HERBERT WEST: LOS AÑOS PERDIDOS (3)


Parte 3: DIARIO DE ÍKER ANDIA (1)


La pobreza es un mal que nos devora a todos hasta los huesos, y en mi tierra no es una excepción. Por eso, cuando vinieron los gabachos pidiendo voluntarios para irse al frente y pagar un buen jornal matando alemanes, ni me lo pensé. Mi sueño, aún siendo muy niño, era el de ser médico, pero aita no tiene medios para pagarme la escuela de medicina, y mis músculos son fuertes, así que ahí que tiré adelante. Antes de irme, me dio mi hacha, que buena falta me podría hacer en esos campos de muerte, aunque fuera para talar algún árbol viejo con el que poder hacernos un fuego en esas noches de frío infernal y el consejo de que no me dejara matar por nadie, ni amigo ni enemigo, y que, si la cosa se ponía muy fea, que no tuviera miedo de darme la vuelta, que aitaren etxea estaría abierta para recibirme con los brazos abiertos. Ama no dijo ni una palabra, y me dio un hatillo con ropa limpia, algo de comida (que ya la echaría de menos, según me dijo), y una botella de txacolina para que no acompañase.

No le tengo miedo a la muerte. He sido boyero durante muchos años, aún cuando mi nariz no era capaz de rozar la cruz de las bestias, y he llevado a los ganados por los pasos de montaña perdidos de la mano de Dios y horadados por el Diablo hasta llegar a suelo franchute sin perder ni una sola res. Son lugares en los que el hombre se vuelve bestia, y donde te juegas la vida en más de una ocasión, que la naturaleza humana no es tan buena como dicen los curas, vaya. Los secretos de las cosas que hice, aún cuando fueron para salvar mi vida, me los guardo yo, porque son cosas de las que no me siento en absoluto orgulloso. Quizás por eso, para compensar, empecé con el herri kilorak, y vi que se me daba bien la pelota y, sobre todo, la aizkora proba.

Pero eso es otra historia. Me doy la vuelta subido en lo alto de esta cima, y le echo un último vistazo a mi hogar antes de continuar el viaje a Francia y a una aventura que espero me reporte beneficios suficientes como para poder salir de esta miseria y poder estudiar y hacerme un hombre de provecho en una hermosa profesión, lejos de la pobreza de mi hogar.
[...]
Entrar en Francia fue como entrar en otro mundo. Aquello estaba devastado por las bombas, y se olían a los muertos a kilómetros de distancia. Nos llevaron en camiones hasta donde pudieron, traqueteando como si fuéramos en carros viejos, hasta que el barro se tragó las ruedas y tuvimos que bajarnos, y comenzar a caminar hasta que se ordenó un descanso cuando algunos comenzaron a desfallecer víctimas del agotamiento.

Tomé un trago del vino, mientras contemplaba el panorama a mi alrededor. Así que aquello era la guerra. Árboles quemados, campos devastados, y restos de cadáveres por lo que los lobos y los buitres se peleaban. No tardé en echar de menos mis verdes montañas, y las palabras de aita resonaron con especial fuerza en mi cabeza.

No soy un cobarde. No tengo miedo a hombre alguno, pero lo que veía a mi alrededor causaba pavor hasta en el más duro de los corazones.

De pronto, ha llegado un oficial francés y, en un español más masticado que un cabo de chorizo, nos ha dicho que nos destinaban a otro punto del frente, a un lugar que no sé pronunciar y menos aún escribir. Ha habido quejas entre los hombres, pero yo me he encogido de hombros y me he echado el petate al hombro para continuar con la marcha. Lo único que ha hecho que se me pusiera la mosca detrás de la oreja es saber que íbamos a pasar a formar parte del contingente americano en lugar de alguna fuerza europea.

Hemos hecho un nuevo alto para parar a descansar. Al parecer, aún estamos bastante lejos, pero van con nosotros unos cuantos oficiales que ya están hartos de caminar, y hay posibilidades de que vengan a recogernos con camiones, ya que han mandado unos cuantos correos montados en bicicletas para solicitar transporte. He aprovechado para comerme las viandas que ama me ha dejado en el hato, pero ya se me han terminado. Teniendo en cuenta lo que como, me temo que lo voy a pasar muy mal en el frente como haya escasez de vívieres, como ya estoy empezando a escuchar por aquí, entre los corrillos que se forman a mi alrededor.
[...]
Escribo esto con pulso aún tembloroso. Acabamos de tener un encuentro con los alemanes. He oído las balas silbando a mi alrededor todo el rato, y gritos dando órdenes que más parecían rugidos de oso que voces humana. He ido a echar mano de mi fusil, pero no estaba ni cargado, y no tengo ni idea de cómo manejarlo. Ha sido sentir el chasquido y no escuchar detonación alguna como las de los de mis compañeros de armas, y he sentido que se me helaba la sangre en las venas. De todos modos, no estaba dispuesto a dejarme matar tan fácilmente, así que he cogido mi aizkora y he comenzado a golpear todo lo que se moviera a menos de un brazo de mí. cuando he vuelto en mí, tenía a siete alemanes en el suelo, con las tripas fuera o los cráneos hendidos y enseñándome los sesos, algunos de ellos aún vivos, gritando de dolor mientras se sujetaban los mondongos para que no se les salieran del cuerpo, pero uno (un oficial, creo, porque llevaba gorra en vez de casco) sostenía un rosario con manos temblorosas mientras escupía burbujas de sangre por la boca hasta que ha dejado de farfullar, los ojos se le han apagado y se le han puesto blancos, y la piel ha perdido de golpe todo su color.

Uno de los oficiales se ha puesto a mi lado, con el rostro salpicado de sangre, tembloroso y jadeando, y me ha dado algunas palmadas en el hombro. No le he entendido ni jota de lo que me ha dicho, pero uno de mis compañeros, un salmatino que sabe de letras, me ha dicho que me va a proponer para una medalla por esta acción.

Hemos recogido lo que hemos podido, despojando a los muertos de sus armas, municiones, mantas, alimentos, y cuantas cosas nos ha parecido que nos podrían valer, hasta los relojes y las botas, y hemos vuelto a iniciar la marcha, cargados como mulas, hasta que, al cabo de un par de horas, ha aparecido un correo en una bicicleta, diciéndonos que ya venían los camiones, pero que la zona no es segura porque hay muchos bombardeos alemanes, y los francotiradores están haciendo estragos entre las filas.
[...]
Acabamos de llegar al campamento americano. Hay comida y tiendas en las que poder meterse y descansar un rato. Los yanquis nos miran con hosquedad. Somos extranjeros en sus dominios, por mucho que vayamos a luchar codo con codo. No me importa. Sólo quiero hacer dinero y poder tener un futuro mejor que talando árboles y conduciendo ganado hasta Francia.

Hemos tenido suerte de llegar vivos y de una pieza. A pocos kilómetros del campamento, los boches nos han dado la bienvenido haciendo llover fuego del cuerpo. Nunca imaginé que una explosión pudiera brillar tanto, ni los dibujos que las llamas pueden crear en el aire nocturno mientras devoran la carne de los hombres, o cómo retumba el suelo con el tronar del impacto. Han alcanzado a un par de camiones, que se han deshecho como si fueran cajas de palillos. Algunos muchachos han salido corriendo, envueltos en llamas, mientras gritaban de dolor como nunca había escuchado a un hombre aullar. Son sonidos que sé que me acompañarán hasta el final de mis días.

Finalmente, hemos salido de ese infierno. El oficial que iba con nosotros ha dado orden de abrir fuego. Entonces, nos hemos mirado los unos a los otros, y alguien le ha preguntado "¿adónde?", y el tipo ha dicho que donde fuera, pero que hiciéramos el puñetero favor de disparar. Se ha montado un festival de tiros, como en las fiestas de la comarca, que se tiran petardos. Pues, igual. El salmantino se ha dado cuenta de que no tengo ni la más remota idea de cómo usar mi fusil, y me ha dado un cursillo acelerado de cómo hacerlo. Parece sorprendente que algo que casi no tiene retroceso pueda segar vidas con tanta facilidad. Personalmente, prefiero las cosas que pesan, como mi hacha, porque me siento más seguro, vaya.

Ahora estamos tendidos en el duro suelo. Afuera crepita una hoguera. Nos han advertido que nos levantarán temprano mañana porque hay una marcha hasta la trinchera, que allí ya se nos alojará en algún vivac, sea lo que sea eso, pero que tratemos de descansar esta noche. Se establecen los puestos de guardia. A mí me ha tocado de las primeras, pero aparte de frío y oscuridad, aquí no hay nada.
Recuerdo las clases en la escuela, y agradezco saber leer, escribir, y las cuatro reglas elementales. Don Basilio, el cura, tuvo a bien enseñarme sobre geografía, historia, y de la Naturaleza y sus maravillas, así que no me considero un totoal analfabeto. Agradezco todas esas lecciones porque así podré plasmar todo cuanto vea y aprenda en este periplo.

© Copyright 2018 Javier LOBO. Todos los derechos reservados.


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