HERBERT WEST: LOS AÑOS PERDIDOS (5)


LA DECLARACIÓN DEL HOMBRE MUERTO

El calabozo era una estancia sucia y de dimensiones, más que reducidas, minúsculas. Un espacio en el que apenas sí cabía el rancio aire que los reos podían respirar.

Los oficiales franceses se habían negado a bajar, aduciendo que su rango les impedía enfangarse con el lodo de lo más bajo del ejército. El americano había sonreído en silencio, dibujando sobre el rostro de delicado cutis una sonrisa que parecía haber sido trazada con un lápiz tan afilado que apenas sí era perceptible a simple vista, mientras que para sus adentros se decía que comprendía perfectamente la superioridad que estaban demostrando los alemanes en el campo de batalla, sorprendiéndose que no hubieran vuelto a entrar en París como pasó a finales del siglo XIX.

El hombre descendió despacio por los toscos escalones que le llevaban hasta la profunda catacumba en la que languidecían los presos. Gritos en francés, y algunos en árabe, que dedujo que pertenecería a expedicionarios y fuerzas auxiliares de las colonias en el Norte de África, como Argelia o Marruecos. A éstos no los pudo entender, pero los que berreaban en francés sí, descubriendo que pedían, sobre todo, un poco de agua con el que calmar la acuciante sed de sus gargantas.

Ante él, un soldado raso, apenas un muchacho que trataba de enmascarar su bisoñez tras un bigote ralo, apenas bozo, que denunciaba a gritos su juventud.

—Es aquí —le anunció, sosteniendo entre los dos la lámpara con la que iluminaban sus pasos.
El otro lo miró impertérrito tras sus gafas de cristales redondos.

—Ábrala —le ordenó, expresándose en un francés sin acento.

El otro se sorprendió. No esperaba que su acompañante pudiera hablar su idioma, y se había dirigido a él por pura cortesía. No le caían bien los americanos, esos descendientes de piratas ingleses que buscaron un nuevo mundo durante sus luchas fratricidas por la corona y la religión, pero la orden había venido directamente de un mariscal de campo, así que no se podía negar de ninguna de las maneras.

Introdujo la pesada llave en el cerrojo y le dio dos vueltas. El mecanismo chascó con pesadez, y los goznes chirriaron con pesar mientras la pesada lámina de madera se iba haciendo a un lado. El yanqui pudo ver que la madera se encontraba abofada por la humedad, y que desprendía un fuerte olor a moho. Probablemente, un hombre con la fuerza suficiente la habría podido reducir a astillas, y seguramente ese era el motivo por el que mataban de sed a los detenidos.

La celda estaba oscura, cubierta por unas tinieblas casi tangibles. Le tendió la mano al carcelero. El otro le miró sin comprender.

—El candil —pidió, nuevamente en un perfecto francés.

—Señor, este hombre está condenado a muerte por cobardía en el campo de batalla y… —replicó el otro, aún dudando que el americano le pudiera comprender.

—Con lo cual no debo temer nada, pues un cobarde no se vuelve valiente de la noche a la mañana. ¿No le parece, soldado? De todos modos, usted permanecerá aquí hasta que termine mi entrevista con este hombre. De ese modo, si tratase de escapar, no tendría más que abrir fuego y salvar mi vida. En ese caso —Acercó su rostro anguloso al del muchacho. Los ojos del hombre refulgieron siniestros bajo la anaranjada luz de la bujía—, usted sería un héroe. ¿No cree?
Sin darle tiempo a responder, el misterioso americano le quitó la linterna de las manos y se sumergió en la oscuridad. La escasa luz que aportaba el foco le permitió ver una estancia diminuta, construida con pesados sillares de piedra, y con el suelo cubierto por paja podrida en la que se mezclaban restos de excrementos, o que flotaba en lo que parecía ser un charco de orines.

No tardó en ver al condenado, un hombre de pelo sucio y revuelto, largas barbas y piel de color macilento, vestido con harapos que apenas sí le podían cubrir. Su escuálido cuerpo despedía un intenso hedor a sudor y heces que llenaba toda la estancia.

—¿Qué eres? —le preguntó con desprecio—. ¿Un cura? ¡Váyase al Infierno! No necesito que me confiesen, sino que me fusilen de una maldita vez. Lo que he visto, y lo que he hecho en esos lugares perdidos de la mano de Dios me han alejado de la Redención por siempre jamás. Además, si Dios estaba entre el gas que devoraba los pulmones de mis camaradas, o que le disolvía la piel a mis compañeros mientras aún estaban vivos, jamás lo vi. ¡Así que no me hagas perder el tiempo, joder!

El americano se situó delante del hombre y se iluminó el rostro. El otro pudo verle la corbata sobre la pechera y la ausencia de alzacuello.

—¿Quién eres tú? —preguntó, extrañado—. ¿Otro de esos que viene a llamarme cobarde y que jamás ha pisado un campo de batalla? ¿Qué no cree lo que vi? ¡No pienso cambiar ni una coma de lo que dije! ¡Idos a la mierda! ¡Todos!

—No, no soy de esos —le dijo el americano—. Soy de los que viene a saber, de primera mano, qué demonios sucedió allí.

Se miraron en silencio durante unos instantes.

—¿Qué le han dicho? —quiso saber el francés.

—Que os atacaron hombres muertos que no sentían dolor, que llevaban máscaras llenas de humo, y que destrozaron vuestras líneas como si fueran ramitas secas.

El galo asintió.

—Efectivamente. No hay mucho más que añadir.

—Eso es lo que me ha dicho el mariscal de campo Alain. Pero él no estuvo en el frente, y dudo mucho que alguna vez haya visto una batalla si no ha sido en un libro de texto —El yanqui se acuclilló ante el reo—. Necesito que usted me lo cuente todo. Tal y como lo vivió.

—¿Me creerá?

—Si estoy aquí es porque estoy dispuesto a creerle.

—¿Qué interés tiene?

—El gobierno americano aún es neutral en este conflicto, pero no podemos permitir que nuestros aliados naturales se vean desbordados por enemigos que puedan poner en riesgo nuestros intereses en Europa. Por eso estamos preparando una contraofensiva conjunta. Pero necesito saber qué es lo que pasó. Qué es lo que vieron sus ojos —dijo el hombre con gafas.

El francés suspiró. Echó la cabeza hacia atrás, hasta que tocó la sucia pared de piedra con la coronilla, mientras cerraba los ojos con gesto cansado.

—Era una noche más. Una guardia más. El tiempo pasa de manera interminable en las trincheras. Parece que no pasa. Cada segundo es igual al anterior, y no se diferencia del siguiente. Yo estaba mirando la tierra de nadie, cubierta una vez más con aquella espesa niebla que parece proceder de los mismos muertos que se pudren allí tirados sin que nadie haga nada por recogerlos. Fue entonces cuando lo escuché.

—¿El qué?

—Era como un chasquido metálico, pero mucho más musical.  Su pe de inmediato que algo había tocado las alambradas que delimitaban nuestra zona de influencia. Avisé a mi compañero, que fue corriendo a avisar al cabo de guardia. Rápidamente, se corrió el aviso por toda la línea. Los perfiles de los fusiles se fueron haciendo visibles a ambos lados de mi posición hasta donde la vista me pudo alcanzar.

—¿Y entonces? —insistió el americano.

—Alguien lazó una bengala, a la que siguieron al menos otras tres o cuatro. Una luz roja iluminó el campo de batalla ante nosotros, y pudimos ver a los alemanes avanzando en silencio hacia nuestras posiciones. Se escucharon los gritos de mando y los silbatos que ordenaban fuego a discreción, y la noche se llenó de estampidos y fogonazos. Podía ver perfectamente los impactos sobre el enemigo, pero no se detenían. Es más, a tenor de ser descubiertos, abandonaron el sigilo y cargaron a toda velocidad hacia nosotros, pero nada parecía detenerlos. Incluso varias ametralladoras barrieron la zona con sus ráfagas, pero ni eso los paraba, salvo que los hubiera despedazado, como pasó con un par de boches.

—¿Llegaron a sus líneas?

El francés asintió apesadumbrado.

—Al momento. Para entonces ya habíamos calado las bayonetas, pero ni eso les contuvo. El primero que llegó a mi puesto se tragó el filo de mi hoja, pero siguió empujando como si no la sintiera, con los brazos por delante y los dedos agitándose como los tentáculos de un pulpo, buscando mi cuello para estrangularme. Fue mi compañero el que parece que terminó con él cuando le voló la cabeza con un disparo a bocajarro. Pero eso fue un segundo antes de que una bayoneta boche le atravesara el costado.

—Entiendo.

El otro se inclinó adelante con la mirada desencajada.

 —No, no lo entiende. El puñal le entró por el costado derecho y le salió por el izquierdo junto con el cañón de su fusil. Jamás vi fuerza así en hombre alguno, y he conocido a verdaderos animales con apariencia humana —Hizo una pausa, recordando al camarada caído—. Me cobré venganza enterrándole la hoja de mi bayoneta en el rostro… Bueno, en esa suerte de rostro que es la careta de cerdo que se ponen para evitar los gases en el campo de batalla.

—¿Cuándo se dio orden de retirada? —se interesó su interlocutor.

—Al cabo de no mucho. Estaba tratando de extraer la hoja de la cara del muerto cuando escuché los primeros toques de silbato con la orden de retroceder. Recuerdo haberle pegado a un boche con la culata antes de tirarme a la trinchera y comenzar a recorrer aquel laberinto sinuoso que no tardó en convertirse en una ratonera, buscando mejores posiciones en las que poder reagruparnos para poder repeler el ataque. Pero fue peor: nos dispararon desde posiciones elevadas, saltaban sobre nosotros con la agilidad de los monos de la jungla. No tardamos en chapotear sobre un río de sangre. Muchos murieron aplastados y pisoteados como cucarachas. No sé cómo lo logré, pero pude llegar a una posición segura en la que refugiarme. Pero ni aún así.

—Alcanzaron también ese punto, ¿verdad? —dedujo el yanqui.

El galo volvió a asentir, con aquella sombra tiñendo de tristeza su rostro.

—Lo rebasaron en unos minutos. Cuando nos quisimos dar cuenta, volvíamos a estar luchando por nuestras vidas contra esos demonios. Vi a un teniente vaciar por completo su pistola contra uno de aquellos seres, y éste ni se inmutó. Se acercó a él muy despacio, lo agarró por los brazos y se los arrancó de cuajo, como si fueran alas de mosca. Luego hizo lo mismo con la cabeza, y el resto del cuerpo hasta que no quedó más que un montón de carne sanguinolenta sobre el barro. Luego, el soldado se volvió hacia mí, y me miró. No pude verle los ojos, pero pude sentirlo. Al punto, se arrojó sobre mí, y me vi forcejeando como podía para proteger mi vida. Entonces, ciego por el terror, logré arrancarle la máscara.

El americano se acercó aún más al reo. Su mirada brillaba plétora por la necesidad de saber.

—¿Qué fue lo que vio? —le preguntó con un susurro.

El otro tragó saliva.

—Lo primero, humo. O un vapor a presión que salía a toda velocidad de dentro de la máscara, o del cuello de la camisa del soldado, o de donde quiera que fuera. Incluso del mismísimo Infierno, porque provenían de allí. Seguro. Un hedor nauseabundo, muchísimo peor que el de la trinchera, y que me hizo vomitar allí mismo, aún forcejeando con el otro, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Un silbido se escapó por entre el vapor, como una locomotora anunciando su entrada en la estación. Pero lo peor fue el grito.

—¿El grito?

—Sí, el grito. Un grito ronco y profundo, que sólo conocemos los que nos hemos codeado con la muerte en esos malditos lugares perdidos de la memoria de los hombres. Al principio, fue una voz áspera, pero se fue volviendo gradualmente aguda, hasta que se convirtió en un alarido que estuvo a punto de saltarme los tímpanos. Aún soy capaz de escucharlo, y no pocas veces ha atormentado mis sueños en esta maldita celda.

—¿Decía algo?

—Creí entenderle algo como “Laß mich sterben”, o algo así. No hablo alemán.

—Yo sí. Estaba pidiendo que le dejasen morir.

El francés sintió en silencio.

—No me extrañaría. Aquello era el Infierno sobre la tierra —declaró el hombre, agitándose bajo sus harapos.

—Y huyó —concluyó el americano.

—No sin antes verle la cara —replicó el francés, con una extraña mezcla de desprecio y terror.

—¿Qué vio?

—Era un rostro putrefacto, con un agujero de bala en el pómulo y otro en la frente, con los ojos de un espantoso color amarillento, y la boca medio desdentada, con una lengua de color oscuro, parduzco, que se agitaba entre las quijadas para producir el maldito sonido que me perseguirá hasta el último momento de mi vida. Parecía estar perdiendo fuerza, así que aproveché para quitármelo de encima y aplastarle la cabeza con la culata de mi fusil. Luego de eso, me di la vuelta y salí corriendo hasta que desfallecí. Continué caminando sin rumbo durante varios días, hasta que una patrulla me interceptó. Luego vino una pantomima de consejo de guerra en el que no se creyeron mis palabras, y en el que me condenaron a muerte por cobardía. La verdad, es algo que agradezco, dado a lo que ha quedado reducida mi mente en estos momentos.

—¿Cómo es que se expresa tan bien? No es el típico recluta analfabeto con el que se nutre su ejército.
—Era profesor de lengua, literatura y filosofía en Occitania —le explicó el hombre. Su rostro se había llenado de una expresión de agotamiento extremo—. Ahora déjeme. Sólo quiero morir y borrarlo todo para siempre.

El hombre se dio la vuelta sobre la paja putrefacta y se quedó aparentemente dormido. El americano lo contempló un instante más a la luz del candil antes de abandonar el calabozo. A su salida se encontró con el soldado bisoño. A juzgar por la expresión de terror que agitaba su bozo y desencajaba su mirada, supo que lo había escuchado todo.

—¿Qué ha oído? —le preguntó. El otro no respondió, pero fue capaz de negar con la temblorosa cabeza—. ¿Qué ha oído? —Volvió a negar sin dejar de temblar—. Si ha oído algo, sabe que va a correr la misma suerte que ese hombre. ¿Lo sabe?

El otro asintió.

—No he oído nada —logró balbucir.

Se hizo a un lado para que cerrase la puerta. Subieron los peldaños hasta que les recibió la luz del sol. Había sido tan intensa la oscuridad que los primeros tenues rayos bastaron para herirle los ojos. El mariscal Alain esperaba no sin cierta impaciencia.

—¿Qué le ha dicho? —le preguntó.

—Lo necesario —Se detuvo un momento para mirarlo fijamente a los ojos—. Cumpla con la sentencia. Lo que ha visto ese hombre no debe ser revelado jamás. La Historia no debe tener constancia de tales hechos.

Y abandonó el lugar con rapidez, montando en un automóvil que ya le estaba esperando. Mientras rebotaba en el asiento, su mente no dejaba de dar vueltas. Tenía mucho trabajo por delante, y muy poco tiempo para poder llevarlo a cabo.

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