HERBERT WEST: LOS AÑOS PERDIDOS (4)

Nueva entrega de esta novela, también dispnible en Wattpad.
Una majaronada con la que pretendo homenajear al maestro de Providence, H. P. Lovecraft, y el que es mi relato favorito de cuantos salieron de su pluma.
Espero que lo disfrutéis.


 GRAHAM PLOWMAN-Hound of Tindalos:
Cthulhu Mythos Orchestral Horror Music

EL INFORME DESDE EL FRENTE


La sala estaba ubicada en un antiguo château en mitad de un paraje de verdes campos y tupidos bosques, al parecer ajeno al transcurso de la masacre que duraba ya tres años y que parecía no tener visos de terminar. Las grandes puertas se abrieron, y un par de soldados, con los característicos cascos del ejército francés, se cuadraron al paso de sus superiores. Los hombres, luciendo grandes mostachos, algunos de ellos ya encanecidos, y prominentes barrigas, entraron en el gran salón a pasos vivo, dispuestos a departir las novedades del frente.

Al general francés no le hacía ninguna gracia tener que compartir información con ingleses, americanos y canadienses, pero no le quedaba otra. Los boches les habían dado fuerte y flojo desde el inicio de la contienda, los campos se habían reducido a cenizas bajo sus bombas, su aviación era mucho mejor que la de cualquiera de ellos, sus armas parecían no estropearse nunca, y sus gases habían segado las vidas de miles.

Le gustara o no, tenía que reconocerlo: los alemanes les estaban dando una soberana paliza, y su superioridad era más que manifiesta.

Se sentaron alrededor de la enorme mesa, observándose de soslayo, con las miradas más cargadas que sus propias armas. Comenzaron a desgranar las últimas novedades del frente, a cada cual más descorazonadora que la anterior.

Las trincheras no se movían, ni tenían intención de hacerlo. Cada ejército se había afianzado en su posición, haciéndose terriblemente fuerte, pero no podían ni avanzar ni retroceder. Las cargas a bayoneta calada se sucedían en una serie de escaramuzas sangrientas en las que se iban diezmando los contendientes sin que ninguno claudicara.

Las bajas se contaban con miles. Los rostros sudorosos de los altos oficiales lo decía todo. Nunca antes en la historia de la humanidad, la muerte se había dado un festín como aquel. Las cifras mareaban con solo pronunciarlas. Las cartas de condolencias por los caídos en el fango ocuparían habitaciones enteras, pero los cuerpos jamás regresarían a casa. Se terminarían pudriendo hasta quedar reducidos a montañas de esqueletos anónimos que alguien descubriría en el futuro, dentro de muchos años, como los exploradores lo estaban haciendo con los fósiles antediluvianos.

Para colmo de males, los boches parecían haber encontrado una manera de castigar al enemigo. No servían los gases, ni las ráfagas de ametralladora que segaban en la tierra de nadie cuanto se interpusiera a su paso. Seguían avanzando, con paso firme y resolución inquebrantable, a pesar de mostrarse agujereados como coladores, hasta hundir las hojas de sus bayonetas en la carne de sus muchachos.

—Mariscal de campo Alain —interrumpió el coronel británico—. ¿Qué informes tenemos sobre ese asunto?

El francés agitó el bigote sumamente molesto.

—Nada —tuvo que reconocer, finalmente.

El resto de altos rangos lo miraron estupefactos.

—¿Cómo que nada? —preguntaron, casi al unísono.

El francés carraspeó.

—Los informes son, con mucho, confusos. No hay nada claro al respecto. No dejan supervivientes, y se repliegan de inmediato tras las líneas, de vuelta a sus puntos seguros.

—Eso no parece nada… lógico.

El que había intervenido era un hombre menudo, vestido con una chaqueta oscura, el único que no parecía ser militar de cuantos ocupaban asiento en aquella sala, pero sabían que tenían que escucharle y callar. En ese momento, aquel hombre era los ojos y los oídos del mismísimo presidente Woodrow Wilson.

—No, no lo es —intervino el canadiense—. Lo más acertado sería ocupar las trincheras ganadas y volverlas en nuestra contra. Ganarían kilómetros en nada de tiempo. ¿Cuántas veces han tomado esa zona con tal sistema? ¿Una? ¿Dos?

—Diecisiete —dijo el mariscal Alain con un hilo de voz—. Y las bajas ya ascienden a más de veintitrés mil hombres.




El murmullo se extendió por toda la sala como un escalofrío. Sentado en la otra punta de la mesa, el hombre vestido de paisano se colocó los anteojos sobre el puente de la nariz sin alterar lo más mínimo su apariencia. Si había algo que le inquietaba, no lo demostraba en absoluto.

—¿Y cuándo tenía pensado comunicar esto a este mando, mariscal? ¿Cuando las bajas hubieran superado las cincuenta mil, o cuando la zona hubiera sido del todo irrecuperable? Suerte tenemos de que no nos hayan comido el terreno… por ahora.

—¿Qué quiere decir? —interrogó el británico.

—Póngase en el lugar de los alemanes. ¿Acaso usted no habría tomado ya esas trincheras, como muy bien ha dicho nuestro colega canadiense? Algo se lo impide, es obvio. Llegará un momento en el que tal impedimento no exista, y comenzarán a tomar las líneas, una por una, hasta llegar a París como en 1871.

El rostro del francés palideció durante un instante antes de ponerse del color de la granada.

—Bien, dejando aparte que se traten o no de desvaríos de jóvenes aterrados por los horrores de la guerra, ¿qué es lo que dicen esos informes suyos, mariscal?

El aludido carraspeó.

—Nada. Estupideces. Locuras.

—Bueno, toda esta guerra es una locura, señor Alain. ¿Qué es lo que dicen sus informes?

El mariscal tamborileó con sus dedos sobre la mesa. Estaba muy nervioso, y la gruesa película de sudor que se formó sobre su calva ya era una prueba más que manifiesta al respecto.

—Hablan… de muertos.

Todos estallaron en una sonora carcajada, salvo los franceses que acompañaban al mariscal y el americano, que seguía impasible al otro lado de la mesa.

—Siga —dijo el yanqui, con aparente interés.

De pronto las risas se apagaron. Británicos y canadienses miraron la escena sin comprender nada de lo que ocurría.

—Los soldados que lograron escapar… apenas un puñado cada vez… manifestaron que se les acabaron las balas, pero que los hombres se levantaban del barro o, simplemente, seguían corriendo a pesar de los proyectiles que los atravesaban. Hay un joven soldado que dijo… dijo… —Buscó apresuradamente el informe manuscrito entre las notas que llevaba—. Que entablaron combate hasta que se les acabaron las balas. Luego calaron bayonetas, pero tampoco se detuvieron. Los apuñalaron hasta que las hojas se partieron. Luego vino el cuerpo a cuerpo, la parte más horrenda. Rompieron las culatas de sus fusiles, pero parecían no sentir dolor. Finalmente, este soldado logró derribar a uno de ellos y arrancarle una especie de careta que llevaba puesta bajo el casco… al parecer, todos los asaltantes las llevaban… y se encontró con un hombre putrefacto con varios agujeros de bala que le chilló de una manera espantosa mientras una suerte de vapor o de humo salía del interior de la careta.

Se hizo un intenso silencio en la sala.

—¿Y qué más? —quiso saber el americano.

El mariscal francés negó con la cabeza.

—Nada más. Abandonó su puesto y salió corriendo mientras sus compañeros morían luchando valientemente para que él, y otros cobardes como él, pudieran vivir un día más.

—¿Y ese hombre dónde está? —se interesó de nuevo el norteamericano.

—Será fusilado mañana al amanecer —declaró el mariscal.

—No sin que antes pueda hablar con él —dijo el otro, en un tono en el que no daba opciones a nada.


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