Llevo mucho tiempo anunciando una historia parcialmente autobiográfica en la que una buena parte de la culpa de la misma recae en el King os Slashers, el señor Jason Voorhees, así que, tras mucho meditar, madurar, darle vueltas a la cabeza como la niña de El Exorcista, y vuelta a ponérmela en su sitio y asegurarla a la base del cuello con unos cuantos tornillos, aquí la tenéis.
Como siempre, espero que la disfrutéis.
SLASHER
Hay monstruos sueltos, están por todas partes, pero ¿qué pasaría si, de pronto, se encontrasen varios de ellos? ¿Quién es el monstruo entre monstruos?
Un homenaje a los ochenta, al pulp, a las películas gore y splatter, que os hará estremecer en cada lectura.
¿Os atrevéis? Allá vamos...
Un homenaje a los ochenta, al pulp, a las películas gore y splatter, que os hará estremecer en cada lectura.
¿Os atrevéis? Allá vamos...
The Doors-The End
La música de los Doors
sonaba de fondo. Un viejo tocadiscos en el que alguien tenía colocado un
vetusto vinilo con la banda sonora de la película que les dedicó Oliver
Stone.
The killer awoke before dawn
He put his boots on
He took a face from the ancient gallery
And walked on down the hall
Limpió lentamente el
cuchillo, con parsimonia y ceremonia, disfrutando de la grave voz de
Morrison. Le gustaba su poesía, franca, retorcida, intensa, que dejaba
marca como un cuchillo en la carne o un buen café en el paladar. Se
guardó el arma en la pretina, en la parte posterior del pantalón, y
caminó por el pasillo, sintiéndose como el protagonista de la
poesía/canción.
Procuró no pisar la mano
ensangrentada que le cortaba débilmente el paso en su lento caminar,
como si se fuera a levantar y a arrojar sobre él. Casi le dio risa
aquella imagen. Un cadáver tratando de vengarse de él regresando desde
el más allá.
Bueno, de todos modos no había dejado gran cosa.
Se detuvo un momento.
Bordeó el charco de sangre que se había extendido bajo el cuerpo. El
humor ya había pasado de un rojo intenso a un color pardusco, un negro
con tonos rojizos que emitía un lánguido destello cuando lo acariciaba
la luz. Miró con detenimiento la herida que se extendía bajo el cuello,
en línea con el maxilar. Podía ver perfectamente las vértebras a través
del orificio.
—No, no hará falta mucho esfuerzo.
Sonrió. No era por el
hecho de tener que hacer fuerza. Es más, su manera favorita de matar era
con las manos desnudas, a pesar de la fría y adictiva intimidad que le
ofrecía la hoja de un arma blanca.
La cuestión era no
salpicarse con la sangre. Unas cuantas gotas no iban a llamar en
absoluto la atención en la noche de Halloween, donde la mancha estrella
era, justamente la de sangre.
Una costra repugnante de olor metálico era otra cosa.
Forcejeó con el cuello
unos instantes. Los huesos crujieron al entrechocar y los músculos
gimieron mientras se rompían las fibras. Un sonido similar al de la tela
al rasgarse le anunció que ya había conseguido su objetivo. La cabeza
osciló en el vacío pendiente de su mano.
Apretó los dedos sobre
los cabellos y la giró para poder ver su expresión. Tenía los muy
abiertos, casi se diría que no tenía párpados de lo abiertos que
estaban. La pupila ya se estaba decolorando, y un cerco azulado asomaba
por el iris. Los globos mostraban una fuerte palidez salpicada por
algunas manchas rojizas.
La mandíbula estaba
descolgada, lasa, mostrando una lengua reseca y los dientes brillando
como el marfil. Los labios eran un pálido marco que rodeaba la
dentadura.
—Menudo susto, ¿eh? —le dijo a la cabeza.
La sangre comenzaba a
descomponerse y a emitir su característico hedor, una fetidez que
atacaba las fosas nasales y parecía quedarse instalada allí para no
irse.
Era el momento de irse.
Con la cabeza en la
mano, terminó de recorrer el pasillo hasta que llegó a la sala de estar.
Se dirigió al sofá y colocó la cabeza en el asiento, con los ojos
vueltos hacia el televisor. Tomó el mando y lo encendió.
—Así no te aburrirás —le dijo, con una sonrisa en los labios.
Caminó hacia la puerta.
Despacio, sin prisas. Un sonido le detuvo en seco. Un tintineo. Metal
arrastrándose por la cerradura. Los cierres saltando para alojarse en
sus ubicaciones naturales en el interior de la puerta.
Joder, no contaba con esto.
La mujer entró con aire
distraído, siseando como una serpiente. Dejó las llaves y el bolso en
una mesa baja en el recibidor y se quitó inmediatamente los zapatos.
—¡Hostias, cómo duele! —gemía.
Cerró la puerta. Una
imagen le devolvió la mirada. Ya no se acordaba que el espejo seguía
allí, el mismo que pudo soslayar cuando asaltó la vivienda, cuando aquel
tipo lo había mirado con ojos aterrados una décima de segundo antes de
que le atravesara la garganta con su hoja.
Sus ojos... en aquel espejo... mirándose...
La mujer se dio la vuelta y se quedó petrificada cuando le vio.
—¿Pero qué...? —comenzó a decir. Algo atrajo su atención. Se llevó las manos a la boca y para gritar—. ¡Oh, Dio...!
Se abalanzó sobre ella y le envolvió el cuello con los brazos. Comenzó a apretar con la fuerza de una serpiente constrictor.
—No, Dios no está
aquí —masculló con los dientes apretados, sintiendo un odio irrefrenable
hacia aquel reflejo en el espejo—. Se encuentra apagado o fuera de
cobertura.
Un chasquido, como a
madrea seca rompiéndose, inundó el aire. El cuerpo de la mujer se
aflojó, quedando suspendido en el vacío sujeto por los brazos del
asesino que la miró a los ojos. Los párpados estaban entre abiertos y
los miraban con una expresión absurda. La mandíbula estaba fuertemente
apretada, tratando de aguantar el dolor.
—Espera, te voy a poner cómoda.
Y la alzó en brazos para
dejarla en el sofá. La cabeza bamboleaba como una pelota atada al
extremo de una cuerda cada vez que daba un paso. Finalmente, dispuso los
rostros para que estuviesen enfrentados, juntando sus labios como si se
dieran un postrero beso en la muerte.
El asesino se incorporó y
comenzó a caminar de espaldas. No quería volver a verse reflejado en el
espejo. Ni en ese ni en ninguno.
A ciegas, encontró el
pomo de la puerta. Abrió. Jadeando por la ansiedad, con el corazón
latiéndola en la boca, se precipito escaleras abajo hasta que llegó a la
calle. El frío le heló el sudor sobre la piel. Tardó unos cuantos
segundos en poder respirar con normalidad.
Los niños corrían de un
lado a otro, dando sustos, con calabazas de plástico en las manos que
resonaban durante sus cortas carreras de casa en casa, de bloque en
bloque, repletas de dulces y chucherías, caracterizados de monstruos,
acompañados en algunos casos por unos padres que se lo estaban pasando
mejor que sus propios hijos.
Disimuladamente, se
quitó los guantes de nitrilo. Miraba a izquierda y derecha, con una
sonrisa modelada en su rostro, como si mostrase un cierto encanto por
ver a los críos divertirse, algo que era incapaz de sentir.
Nadie podía sondear su oscuro interior...
Al fondo de la calle, dos figuras le llamaron la atención: uno parecía el protagonista de El Cuervo,
de Alex Proyas, y también se percató de una figura que le recordó al
Pennywise de King, muy de moda con la nueva película basada en la novela
It.
Dos disfrazados más para aquella noche.
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Javier LOBO. Todos los derechos reservados.
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