado? De todos modos, usted permanecerá aquí hasta que termine mi
entrevista con este hombre. De ese modo, si tratase de escapar, no tendría más
que abrir fuego y salvar mi vida. En ese caso —Acercó su rostro anguloso al del
muchacho. Los ojos del hombre refulgieron siniestros bajo la anaranjada luz de
la bujía—, usted sería un héroe. ¿No cree?
Sin darle tiempo a responder,
el misterioso americano le quitó la linterna de las manos y se sumergió en la
oscuridad. La escasa luz que aportaba el foco le permitió ver una estancia
diminuta, construida con pesados sillares de piedra, y con el suelo cubierto
por paja podrida en la que se mezclaban restos de excrementos, o que flotaba en
lo que parecía ser un charco de orines.
No tardó en ver al condenado,
un hombre de pelo sucio y revuelto, largas barbas y piel de color macilento,
vestido con harapos que apenas sí le podían cubrir. Su escuálido cuerpo
despedía un intenso hedor a sudor y heces que llenaba toda la estancia.
—¿Qué eres? —le preguntó con
desprecio—. ¿Un cura? ¡Váyase al Infierno! No necesito que me confiesen, sino
que me fusilen de una maldita vez. Lo que he visto, y lo que he hecho en esos
lugares perdidos de la mano de Dios me han alejado de la Redención por siempre
jamás. Además, si Dios estaba entre el gas que devoraba los pulmones de mis
camaradas, o que le disolvía la piel a mis compañeros mientras aún estaban
vivos, jamás lo vi. ¡Así que no me hagas perder el tiempo, joder!
El americano se situó delante
del hombre y se iluminó el rostro. El otro pudo verle la corbata sobre la
pechera y la ausencia de alzacuello.
—¿Quién eres tú? —preguntó,
extrañado—. ¿Otro de esos que viene a llamarme cobarde y que jamás ha pisado un
campo de batalla? ¿Qué no cree lo que vi? ¡No pienso cambiar ni una coma de lo
que dije! ¡Idos a la mierda! ¡Todos!
—No, no soy de esos —le dijo
el americano—. Soy de los que viene a saber, de primera mano, qué demonios
sucedió allí.
Se miraron en silencio
durante unos instantes.
—¿Qué le han dicho? —quiso
saber el francés.
—Que os atacaron hombres
muertos que no sentían dolor, que llevaban máscaras llenas de humo, y que
destrozaron vuestras líneas como si fueran ramitas secas.
El galo asintió.
—Efectivamente. No hay mucho
más que añadir.
—Eso es lo que me ha dicho el
mariscal de campo Alain. Pero él no estuvo en el frente, y dudo mucho que
alguna vez haya visto una batalla si no ha sido en un libro de texto —El yanqui
se acuclilló ante el reo—. Necesito que usted me lo cuente todo. Tal y como lo
vivió.
—¿Me creerá?
—Si estoy aquí es porque
estoy dispuesto a creerle.
—¿Qué interés tiene?
—El gobierno americano aún es
neutral en este conflicto, pero no podemos permitir que nuestros aliados
naturales se vean desbordados por enemigos que puedan poner en riesgo nuestros
intereses en Europa. Por eso estamos preparando una contraofensiva conjunta. Pero
necesito saber qué es lo que pasó. Qué es lo que vieron sus ojos —dijo el
hombre con gafas.
El francés suspiró. Echó la cabeza
hacia atrás, hasta que tocó la sucia pared de piedra con la coronilla, mientras
cerraba los ojos con gesto cansado.
—Era una noche más. Una
guardia más. El tiempo pasa de manera interminable en las trincheras. Parece que
no pasa. Cada segundo es igual al anterior, y no se diferencia del siguiente. Yo
estaba mirando la tierra de nadie, cubierta una vez más con aquella espesa
niebla que parece proceder de los mismos muertos que se pudren allí tirados sin
que nadie haga nada por recogerlos. Fue entonces cuando lo escuché.
—¿El qué?
—Era como un chasquido
metálico, pero mucho más musical. Su pe
de inmediato que algo había tocado las alambradas que delimitaban nuestra zona
de influencia. Avisé a mi compañero, que fue corriendo a avisar al cabo de
guardia. Rápidamente, se corrió el aviso por toda la línea. Los perfiles de los
fusiles se fueron haciendo visibles a ambos lados de mi posición hasta donde la
vista me pudo alcanzar.
—¿Y entonces? —insistió el
americano.
—Alguien lazó una bengala, a
la que siguieron al menos otras tres o cuatro. Una luz roja iluminó el campo de
batalla ante nosotros, y pudimos ver a los alemanes avanzando en silencio hacia
nuestras posiciones. Se escucharon los gritos de mando y los silbatos que
ordenaban fuego a discreción, y la noche se llenó de estampidos y fogonazos. Podía
ver perfectamente los impactos sobre el enemigo, pero no se detenían. Es más, a
tenor de ser descubiertos, abandonaron el sigilo y cargaron a toda velocidad
hacia nosotros, pero nada parecía detenerlos. Incluso varias ametralladoras
barrieron la zona con sus ráfagas, pero ni eso los paraba, salvo que los
hubiera despedazado, como pasó con un par de boches.
—¿Llegaron a sus líneas?
El francés asintió
apesadumbrado.
—Al momento. Para entonces ya
habíamos calado las bayonetas, pero ni eso les contuvo. El primero que llegó a
mi puesto se tragó el filo de mi hoja, pero siguió empujando como si no la
sintiera, con los brazos por delante y los dedos agitándose como los tentáculos
de un pulpo, buscando mi cuello para estrangularme. Fue mi compañero el que
parece que terminó con él cuando le voló la cabeza con un disparo a bocajarro. Pero
eso fue un segundo antes de que una bayoneta boche le atravesara el costado.
—Entiendo.
El otro se inclinó adelante
con la mirada desencajada.
—No, no lo entiende. El puñal le entró por el
costado derecho y le salió por el izquierdo junto con el cañón de su fusil. Jamás
vi fuerza así en hombre alguno, y he conocido a verdaderos animales con
apariencia humana —Hizo una pausa, recordando al camarada caído—. Me cobré
venganza enterrándole la hoja de mi bayoneta en el rostro… Bueno, en esa suerte
de rostro que es la careta de cerdo que se ponen para evitar los gases en el
campo de batalla.
—¿Cuándo se dio orden de retirada?
—se interesó su interlocutor.
—Al cabo de no mucho. Estaba tratando
de extraer la hoja de la cara del muerto cuando escuché los primeros toques de
silbato con la orden de retroceder. Recuerdo haberle pegado a un boche con la
culata antes de tirarme a la trinchera y comenzar a recorrer aquel laberinto
sinuoso que no tardó en convertirse en una ratonera, buscando mejores
posiciones en las que poder reagruparnos para poder repeler el ataque. Pero fue
peor: nos dispararon desde posiciones elevadas, saltaban sobre nosotros con la
agilidad de los monos de la jungla. No tardamos en chapotear sobre un río de
sangre. Muchos murieron aplastados y pisoteados como cucarachas. No sé cómo lo logré,
pero pude llegar a una posición segura en la que refugiarme. Pero ni aún así.
—Alcanzaron también ese
punto, ¿verdad? —dedujo el yanqui.
El galo volvió a asentir, con
aquella sombra tiñendo de tristeza su rostro.
—Lo rebasaron en unos
minutos. Cuando nos quisimos dar cuenta, volvíamos a estar luchando por
nuestras vidas contra esos demonios. Vi a un teniente vaciar por completo su
pistola contra uno de aquellos seres, y éste ni se inmutó. Se acercó a él muy
despacio, lo agarró por los brazos y se los arrancó de cuajo, como si fueran
alas de mosca. Luego hizo lo mismo con la cabeza, y el resto del cuerpo hasta
que no quedó más que un montón de carne sanguinolenta sobre el barro. Luego, el
soldado se volvió hacia mí, y me miró. No pude verle los ojos, pero pude sentirlo.
Al punto, se arrojó sobre mí, y me vi forcejeando como podía para proteger mi
vida. Entonces, ciego por el terror, logré arrancarle la máscara.
El americano se acercó aún
más al reo. Su mirada brillaba plétora por la necesidad de saber.
—¿Qué fue lo que vio? —le
preguntó con un susurro.
El otro tragó saliva.
—Lo primero, humo. O un vapor
a presión que salía a toda velocidad de dentro de la máscara, o del cuello de
la camisa del soldado, o de donde quiera que fuera. Incluso del mismísimo
Infierno, porque provenían de allí. Seguro. Un hedor nauseabundo, muchísimo
peor que el de la trinchera, y que me hizo vomitar allí mismo, aún forcejeando
con el otro, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Un silbido se escapó por
entre el vapor, como una locomotora anunciando su entrada en la estación. Pero lo
peor fue el grito.
—¿El grito?
—Sí, el grito. Un grito ronco
y profundo, que sólo conocemos los que nos hemos codeado con la muerte en esos
malditos lugares perdidos de la memoria de los hombres. Al principio, fue una
voz áspera, pero se fue volviendo gradualmente aguda, hasta que se convirtió en
un alarido que estuvo a punto de saltarme los tímpanos. Aún soy capaz de escucharlo,
y no pocas veces ha atormentado mis sueños en esta maldita celda.
—¿Decía algo?
—Creí entenderle algo como “Laß
mich sterben”, o algo así. No hablo alemán.
—Yo sí. Estaba pidiendo que
le dejasen morir.
El francés sintió en
silencio.
—No me extrañaría. Aquello era
el Infierno sobre la tierra —declaró el hombre, agitándose bajo sus harapos.
—Y huyó —concluyó el
americano.
—No sin antes verle la cara —replicó
el francés, con una extraña mezcla de desprecio y terror.
—¿Qué vio?
—Era un rostro putrefacto,
con un agujero de bala en el pómulo y otro en la frente, con los ojos de un
espantoso color amarillento, y la boca medio desdentada, con una lengua de
color oscuro, parduzco, que se agitaba entre las quijadas para producir el
maldito sonido que me perseguirá hasta el último momento de mi vida. Parecía estar
perdiendo fuerza, así que aproveché para quitármelo de encima y aplastarle la
cabeza con la culata de mi fusil. Luego de eso, me di la vuelta y salí
corriendo hasta que desfallecí. Continué caminando sin rumbo durante varios
días, hasta que una patrulla me interceptó. Luego vino una pantomima de consejo
de guerra en el que no se creyeron mis palabras, y en el que me condenaron a
muerte por cobardía. La verdad, es algo que agradezco, dado a lo que ha quedado
reducida mi mente en estos momentos.
—¿Cómo es que se expresa tan
bien? No es el típico recluta analfabeto con el que se nutre su ejército.
—Era profesor de lengua,
literatura y filosofía en Occitania —le explicó el hombre. Su rostro se había
llenado de una expresión de agotamiento extremo—. Ahora déjeme. Sólo quiero
morir y borrarlo todo para siempre.
El hombre se dio la vuelta
sobre la paja putrefacta y se quedó aparentemente dormido. El americano lo
contempló un instante más a la luz del candil antes de abandonar el calabozo. A
su salida se encontró con el soldado bisoño. A juzgar por la expresión de
terror que agitaba su bozo y desencajaba su mirada, supo que lo había escuchado
todo.
—¿Qué ha oído? —le preguntó. El
otro no respondió, pero fue capaz de negar con la temblorosa cabeza—. ¿Qué ha
oído? —Volvió a negar sin dejar de temblar—. Si ha oído algo, sabe que va a
correr la misma suerte que ese hombre. ¿Lo sabe?
El otro asintió.
—No he oído nada —logró balbucir.
Se hizo a un lado para
que cerrase la puerta. Subieron los peldaños hasta que les recibió la luz del
sol. Había sido tan intensa la oscuridad que los primeros tenues rayos bastaron
para herirle los ojos. El mariscal Alain esperaba no sin cierta impaciencia.
—¿Qué le ha dicho? —le
preguntó.
—Lo necesario —Se detuvo un momento
para mirarlo fijamente a los ojos—. Cumpla con la sentencia. Lo que ha visto
ese hombre no debe ser revelado jamás. La Historia no debe tener constancia de
tales hechos.
Y abandonó el lugar con
rapidez, montando en un automóvil que ya le estaba esperando. Mientras rebotaba
en el asiento, su mente no dejaba de dar vueltas. Tenía mucho trabajo por
delante, y muy poco tiempo para poder llevarlo a cabo.
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Javier LOBO. Todos los derechos reservados.
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