Una majaronada con la que pretendo homenajear al maestro de Providence, H. P. Lovecraft, y el que es mi relato favorito de cuantos salieron de su pluma.
Espero que lo disfrutéis.
GRAHAM PLOWMAN-Hound of Tindalos:
Cthulhu Mythos Orchestral Horror Music
EL INFORME DESDE EL FRENTE
La sala estaba ubicada en un antiguo château en mitad de un paraje de verdes
campos y tupidos bosques, al parecer ajeno al transcurso de la masacre que
duraba ya tres años y que parecía no tener visos de terminar. Las grandes
puertas se abrieron, y un par de soldados, con los característicos cascos del
ejército francés, se cuadraron al paso de sus superiores. Los hombres, luciendo
grandes mostachos, algunos de ellos ya encanecidos, y prominentes barrigas,
entraron en el gran salón a pasos vivo, dispuestos a departir las novedades del
frente.
Al general francés no le hacía ninguna gracia tener
que compartir información con ingleses, americanos y canadienses, pero no le
quedaba otra. Los boches les habían dado fuerte y flojo desde el inicio de la
contienda, los campos se habían reducido a cenizas bajo sus bombas, su aviación
era mucho mejor que la de cualquiera de ellos, sus armas parecían no
estropearse nunca, y sus gases habían segado las vidas de miles.
Le gustara o no, tenía que reconocerlo: los alemanes
les estaban dando una soberana paliza, y su superioridad era más que
manifiesta.
Se sentaron alrededor de la enorme mesa,
observándose de soslayo, con las miradas más cargadas que sus propias armas.
Comenzaron a desgranar las últimas novedades del frente, a cada cual más
descorazonadora que la anterior.
Las trincheras no se movían, ni tenían intención de
hacerlo. Cada ejército se había afianzado en su posición, haciéndose
terriblemente fuerte, pero no podían ni avanzar ni retroceder. Las cargas a
bayoneta calada se sucedían en una serie de escaramuzas sangrientas en las que
se iban diezmando los contendientes sin que ninguno claudicara.
Las bajas se contaban con miles. Los rostros
sudorosos de los altos oficiales lo decía todo. Nunca antes en la historia de
la humanidad, la muerte se había dado un festín como aquel. Las cifras mareaban
con solo pronunciarlas. Las cartas de condolencias por los caídos en el fango
ocuparían habitaciones enteras, pero los cuerpos jamás regresarían a casa. Se
terminarían pudriendo hasta quedar reducidos a montañas de esqueletos anónimos
que alguien descubriría en el futuro, dentro de muchos años, como los
exploradores lo estaban haciendo con los fósiles antediluvianos.
Para colmo de males,
los boches parecían haber encontrado una manera de castigar al enemigo. No
servían los gases, ni las ráfagas de ametralladora que segaban en la tierra de
nadie cuanto se interpusiera a su paso. Seguían avanzando, con paso firme y
resolución inquebrantable, a pesar de mostrarse agujereados como coladores,
hasta hundir las hojas de sus bayonetas en la carne de sus muchachos.
—Mariscal de campo Alain —interrumpió
el coronel británico—. ¿Qué informes tenemos sobre ese asunto?
El francés agitó el bigote
sumamente molesto.
—Nada —tuvo que reconocer,
finalmente.
El resto de altos rangos lo
miraron estupefactos.
—¿Cómo que nada? —preguntaron,
casi al unísono.
El francés carraspeó.
—Los informes son, con mucho,
confusos. No hay nada claro al respecto. No dejan supervivientes, y se
repliegan de inmediato tras las líneas, de vuelta a sus puntos seguros.
—Eso no parece nada… lógico.
El que había intervenido era
un hombre menudo, vestido con una chaqueta oscura, el único que no parecía ser
militar de cuantos ocupaban asiento en aquella sala, pero sabían que tenían que
escucharle y callar. En ese momento, aquel hombre era los ojos y los oídos del
mismísimo presidente Woodrow Wilson.
—No, no lo es —intervino el canadiense—.
Lo más acertado sería ocupar las trincheras ganadas y volverlas en nuestra
contra. Ganarían kilómetros en nada de tiempo. ¿Cuántas veces han tomado esa
zona con tal sistema? ¿Una? ¿Dos?
—Diecisiete —dijo el mariscal
Alain con un hilo de voz—. Y las bajas ya ascienden a más de veintitrés mil
hombres.
El murmullo se extendió por
toda la sala como un escalofrío. Sentado en la otra punta de la mesa, el hombre
vestido de paisano se colocó los anteojos sobre el puente de la nariz sin
alterar lo más mínimo su apariencia. Si había algo que le inquietaba, no lo
demostraba en absoluto.
—¿Y cuándo tenía pensado
comunicar esto a este mando, mariscal? ¿Cuando las bajas hubieran superado las
cincuenta mil, o cuando la zona hubiera sido del todo irrecuperable? Suerte
tenemos de que no nos hayan comido el terreno… por ahora.
—¿Qué quiere decir? —interrogó
el británico.
—Póngase en el lugar de los
alemanes. ¿Acaso usted no habría tomado ya esas trincheras, como muy bien ha
dicho nuestro colega canadiense? Algo se lo impide, es obvio. Llegará un
momento en el que tal impedimento no exista, y comenzarán a tomar las líneas,
una por una, hasta llegar a París como en 1871.
El rostro del francés
palideció durante un instante antes de ponerse del color de la granada.
—Bien, dejando aparte que se
traten o no de desvaríos de jóvenes aterrados por los horrores de la guerra,
¿qué es lo que dicen esos informes suyos, mariscal?
El aludido carraspeó.
—Nada. Estupideces. Locuras.
—Bueno, toda esta guerra es
una locura, señor Alain. ¿Qué es lo que dicen sus informes?
El mariscal tamborileó con
sus dedos sobre la mesa. Estaba muy nervioso, y la gruesa película de sudor que
se formó sobre su calva ya era una prueba más que manifiesta al respecto.
—Hablan… de muertos.
Todos estallaron en una
sonora carcajada, salvo los franceses que acompañaban al mariscal y el
americano, que seguía impasible al otro lado de la mesa.
—Siga —dijo el yanqui, con
aparente interés.
De pronto las risas se
apagaron. Británicos y canadienses miraron la escena sin comprender nada de lo
que ocurría.
—Los soldados que lograron
escapar… apenas un puñado cada vez… manifestaron que se les acabaron las balas,
pero que los hombres se levantaban del barro o, simplemente, seguían corriendo
a pesar de los proyectiles que los atravesaban. Hay un joven soldado que dijo…
dijo… —Buscó apresuradamente el informe manuscrito entre las notas que llevaba—.
Que entablaron combate hasta que se les acabaron las balas. Luego calaron
bayonetas, pero tampoco se detuvieron. Los apuñalaron hasta que las hojas se
partieron. Luego vino el cuerpo a cuerpo, la parte más horrenda. Rompieron las
culatas de sus fusiles, pero parecían no sentir dolor. Finalmente, este soldado
logró derribar a uno de ellos y arrancarle una especie de careta que llevaba
puesta bajo el casco… al parecer, todos los asaltantes las llevaban… y se
encontró con un hombre putrefacto con varios agujeros de bala que le chilló de
una manera espantosa mientras una suerte de vapor o de humo salía del interior
de la careta.
Se hizo un intenso silencio
en la sala.
—¿Y qué más? —quiso saber el
americano.
El mariscal francés negó con
la cabeza.
—Nada más. Abandonó su puesto
y salió corriendo mientras sus compañeros morían luchando valientemente para
que él, y otros cobardes como él, pudieran vivir un día más.
—¿Y ese hombre dónde está? —se
interesó de nuevo el norteamericano.
—Será fusilado mañana al
amanecer —declaró el mariscal.
—No sin que antes pueda
hablar con él —dijo el otro, en un tono en el que no daba opciones a nada.
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Javier LOBO. Todos los derechos reservados.
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