EL HOMBRE EN LA ESCENA

EL HOMBRE EN LA ESCENA

Hay un hombre
en mitad de una escena,
su rostro velado queda
tras el humo de los cigarrillos
y de la vergüenza,
del qué dirán
apagado con ríos de alcohol
y el aroma dulzón
de alguna droga,
con promesas de sexo
rápido y fácil,
y de un mañana mejor
que ninguno ha encontrado.

Toma el refulgente micrófono
entre sus manos
y su grave voz
comienza a entonar una triste tonada,
una amarga canción,
dedicada a un público
que prefiere no ver
y del que no quiere
nada saber.

A su lado,
un vaso de licor refulge
cuando algún tímido retal de luz
lo acaricia fugazmente.
Permanece olvidado a su lado,
mientras la voz emerge
de la profunda caverna de sus entrañas
y habla de perdedores y ganadores,
de amor y de odio,
del placer de una compañía
y del amargor del sexo,
de lo grandes que son
los seres humanos
y cuán bajo que gustan de caer.

Las voces no le distraen,
y algunas llamas brillan brevemente
entre las sombras,
sólo para prender con un beso
las puntas de los cigarrillos,
para fumar su propio hastío,
devorar su asco
entre volutas azuladas
que se elevan al techo de local,
para aumentar la densidad
de un telón de niebla gris
que disipa las dudas
sobre quién es el artista
y quién los admiradores,
quién es el bufón
y quiénes los comparsas
de la trémula obra
que se está escenificando.

Eleva el hombre de la escena la voz,
eleva su canto para que los dioses
se fijen de una vez en él,
olvidado como los recuerdos
de un recién nacido,
cautivo como Prometeo
a la roca encadenado,
con el águila royendo permanentemente su hígado,
con picotazos de alcohol
que van entrando por la garganta
sorbo a sorbo.

Les canta
la melodía de sus fracasos,
de cómo arrastran los pies
enfundados en caros calzados,
de cómo siguen siendo fantoches
por más que se envuelvan
en caras sedas y exquisitos afeites,
de cómo se devoran
los unos a los otros
como lobos,
de cómo aguardan
la caída del siguiente
como los buitres a la carroña.

Habla del amor olvidado,
de la gente seducida por interés
arrojada a la papelera,
del devorar
a quien más te quiso
para vomitarlo como un detrito
en una mala digestión,
del lento avance
del cáncer de la apatía
y la desolación de las vidas
que se consumen
como los canutos de nicotina
a los que besan con profusión,
como los licores que paladean
como si fueran besos
y los hielos que lamen
como se devora el sexo
más ardiente y ansioso
tras mucho tiempo
sin poder catarlo.

No hay más telón para la escena
que la pantalla de niebla de cigarrillo,
no hay más escenario
que el que queda visible bajo los pies del cantante,
no hay más música
que la de un triste piano que nadie ve,
de un violín que gime lejano
sin saber dónde se encuentra,
y nada más.

Solo,
en mitad del escenario,
con el rostro oculto
tras una negra máscara,
el hombre en la escena
sigue con su amarga canción,
consumiendo su vida
con el humo de los cilindros de tabaco,
paladeando el licor
que le dejan en un taburete cercano,
soñando con ser
alguna vez
un gran artista,
queriendo dejar atrás
a todos estos perdedores
que no le escuchan,
ser divo por un instante,
y olvidar su propia mediocridad
durante unos tristes instantes,
brillando como un sol
en el centro de un sistema planetario,
estremeciendo al mundo
con su voz,
y no ser más que un puñado
de notas y palabras
de las que nadie se acordará
apenas se apaguen las luces
por hoy.

El hombre en la escena
sólo puede hacer el amor
a su micrófono,
seducirlo con sus palabras,
besarlo con su voz,
y desgranar
la misma amarga canción
una vez más.

 Billy Joel - Piano Man




© Copyright 2014 Javier LOBO

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