SLASHER (3): NEGOCIOS


Una nueva entrega de Slasher, presentando un nuevo personaje que dará muhco juego.
Espero que lo disfrutéis.

DIEGO VERDAGUER-Mamá Ven a Sentarte Aquí
(Narcos Mexico OST)

NEGOCIOS

Francisco Salcedo, el Paco para los amigos, Salce sólo para algunos, y el Negro para casi todo el mundo, se recostó en el asiento trasero de su Jeep mientras iba rebotando de un lado para otro dentro de la cabina. Hacía dos horas que habían dejado atrás Algeciras tras atravesar el estrecho en una planeadora de la que estuvo a punto de caerse por la borda en no pocas ocasiones. La comodidad de una vida de lujos le había hecho olvidarse de ciertas costumbres, y de cómo encarar ciertos peligros. No podía echarle la culpa a que el Mediterráneo estuviera especialmente picado esa noche, o a la escasa pericia del piloto, que no era un neófito al volante, precisamente.

No, la única culpa era suya. Se había dejado llevar y ahora, a sus treinta y tres años, tenía que volver a recordar todo aquello que el champán y las putas le habían hecho olvidar.

Había empezado de muy niño, como aguador para los narcos de la siempre peligrosa barriada de La Atunara, en La Línea de la Concepción. Luego fue corredor, llevando pollos de coca y costuras de grifa de un punto seguro a uno de venta, para que la policía no encontrara gran cosa si hacían una entrada, cosa que casi nunca ocurría. Uno de los clanes se dio cuenta de su lealtad y del potencial que encerraba aquel pequeño niño de piel morena al que todos llamaban el Negro, que no conocía a su padre, y con una madre que lo mismo se bajaba al moro a por costo, que hacía un descuento por mamársela a cuatro estúpidos.

No tardó en llegarle su primer encargo importante: tenía que ir a casa de un idiota al que se le habían fiado demasiadas veces a cobrarse el hachís que tenía pendiente de pago. No vivía en La Línea, sino en una choza medio abandonada en mitad de la nada, y nadie le iba a acercar hasta allí.

—Apáñatelas —le dijo Cosito, hijo de una de las matriarcas de la droga, antes de darse la vuelta y volverse para el barrio.

Había robado una moto, una scooter que ya estaba para el arrastre, con la que se había desplazado hasta la chabola. En sus tiempos debió ser una casona muy buena, pero ahora no era más que una ruina a punto de derrumbarse. Se coló por una ventana, sigiloso como un gato, y recorrió cada habitación hasta dar con el encargo, un viejo de unos cincuenta años, pálido, arrugado y tembloroso que sudaba a mares por el mono. Apenas lo vio, comenzó a insultarle y a amenazarle de muerte, y con las cosas que pensaba hacerle si no se iba de su casa de inmediato.

Sacó la navaja. Sonrió.

—Los Salazar te mandan recuerdos —Y lo apuñaló hasta que dejó de moverse y de chillar, cuando sólo quedó un saco de carne sanguinolenta del que manaba cada vez más despacio un humor espeso que manchaba las baldosas del suelo.

Volvió a La Línea. Usó un girón de su camisa para prenderle fuego al depósito de la moto. Al día siguiente, encontraron el esqueleto calcinado del vehículo cerca de El Zabal. Se presentó ante Cosito y le mostró la navaja empapada en sangre seca hasta la empuñadura. El gitano sonrió. Le dio empleo, y él lo aceptó todo sin hacer preguntas, desde cobrar hasta quitarse a los enemigos del clan, pasando por escoltar o recoger los fardos que venían de África.

No tardó en verle punta al negocio. Quiso una parte, y aprovechó uno de sus viajes al otro lado del Estrecho para comenzar a negociar por su cuenta. La Nacional había hecho una entrada y se habían llevado a casi todos los Salazar, y Cosito estaba más pendiente de esnifar cocaína en los canalillos de las prostitutas de tres mil euros que se pagaba que de los negocios familiares.

No le fue difícil hacer acuerdos. Él mismo ofreció el primer pago en sangre, y una suculenta oferta a los señores de la droga marroquíes. Incluso hizo sus primeros contactos con un turco que le habló de los campos de amapola de adormidera, y de las grandes posibilidades que veía a su lado.

El desembarco de los fardos fue rápido y eficaz, como siempre, pero aquel día había sido incluso espectacular: ni un sólo madero o picolo en la playa, y había ahuyentado al helicóptero de los polis a tiros con una pistola ametralladora que le habían dado en Ceuta como muestra de buena voluntad… y para que la usara para el primer pago.

Dio las órdenes. Las camionetas ya no irían a los almacenes de los Salazar. Ya no tenían poder sobre él. Con el arma aún en la mano, mostrando su nuevo poder, se dirigió a la finca donde se escondía Cosito. Tenía montada una fiesta, para tres o cuatro, con mucho alcohol, comida de primera clase, cocaína por un tubo, y mujeres que sólo existen en sueños que cobraban verdaderas fortunas por un rato de placer.

Mató a los colegas delante el narco, aturdido por las drogas y el alcohol, que no hizo nada para detenerlo, salvo componer una estúpida sonrisa en el rostro. Le apuntó a la cara con la Skorpion vz. 61 y le anunció que ya no tenía nada, que lo suyo ahora le pertenecía, antes de apretar el gatillo. También le comunicó que los que le eran fieles estaban todos muertos y que ahora servían de comida a los atunes en el fondo del Mediterráneo. Lo había dispuesto todo antes de cruzar el Estrecho, y su gente había ido dando caza a todos sus secuaces, uno por uno, como en una conjura romana o renacentista.

El cañón escupió un par de balas, que impactaron sobre su pecho antes de que la aguja percutora resonase al golpear en vacío. Al ver que no había muerto, y que se debatía escupiendo sangre mientras palpaba los cojines con desesperación buscando algo, el Negro se le echó encima con la navaja desplegada en la mano, y comenzó a apuñalarlo hasta que dejó de moverse. La mirada desencajada del cadáver se le clavó de tal manera que aún la veía algunas noches en sus pesadillas.

Parecía que había pasado una eternidad de aquello, pero aún no hacía ni cinco años. Había ganado dinero a espuertas, se había hecho un nombre, y tenía una organización que le servía fielmente. Pero los vientos habían cambiado, y habían llegado nuevos comisarios a La Línea y a Algeciras. Se hacían entradas y registros por doquier, y en no mucho tiempo ya le habían desmontado casi toda la organización, lo que le obligó a refugiarse en el Norte de África, donde sus contactos le amparaban… siempre y cuando fuera capaz de recuperarse.

Y a eso venía ahora. Tenía que entrevistarse en un par de horas con unos contactos, crear nuevas rutas, y crear una nueva lavadora con la que poder blanquear sus capitales y los de sus inversores. No obstante, en ese tiempo, aún tenía tiempo para disfrutarlo. Llevaba un par de meses sin probar carne de mujer, y las magrebíes no le satisfacían lo más mínimo, por lo que había contactado con internet con una página web de acompañantes en la que había contratado a una escort para pasar un buen rato. La chica, si no mentía la foto, era una belleza, y merecía la pena el riesgo.

Aparcaron en los sótanos del hotel, y sus hombres de confianza lo acompañaron en el ascensor hasta llegar a su habitación. Un capo colombiano le había dicho que era buena cosa contratar servicios privados. Era una inversión cara, sí, pero los operadores privados eran, en su inmensa mayoría, ex algo, casi siempre militares, con lo que el nivel de seguridad se elevaba de manera exponencial. Pero no quiso. No podía invertir tanto, y su gente siempre le había protegido muy bien.

Abrió la puerta. La chica se coincidía con la foto. Rubia, con el pelo cortado estilo paje, como la Susanna Griso que tanto morbo le daba. Líneas delicadas, y unos pechos turgentes y formes que empujaban las copas de su sostén. Las torneadas piernas estaban enfundadas en un par de delicadas medias con sugerentes encajes, y el charol de sus zapatos de tacón de aguja refulgieron a la luz de las lámparas. Se dio cuenta de que tampoco le hacía mucha falta ponerse aquellos taconazos, pues era muy alta; de hecho, le sacaba casi una cabeza de ventaja.

Se excitó inmediatamente.

—Poneos una copa mientras me follo a la jaca esta —les dijo, cerrando la puerta tras de sí.
No hizo ninguna pregunta. Sólo la miró con deseo mientras se quitaba la ropa a tirones hasta quedarse completamente desnudo. Su cuerpo ya no gozaba de aquellas líneas atléticas de unos años antes, y había comenzado a engordar un poco, pero sus brazos y sus piernas seguían siendo lo suficientemente fuertes como para intimidar a cualquiera, y de dar una paliza de miedo. El olor a pies inundó la estancia cuando se descalzó, y vio que la chica arrugaba la nariz con desagrado durante un instante antes de volver a recomponer el gesto con una amplia sonrisa.

—Ponte de rodillas y chúpamela —le ordenó, mientras tiraba el pesado bolso bandolera que le acompañaba en todo momento.

La chica obedeció. Le dedicó una mirada felina mientras tomaba el miembro y comenzaba a masajearlo. Salcedo cerró los ojos cuando sintió el aliento de su boca recorrerle el sexo. De inmediato, abrió la boca queriendo gritar de dolor, pero no pudo. Su cuerpo se dobló sobre sí mismo, buscando autoprotegerse, mientras boqueaba tratando de tomar un sorbo de aire que no encontraba por ninguna parte.

—Disculpa que me presente así, pero no va a haber reunión alguna. Representas un peligro para tus nuevos “inversores”, y ya te tienen un sustituto. Te has sabido esconder muy bien, tanto que han tenido que recurrir a mí. Y yo sólo he tenido que esperar a que quisiera follar para poder atraparte. ¡Los hombres sois tan predecibles…! —se burló.

Jadeó tratando de pronunciar los nombres de sus guardaespaldas, pero no pudo. Por toda respuesta, la mujer caminó hasta la puerta y la abrió: los cuatro yacían en el suelo, con las miradas desencajadas y los rostros congestionados. Algunos hasta habían llegado a vomitar sangre, o mostraban arañazos en el cuello, como si trataran de quitarse una lazada invisible que les impidiera respirar.

—Les condenaste en el mismo momento en que les ordenaste beber. De todos modos, si no hubieran bebido, ya tenía preparado un plan para hacerles caer —Se agachó y recogió la bandolera. Hasta en aquellos momentos tan escalofriantes, su belleza permanecía imperturbable—. Te mandan saludos desde Turquía, Colombia y Ceuta. La verdad es que has molestado a mucha gente. Por eso han recurrido a mí —Le encañonó con su propia arma—. Te diría últimas palabras, pero te he desgarrado los testículos, y tu cuerpo no se recuperará jamás, así que… ¡adiós!

La Skorpion vomitó fuego.

 Nadie se fijó en la hermosa mujer que bajó hasta los aparcamientos subterráneos y se llevó un jeep que no era suyo tras matar al guardián del mismo de una certera estocada con una daga de puño en la carótida. Lo dejó apoyado contra una pared, junto a uno de los grandes pilares que sostenían la estructura, y sacó el vehículo, conduciendo hasta llegar a la periferia de la ciudad, llena de idílicas casitas y de niños correteando disfrazados para la noche de Halloween.

Tenía que quedarse en algún sitio, pasar desapercibida unas horas antes de tomar el primer vuelo hacia París. Se fijó en una casa que abandonaban un par de tipos, uno vestido como Pennywise el Payaso, y el otro como Eric Draven.

Seguramente, el inmueble estaba vacío, por lo que aparcó a poca distancia, caminó por la calle con sus tacones repicando sobre el asfalto, y empleó un juego de ganzúas con mucho disimulo para abrir una cerradura que no era más complicada que un juego de niños.

Suspiró agotada cuando cerró la puerta tras de sí. Sintió un escalofrío cuando vio un nutrido grupo de chavales mirando la tele, una vieja película de los ochenta, Hellraiser. Una niña tenía un enorme cubo con palomitas, pero no tomaba ni un solo puñado. Le pareció extraño. Con mucho sigilo, se acercó a ver.

Deseó no haberlo hecho nunca. La visión de un niño muerto es algo escalofriante y, a pesar de ser una profesional de la muerte, era algo que, aún con su extensa y nutrida experiencia, no era capaz de soportar.

Sintió su sangre hervir. Lo último que había salido de la casa con vida eran los dos tipos disfrazados, y aquel número no se organizaba en el minuto y medio que había tardado en entrar ella.
Los mataría. ¡Joder, que si los iba a matar…!

Se dio la vuelta para alcanzar la salida, cuando una puerta lateral se abrió sola, con un lento movimiento. Un nuevo y grotesco espectáculo la sacudió.

¡Joder con aquellos dos…!

© Copyright 2018 Javier LOBO. Todos los derechos reservados.

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